24 de diciembre de 2010

Navidad

A los estimados e improbables lectores,
la redacción (unipersonal) de este
torpe Watiblog les desea, naturalmente,



Feliz Navidad


Se recomienda encarecidamente pulsar el enlace
si deseán aderezar esta entrada con un puntito
de alegría latino-canalla. Y a gozar. Con todos ustedes:

22 de diciembre de 2010

Tatus

Me cuesta mucho explicar la extraña desazón que me produce ver la carne tatuada. O tal vez lo que me cause angustia sea, en realidad, contemplar un cuerpo inútilmente profanado, infiltrado de colores eternamente comatosos, moribundos. No hay azul más triste que el azul de un tatuaje.

Hay algo sutilmente obsceno, inequívocamente feo, que se superpone a la excelencia artística del tatuaje desde el momento en que éste queda irremediablemente serigrafiado en la piel humana. A diferencia del lienzo, la madera o la piedra, la materia viva no es soporte adecuado para comunicar una experiencia estética. Sin embargo, y a lo que parece, existen cientos de miles de personas que, ignorantes de esta Primera Gran Verdad, se empeñan en profanar sin remedio ingles, pescuezos, pechos, antebrazos, tobillos, culos y demás topónimos de la geografía corporal humana.

No se preocupen, amables (e improbables) lectores, que no voy a dejar de referirme aquí al valor simbólico implícito en cualquier tatuaje como elemento atenuante -que no eximente- de esa especie de fiebre por el grafitti corporal que, desde el poligonero suburbial hasta el becado universitario en la multinacional de coca, corbata y conference call, está devastando de unos años a esta parte el amplio y variopinto ecosistema de la juventud española. Y es que el tatuaje encierra una Segunda Gran Verdad que se sintetiza -y me van a perdonar el perogrullo- en que detrás de la tinta siempre hay un motivo. Pero ¿qué motivo? En mi opinión, todo aquel que en un momento dado opta por inocular bajo la superficie del cuerpo pigmentos indelebles con diseños, mensajes, caligrafías o, por ejemplo, un busto de Mao Tse Tung (no sé por qué se me ha venido a la cabeza el brazo derecho de Mike Tyson) lo hace impelido por una revelación mística, una epifanía incontestable o, en otras palabras, un arrebato de debilidad mental que le lleva a confundir el presente continuo con el futuro perfecto. No digo que a mí no me haya sucedido; quienes me conocen son perfectamente conscientes de -a la par que condescendientes con- mi proverbial retraso mental de quince (o tal vez veinte) años respecto de lo esperable de cualquier varón caucasiano de similar edad y condición a la mía. He abrazado, y confieso que aún abrazo, y con fervor, causas descerebradas, hábitos inútiles y quimeras vulgarzonas. Este blog, por ejemplo. ¿Qué coño hago yo escribiendo un blog a estas alturas?

En fin, es ley de vida que de los errores se aprende, y el derecho al borrón y cuenta nueva debiera incorporarse como un inciso al artículo 18 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Hasta un imbécil como yo aún puede rectificar y mandar el Watiblog a tomar por culo, compararse un adosado en Torrelodones con chimenea y televisor plano de serie, casarse en régimen de gananciales y adoptar un niño chino (o procrear, si aún se tercia). En definitiva, puedo darle un gusto a mis padres y convertirme, por fin, en ese hombre de provecho al que se le presume el valor, la hipoteca y el monovolumen. Y aunque estoy a tiempo de flaquear por todo eso, lo cierto es que prefiero perseverar en esta extraña forma de vida ciega que me ha tocado en suerte. Pero ¿y mañana? Lo que haga mañana está por ver; no hay naves ni puentes quemados ni puertas cerradas; tal vez sólo ilusiones marchitas.

En una especie de salto de fe generacional, los tatuados de nuevo cuño (toma ya) se comprometen para siempre con una ilusión barata en alas de un romanticismo visceral y analfabeto: Cuántos tarados tatuados han arrojado miserablemente por la borda su derecho fundamental de decir digo donde dije Diego. Por amor de Dios, cuántos latinajos sin sentido, cuántos números sin cábala, cuántos coleópteros deformes, cuántos tribales orgullosos que en realidad no son más que vulgares derrapes de neumático en la piel, cuántas devociones eternas de temporada, cuántas hadas y gnomos de saldo, cuántos pictogramas de todo a cien... De aquí a veinte años vaticino un mundo habitado por un sinnúmero de hombres y mujeres resignados a portar en sus cuerpos pecados de juventud expiados tiempo atrás, pero que la tinta inmortal no olvida ni tampoco perdona.

[Y la canción de hoy. Por favor, escuchen con detenimiento la desgarradora historia que nos regala doña Concha disfrazada de magnífica copla (la historia, no doña Concha) que, sin duda, les compensará por los sinsabores padecidos en la lectura de este texto infumable. Son cuatro minutos pero, vive Dios, merece la pena]

12 de diciembre de 2010

After Hours

Regreso a casa un sábado de buena mañana -quiero decir, alrededor de las nueve de la mañana- sorprendido por la normalidad de lo cotidiano, como sólo puede sorprenderse el propietario de un cerebro ralentizado por los efectos secundarios de la nicotina, el alcohol y la impronta de otras sustancias tóxicas espurias (por ilegales). La luz del sol evidencia lo real en toda su incongruencia: el tráfico rodado, los semáforos, las vidrieras ahumadas de los rascacielos, la mediana edad de los viandantes. Al volante del Peugeot, me esfuerzo por reubicar mi cartografía mental interior desarbolada por las ofertas, escaparates, kioscos, superficies comerciales y cartelones publicitarios mastodónticos que flanquean los espacios abiertos del Paseo de la Castellana. El silencio en el interior hermético del coche contrasta con el incómodo zumbido que me reverbera en los oídos. Tengo sueño, estoy borracho en el sentido estricto del artículo 379 del Código Penal y, francamente, me cuesta reconciliarme con un mundo sin iluminación estroboscópica ni vasos largos con hielo con tres dedos de lo que sea ni wáteres absolutamente encharcados (salvo el altiplano de la cisterna, preservado solidariamente de humedades por la clientela para ciertas moliendas recurrentes) ni camareras sexuales a la par que displicentes con tipos alienados (y alineados) como yo.

   Me detengo en un semáforo en la encrucijada con Raimundo Fernández Villaverde, en el lateral del Paseo de la Castellana. A mi derecha escucho primero y después observo a un grupo de siete u ocho mujeres jóvenes que discuten o tal vez simplemente charlan animadamente bajo la marquesina del autobús. El revuelo de voces atipladas me alcanza como un murmullo indistinto a través de las ventanillas cerradas del coche. Por su aspecto deduzco rápidamente que se trata de nativas supervivientes de alguna de las discotecas latinas de la zona de Azca: tacones afilados, culos altos embutidos en pantalones satinados de colores llamativos, rastas, bisutería de alto voltaje, faldas abreviadas colindantes con superficies reservadas a la intimidad de las bragas, bustos en escarpa... Me concentro en la luz roja del semáforo, no obstante lo cual la visión periférica me informa vagamente de que una de las chicas se ha separado del grupo y atraviesa la calzada con paso decidido.

    La visión periférica continua informándome con escasa concisión de que alguien acaba de abrir la puerta derecha del coche. El semáforo sigue incomprensiblemente en rojo y yo acabo de entrar en cortocircuito. Cuando finalmente consigo reaccionar, una mujer de piel café con leche y rasgos nilóticos acaba de hacerse fuerte en el asiento del copiloto. Lo primero que me llama la atención es que no se ha puesto el cinturón de seguridad. Lo segundo, sus aretes plateados y la trama de venas delicadas que resalta la tersura quirúrgica de su escote ilimitado. No puedo seguir evaluando porque la nubia me espeta con voz chillona una retahíla de palabras de las que alcanzo a entender, primero “¿quieres?”, y después “¿fohiah?” y luego “¡famoss tú y yo!”, y después “fohiah, cariño”. Vuelvo a entrar en cortocircuito, aunque esta vez mi brazo derecho cobra vida propia y como un resorte ciego se abalanza en búsqueda el tirador de la puerta del copiloto que consigue abrir a pesar de que el cinto de seguridad dificulta considerablemente la maniobra. “Fuera del coche” creo que alcanzo a decir. Por toda respuesta ella vuelve a cerrar la puerta y lo que sigue a continuación es un acalorado forcejeo entre la furcia egipcia y yo por el control del sector este del Peugeot. “Que te salgas del coche ya, joder”. Un portazo contundente pone fin a la pequeña escaramuza y el coche vuelve a quedar en silencio casi al tiempo en que la luz del semáforo se torna verde. Al arrancar, desvío por un momento la mirada hacia el grupo de la marquesina y me pregunto adónde irá todo ese granel de fulanas y si tomarán todas el mismo autobús.

    A las nueve de la mañana el Paseo de la Castellana despliega un panorama de espacios luminosos, fuentes, palacetes restaurados, edificios oficiales y urbanismo obvio, de tiralíneas, que no sintoniza en absoluto con la tiniebla ni el desorden moral enrevesado en que me hallo sumido mientras conduzco. Decido que es absurdo mantener el silencio y pregunto “¿Cómo te llamas?” Mientras rebusca en su bolso responde “miamo Amelia, cariño”.

Amelia tritura un pellizco de cocaína sobre el espejito que finalmente ha extraído del bolso y después esculpe con destreza dos caballones paralelos de polvo blanco.


La canción de hoy, muy ad hoc. Yessir, very ad hoc.
Se les quiere.

6 de diciembre de 2010

Carta a Iris Yamileth

En Madrid, a siete de diciembre de dos mil diez.

Hola, Iris. Te escribo desde España, al otro lado del mar, desde muy lejos. Si tuviera que llevarte yo mismo esta carta esto es lo que haría:  Primero, metería mis cosas de viaje en una maleta pequeña o, mejor, en una mochila pequeña en la que guardaría dos pantalones (uno corto y uno largo), cuatro camisetas, el cepillo de dientes, una maquinilla de afeitar, un impermeable, ropa interior, dos pares de calcetines, el bañador, una gorra de béisbol y unas sandalias de repuesto. Seguro que se me olvida algo, pero así son las cosas cuando viajas. Luego descubres que lo olvidado, en realidad, no hacía tanta falta; e incluso te das cuenta de que llevas más cosas de las que necesitas.

Volviéndolo a pensar,  creo que también me llevaría un libro, que no ocupa demasiado espacio en la mochila. Entre sus páginas, aprovecharía para guardar tu fotografía (la única que tengo), una muy pequeña en la que llevas una toga y un birrete azul, de esas que os hacéis en el colegio. Cuando digo birrete, me refiero a ese sombrero con una extraña plataforma cuadrada encima que, por suerte, no tenéis que llevar a diario en la escuela, porque ya me contarás para qué sirve. Yo también me puse uno, uno negro que me prestaron para la ocasión, cuando me gradué en la universidad, hace ya unos cuantos años. Por tus cartas veo que ya escribes muy bien, debes de ser una niña muy lista, y seguro que algún día no muy lejano no tendrás más remedio que ponerte otro y mandarme otra fotografía con una nota que diga algo así como Antonio, que sepas que ya he terminado de estudiar todo lo que tenía que estudiar y ahora seguiré aprendiendo cosas por mi cuenta. Eso me alegraría mucho.

El caso es que con la mochila sin las cosas olvidadas, pero ahora con el libro y tu fotografía dentro, tomaría un tren hasta la costa, lo que me llevaría seguramente tres o cuatro horas, porque si miras en un mapa, Madrid -yo  vivo en Madrid- está muy dentro de España, casi en el centro, y el mar queda lejos, a unos cuatrocientos kilómetros. Después, un barco que me llevase hasta Puerto Cortés o La Ceiba. Eso son ocho mil kilómetros más, y ahí me sería útil la maquinilla de afeitar pues sin ella probablemente pisaría tierra con una barba como la de Hernán Cortés, que creo que fue el primero  en descubrir tu país, cuando no había maquinillas de afeitar ni mochilas ni cepillos de dientes ni nada parecido. Por cierto, que acabo de mirar cuadros antiguos del viejo Cortés y he visto que en casi todas sus conquistas lucía una abundante melena y debo decir que este no es mi caso. Todo lo contrario, yo soy más bien calvo, y suelo raparme cada semana los pocos pelos que se empeñan en asomar por los lados de la cabeza. Es cómodo, porque así no tengo que preocuparme de comprar champú en el supermercado pero, por otra parte, necesito llevar un gorro de lana en invierno para no resfriarme y en verano una gorra de béisbol para no achicharrarme la cabeza, y de ahí que sea una de las primeras cosas en las que piense cada vez que tengo que hacer la maleta para salir de viaje.  Sobre todo, si tuviera que ir a Honduras porque allí, por lo que he visto, hace mucho calor, ¿no? Hoy mismo, nada menos que treinta y cuatro grados. ¡Treinta y cuatro grados! Aquí, a estas alturas del año, tenemos que conformarnos con treinta grados menos, osea,  con unos miserables cuatro grados, qué le vamos a hacer.  Cuantos menos grados, más ropa: Botas,  calcetines gruesos, camiseta, camisa, suéter, bufanda, gorro y un buen abrigo; todo muy aparatoso y, desde luego, no cabría en una mochila pequeña. No me gusta el invierno, pasar el día encerrado en casa con la calefacción puesta mirando el televisor no es, precisamente, mi plato favorito; prefiero pasear, ver gente y, sobre todo, tomarme algo y leer el periódico o algún libro sentado en las mesas que los dueños de los bares sacan a las aceras de la  ciudad cuando el tiempo acompaña. Pero aún quedan unos cuantos meses para eso, así que no me queda más que resignarme, por lo menos hasta que llegue el mes de mayo.

Así que tú y yo estamos muy lejos y, pienso, llevamos vidas muy distintas. Yo trabajo en un rascacielos blanco, todo el día sentado, pensando, con un ordenador portátil, un teléfono y muchos papeles revueltos que en ocasiones me dan dolor de cabeza; unas veces es el ordenador, otras el teléfono y cuando no, son los papeles desordenados, aunque suelen ser los tres a la vez. Pienso que me gustaría llevar una gorra especial para eso (aunque fuera un birrete), pero por desgracia aún no la han inventado. Me gusta moverme o, lo que es lo mismo, no me gusta estar quieto así que cada dos por tres bostezo, estiro los brazos, me revuelvo en la silla y, en cuanto puedo, me levanto  y me acerco a la ventana, desde la que se ven otros rascacielos, algunos con grandes letreros que se iluminan cuando llega la noche. Mucho más lejos alcanzo a ver las montañas de piedra gris, que siempre me han parecido feas, incluso ahora, que están un poco cubiertas de nieve.

He decidido enviarte esto porque creo que tienes razón; no está bien que tu hermana Yeimi reciba cartas y a ti no te lleguen noticias mías, como si no hubiera nadie aquí que se alegrase de lo bien que escribes. Pues lo hay. Ya te lo dije al principio de esta carta y debo repetirlo: lo haces estupendamente y, aunque no te lo creas, casi mejor que yo, que soy zurdo y siempre me ha costado horrores agarrar el lápiz correctamente para poner una letra detrás de otra y que después se entendiera algo de lo que había escrito. Imagínate algo así como un oso perezoso (perezocito, creo que le llamáis allí) garabateando trabajosamente palabras con la zarpa izquierda. Por suerte, un día decidí apuntarme a una academia de mecanografía donde aprendí a escribir utilizando los diez dedos en lugar de la pezuña y en un par de meses, cada dedo a su letra, menos los pulgares que supongo que por ser los dedos más fuertes son los encargados de arrearle un empellón a cada palabra terminada y colocarla en su sitio, apartada de la anterior. Te cuento todo esto para que no te resulte extraño recibir una carta mecanografiada en lugar de otra manuscrita por Antonio, alias Zarpa Zurda.

Hay un problema, y es que no sé cómo diablos voy a arreglármelas para sacar esta carta del ordenador y hacer que llegue, pero seguro que tiene solución. Desde aquí hasta Honduras (los primeros ocho mil kilómetros, parece mentira) va a ser cosa fácil: comprimida como una especie de pelotilla electrónica, viajará a la velocidad del estornudo, pero una vez allí necesitaré que alguien desempaquete las letras y las coloque tal cual te las he escrito en una hoja de papel. Si en la escuela te han hablado de Internet, seguramente que sabrás lo que es una impresora y si no, pregúntale a tus maestros, que ellos te explicarán. Desde ahí, cómo llegue la carta hasta tu escuela va a ser un misterio. Cuando leas estas letras, acuérdate de darle las gracias en mi nombre (Zarpa Zurda, por supuesto) tanto al dueño de la impresora como a quien se haya tomado la molestia de acercártela hasta José Trinidad Reyes.

Sin más por el momento, recibe dos besos (uno por mejilla) y un abrazo (medio por cada brazo). Escribe pronto.


Antonio



[Sin olvidar que esto es un blog, a veces se hibrida un poco más con la realidad. Si alguno de ustedes, improbables lectores, tuviera el amalucado impulso de apadrinar a un niño por poco más de lo que cuestan tres cañas y unos pinchos de tortilla, no tienen más que hacer unos cuantos click en:


Les garantizo que el descalabro en su cuenta bancaria va a ser, francamente, inapreciable (sobre todo si no se empecinan en puntear los extractos).]


Y la canción de hoy, vaya por los amalucados impulsivos:


Que la disfruten.

27 de noviembre de 2010

Misterios de Ciencia-Micción


A estas alturas, aún me quedan misterios por resolver. No me refiero, por supuesto, a los grandes misterios de la vida: quiénes somos, a dónde vamos, de dónde venimos y sus variantes eruditas planteadas por filósofos, curas y tertulianos de Sálvame. Cuando se trata de dar respuestas, sospecho que cada cual hace de su capa un sayo, agarra el mundo por los cuernos y acaba justificando su existencia como buenamente puede: Yo soy yo y mi nómina, me encamino sin prisa pero sin pausa hacia otro fin de mes y vengo de vuelta de todo. El resto es un tupido velo y, detrás, tinieblas e incertidumbres innecesarias, por contraproducentes, para ir tirando. Bendita ignorancia, que nos hace libres.

Dejo, pues, las cuestiones trascendentales a un lado y ruego, por tanto, a los improbables lectores rebajen sustancialmente sus expectativas y se apresten, una vez más, a quedar defraudados por la escasa enjundia de las líneas por venir.

El enigma que me ocupa es de aquellos cuya explicación exige, creo yo, grandes dosis de empatía, a la par que un profundo conocimiento del universo femenino. Yo carezco de ambos y, por contra, poseo amor propio o dignidad masculina en cantidad suficiente como para haber soslayado la cuestión cuando las circunstancias me han brindado la oportunidad -y han sido unas cuantas- de arrojar luz sobre esta escabrosa cuestión.

El water, la Wikipedia dixit, es un elemento sanitario utilizado para recoger y evacuar los excrementos humanos. Consta, entre otros elementos de una «taza» que suele poseer una tapadera doble abatible, cuyo elemento inferior sirve de asiento. Dicho lo cual, contamos con elementos descriptivos suficientes como para adentrarnos en el meollo del enigma, que reside en la equívoca dualidad de la tapadera y las distintas interpretaciones que propicia la movilidad articulada de ambas piezas.

La consigna universal, la ley no escrita pero de sobra conocida, asumida e interiorizada (¡casi un imperativo moral!) por el contingente social fiel a los protocolos y las manifestaciones de lo políticamente correcto resulta ser: “Baja la tapadera”; en especial, y por ejemplo, cuando se trata de usar el inodoro en la vivienda particular de una mujer a propósito de un guateque. Va de suyo que la anfitriona no va conminar a sus invitados a evitar infaustos pedos en la pista de baile improvisada, generalmente en el salón, o a abstenerse de plantar mocos mercenarios bajo la tapicería de las sillas o entre las costuras del sofá. Se trata en estos casos, huelga decirlo, de conductas manifiestamente reprobables de insospechado potencial vindicativo para pretendientes despechados, invitados subversivos, amistades rencorosas y demás desquites en el anonimato.

Pero ¿qué significa exactamente bajar la tapadera? Supongamos que se trata de desplazar ambas piezas -tapa y asiento- simultáneamente hasta clausurar el water en la más pura y tradicional lógica pandoriana. La metáfora salta a la vista, y no es difícil asimilar el séptico contenedor de loza con la legendaria caja cuyo nefasto contenido era capaz de contaminar el mundo de desgracias. Sin embargo, por muy ilustrativa o didáctica que pueda resultar esta tesis, además de formalmente impecable, la simple motivación cultural no ofrece una explicación mínimamente satisfactoria a algo cuya solución, sin duda, ha de residir en el terreno de la especulación práctica.

Descarto también aquí lo que podríamos denominar la Tesis Hermética, tanto por la notoria falta de estanqueidad de la pieza doble como por el hecho de que esos mefíticos efluvios capaces de contaminar el mundo de desgracias, inevitablemente (teoría cinética de los gases), invaden el recinto a priori, abortando cualquier tentativa posterior de contención.

La reflexión lógica me lleva a conclusiones diametralmente opuestas: Lo pertinente en estos casos sería precisamente dejar la tapa levantada, y no al contrario, si asumimos los planteamientos implícitos en la Hipótesis del Menor Riesgo, que me dispongo a exponer a continuación:

En primer lugar identificar el riesgo, de naturaleza estructural, consistente en la desagradable posibilidad de enfrentar a culo descubierto salpicaduras de orina fuera de control e incluso, en momentos álgidos de la fiesta, residuos regurgitados. O una combinación de ambos.

Sin demorarme en más explicaciones, me limitaré a decir que la siniestralidad por exposición directa al riesgo así entendido afecta en su gran mayoría a los traseros de las mujeres (excepción hecha de las que descargan en modalidad powerlifting), lo que explicaría cabalmente tanto la consigna de genero como la escasa concienciación de los varones que, por su constitución natural, cuentan con la indudable ventaja de la micción a distancia o telemicción, y una lógica inclinación a relativizar la importancia estratégica de la posición del elemento inferior de la tapadera.

Resulta cuanto menos sorprendente que, a la vista de la proverbial dejadez masculina en estas cuestiones, las mujeres encuentren razones para insistir en que la susodicha tapadera permanezca bajada y no todo lo contrario; osea, subida. Coincidirán conmigo en que en este último caso las posibilidades de una sentada en seco se incrementarían considerablemente, lo que a mi juicio viene a avalar de forma incontestable la Hipótesis del Menor Riesgo. Q.E.D.

En muchas ocasiones, el mero transcurrir del tiempo acaba, tarde o temprano, desvelando cuestiones tan trascendentales como el sabor de una teta o la mecánica de un tampón, previamente inéditas en la experiencia del individuo imberbe, pero cuyo conocimiento se le supone so pena de que éste se revele ante sus semejantes como un perfecto pardillo. Por suerte, como digo, la vida ya se encarga de echarnos (si bien discretamente) un capote que termina de una vez por todas con un sinfín de angustias y simulaciones embarazosas mediante un prodigioso mecanismo en el que es, contra todo pronóstico, la realidad la que termina acomodándose a la fantasmada en lugar de ponerla en evidencia.

No así en este caso.

Comprendan que a mis años no tenga ya fuerzas (ni amigas pacientes y comprensivas) para abordar el debate de una cuestión que, por no resuelta, quedará sepultada en mi particular panteón de los misterios cotidianos.



[La canción de hoy la firma Tom Waits, un tipo al que seguramente (como a la mayoría de ustedes) le importa un carajo dónde y cómo mee cada quien]


Hasta pronto.

16 de noviembre de 2010

Mirada


Helena es una mujer de costumbres. Se levanta a las siete y treinta minutos de la mañana, ni uno más ni uno menos, y se acomoda con una goma de pelo la masa de rizos desordenados a la manera griega. Fuera aún es de noche, pero en el interior de los bloques de apartamentos las ventanas comienzan paulatinamente a cobrar vida, anticipándose al amanecer en el anuncio de una nueva jornada.

Helena trastea por la habitación recién iluminada, tal vez emparejando unas zapatillas desubicadas al pie de la cama, o recomponiendo el desorden en la mesilla de noche. Sacude el edredón con violencia calculada hasta que éste se posa lánguido e impreciso en los linderos del colchón, aún tibio de sueños. El arco de su espalda es bello y perfecto.

Torpe y descalza, Helena se desvanece en la penumbra del pasillo y su cuerpo, desnudo y breve, se reviste con los ropajes agónicos del deseo en la imaginación. Al cabo de unos segundos, su silueta reaparece fugazmente en el umbral de otra habitación. Después queda el dormitorio inerte tras el marco de la ventana. Son las siete y treinta y cinco minutos.

En el exterior todo sigue oscuro y la temperatura es áspera, invernal. Abajo, en la calle, el tráfico fluye aún escaso y el pasar intermitente de los coches matiza el silencio de la ciudad dormida.

Helena reaparece envuelta en un batín satinado de color azul oscuro, coronada con una toalla de baño. Como cada mañana, alcanza el teléfono móvil y se lo acomoda con naturalidad entre el hombro y la cabeza ladeada mientras se desplaza del dormitorio a la habitación contigua y luego regresa, ensimismada en la conversación, recolocando al azar objetos aquí y allá, en una especie de ritual doméstico intrascendente. Los pliegues del batín, ceñido sin demasiado empeño, apenas excusan su vientre liso y airean a capricho el pecho en sus idas y venidas por el apartamento. Helena se detiene por un momento junto a la ventana del dormitorio y da por concluida la conferencia frente a su propio reflejo en el cristal. Su rostro resulta pequeño y escueto en todas sus facciones. Los ojos redondeados y poco vivaces confieren al conjunto una expresión de tristeza o de fracaso permanente, y no resulta fácil imaginar en su cara una sonrisa radiante, o la violencia de un orgasmo.

Ahora, de espaldas a la ventana, se despoja del batín y la toalla. Liberados, los rizos se desploman húmedos sobre sus hombros. Desliza los brazos entre los tirantes y con destreza rutinaria traba los corchetes del sostén. Apenas tapada por las hechuras delicadas del sujetador, Helena compone una figura involuntariamente obscena en el contraste brutal con la suave curvatura de las caderas desnudas y la sombra breve de un pubis escueto, probablemente recortado con esmero en la intimidad del aseo.

Del cajón de una cómoda extrae un par de bragas de licra que esta mañana resultan ser azules, y que no guardan relación alguna con el estampado del sujetador. De nuevo desaparece al fondo del pasillo. Las siete y cincuenta y dos minutos.

Cuando vuelve al dormitorio vestida de oficina, ya he dejado los prismáticos en su funda dentro de un cajón y el anorak en el armario, colgado de una percha. Más allá de la terraza, la luz grisácea del amanecer tiñe de realidad prosaica las calles y los edificios circundantes mientras huelo y espero a que la cafetera bombee con espasmos irregulares la savia oscura del primer café de la mañana.



[Por supuesto, la canción de hoy, para deleite de mis pacientes y sufridos (e improbables) lectores, propicia y justifica pasiones extrañas]

7 de noviembre de 2010

La Caída

Diego Forlán lleva dieciséis partidos sin marcar. Los periodistas deportivos achacan la sequía goleadora al agotamiento después del Mundial, pero yo creo que es por esa especie de peineta con la que se acomoda las guedejas uruguayas, que da mal fario. Pienso esto a propósito de mis deficiencias imaginarias e intento hallar una excusa fuera de mí que me evite el entonar el mea culpa por la ausencia de ideas estupendas que me permitirían sacar adelante con dignidad este blog anónimo en el que me he embarcado hace ya tres meses. Así que aquí y ahora escribo desde el banquillo de los suplentes, y me limito a sobrellevar la tediosa rutina de los entrenamientos con palabras, a la espera de que la musa (esa especie de mister, en mi caso, de los escritores de tercera regional) me devuelva la titularidad perdida hace ya dos o tres días. O a lo mejor es que he dicho ya todo lo que tenía -o podía- decir. Lo cierto es que cada click en el botón “publicar” es un salto al vacío, caída libre y aceleración uniforme entre tinieblas hasta que, en un momento dado,  aterrizo como puedo sobre, por ejemplo, un chino y una patata, aeródromo improvisado donde los haya.

Pero ahora, ni eso, así que me resigno a esta especie de barrena sin control que me ha tocado en suerte e intento agarrarme a cualquier palabra, recuerdo, imagen, clavo ardiendo o despojo sentimental que se me atraviese en medio de este desplome vertiginoso y extraño. Lo único que consigo es llevarme por delante pequeñas mierdecitas insignificantes, satélites parasitarios, que empiezan a gravitar a mi alrededor mientras mi estrella, a punto del colapso, continua su desplome errático hacia ninguna parte.

Arrastro en mi caída indolora a Bon Scott, el mejor cantante de rock de todos mis tiempos vivos, y sobre todo también de mis tiempos muertos. Me gustaría poder decir algo de él, pero la verdad es que a lo largo de nuestra relación de tantos años ha sido siempre el australiano tatuado el que ha llevado los pantalones (que se lo digan a Angus Young) y por supuesto la voz cantante en el salón de mi casa. La escena se repite una y otra vez y es, más o menos, así: La llave gira cuatro veces en la cerradura clackatack, clackatack, clackatack, clackatack-raack y entro en casa abatido, resignado y silencioso, rezumando aceras y Metro de Madrid, con el alma podrida de plomo, el nudo de la corbata descoyuntado y los platos aún sin fregar. Enciendo el estéreo, y que por pedir no quede: Ya sé que estoy abusando, pero haz el favor de cantarme algo que me convenza de lo contrario ahora mismo. Y cántamelo bien clarito, sin pelos en la garganta, que yo me entere otra vez de quién coño soy, porque se me ha vuelto a olvidar entre tanta mierda de correos electrónicos y pasillos de oficina. Y el tipo tira de repertorio y me recuerda que no hay deber cumplido sino, pura y simplemente, supervivencia ganada: 

(…) Asking nothing, leave me be
Taking everything in my stride
Don't need reason, don't need rhyme
Ain't nothing I would rather do
Going down (...)

Lo  confieso: Tengo un libro de poemas de Benedetti criando polvo encima de la mesilla de noche, pero para estos menesteres Bon Scott me vale madres. A fin de cuentas, por las noches estoy demasiado reventado para friegas espirituales; y recién levantado por las mañanas no tengo ojos ni voluntad más que para un zumo de naranja y el café resucitador. Me jode un poco que tuviera el mal gusto de morirse durmiendo la mona en un coche aparcado en algún lugar de Londres, pero así de perra es la vida, amigos. Por cierto que también tocaba la gaita, y nunca me quejé.

Sigamos cayendo. Enhorabuena: El (Excelentísimo) Ayuntamiento de Madrid acaba de cosechar un diezmo más en su campaña inmisericorde de recaudación con la que, intuyo, espera paliar el dispendio de los pasados fastos urbanísticos a costa de arañarles la faltriquera so cualquier pretexto a los siervos de la gleba del siglo veintiuno, entre los que por supuesto me cuento. Han sido cuarenta y cinco Euros por desplazarme un miércoles a eso de las cinco de la tarde hasta la calle Carlos Arniches, en las inmediaciones del Rastro, para comprar veinte kilos de abono enriquecido con aminoácidos naturales y extracto de algas que estimula la floración y la actividad fotosintética de todo tipo de plantas medicinales, aromáticas, alucinógenas y ornamentales. Y me lamento yo, cual cuitado Segismundo:

Apurar, cielos, pretendo,
ya que me tratáis así
qué delito cometí
contra vosotros pasando,
aunque si pasé ya entiendo
qué delito he cometido
Bastante causa ha tenido
vuestra justicia y rigor;
pues el delito mayor
del hombre es haber pasado.
Sólo quisiera saber
para apurar mis desvelos
(dejando a una parte, cielos,
el delito de pasar),
qué más os pude ofender
para castigarme más.
¿No pasaron los demás?
Pues si los demás pasaron,
¿qué privilegios tuvieron
qué yo no gocé jamás?

Si suponen que, además de parafrasear al triste recluso, me cago en su puta madre (en la del Excelentísimo), suponen bien.

El sexo, cuando sucede en días laborables y entrada la madrugada, tiene su precio, y lógicamente no me refiero a los cuarenta y cinco Euros ut supra. (Aunque, ahora que lo pienso, gustosamente los habría empleado en abonar una felación libre de impuestos en algún portal oscuro de la calle de la Ballesta, en lugar de esa especie de vejación anal inconsentida a la que recién me ha sometido el hipertrofiado Órgano Recaudador del (Excelentísimo) Consistorio de aquesta Villa y Corte. Perdón por el excurso y, dicho sea de paso, larga vida al Tea Party).

Como venía diciendo, el sexo a deshoras trae consecuencias imprevistas a la mañana siguiente, cuando la realidad postcoital sobreviene en toda su crudeza, y a la sierva de la gleba no le queda más cojones que abandonar el lecho a las seis de la mañana por esas cosas del trabajo mal remunerado, mientras que el siervo de la gleba que esto escribe agradece por un lado, entre sueños y legañas, la hora y media de extended play cortesía del Convenio Colectivo de Oficinas y Despachos y, por otro, aunque en menor medida, se compadece de la suerte de la otra. Quince minutos después y siete pisos más abajo, descamisado, sin ropa interior debajo de los vaqueros mal abrochados ni un par de calcetines que llevarse a las zapatillas, el siervo de la gleba experimenta una variedad extrema de autocompasión a pie de calle, al tiempo que libera a su compañera de ardores y fatigas del maquiavélico portal-trampa ideado por la Comunidad de Propietarios, que en realidad esconde un aquelarre de pendejos impotentes adoradores del diablo con delirios de poder.

         - Todo esto será tuyo si te postras y me adoras, viejo jubilado. Y además te haré presidente de la Comunidad de Propietarios.
         - ¿Seré inmortal?
         - No, pero si te esmeras tu labor será recordada por muchos años. Especialmente por el inquilino del 7A.

Perdónenme por el desorden de lo escrito, pero  recuerden que esto es caída libre y que el que ha saltado al vacío no es Greg Luganis, así que no esperen acrobacia, pirueta o experiencia plástica de ningún tipo. Aquí no hay más que tumbos, aspavientos e incoherencias. Si han tenido las tragaderas de continuar con la lectura de esto, es el momento de abandonar, porque me temo que la cosa no va ir a mejor. Más al contrario, porque se me acaba enganchar en el cuello una entrada del Blog de Diana Aller (un lugar de ocio y esparcimiento intelectual, para gilipollas como usted) cuya lectura encarecidamente desaconsejo, pero que publicaré aquí para beneficio de quienes a pesar de todo tengan a bien ser partícipes de mi desazón en vivo y en directo. Queden, no obstante, advertidos de que pulsar este hipervínculo les transportará a un lugar frívolo y bastante desagradable:



Sea como fuere, no hay mal que por bien no venga, y he de decir que  sus esclarecedores y didácticos contenidos han servido para revelar mi faceta -inédita hasta la fecha- de amante incondicional de la vida, aunque la vida sea follarse un sapo un día sí y otro también. Menos mal que nos queda Bon Scott y que un día de estos Diego Forlán se quitará la peineta y marcará un gol. Por ejemplo, mañana.

Y la canción de hoy, como no podía ser de otra forma:

Baby, please, don't go

A César, lo que es de César y a Bon... lo que es de Scott. Hasta otra.

31 de octubre de 2010

El chino y la patata

De pié tras la caja del supermercado, Carmen, latina y muy guapa a pesar del mono color quirófano con el que despacha a los clientes, acaba de cobrarme doce Euros por las dos bolsas repletas de vegetales saludables que acabo de comprar en uno de esos emporios de la fruta que proliferan en los barrios de Madrid. No llevo efectivo suficiente en la cartera y he tenido que echar mano de la tarjeta. Mientras pulso los cuatro dígitos de rigor fantaseo brevemente con la estupenda idea de completar esa misma transacción con la consola inalámbrica entre los pechos de Carmen, racial y desnuda como Cuauhtemoc la trajo al mundo, con sus aretes de oro, y su sombra de ojos verde serpiente. Pulso aceptar de buena gana, aún a sabiendas de que no caerá esa breva mesoamericana en la bolsa que hoy me me llevaré a casa. Me dispongo a abandonar la frutería con la compra recién embolsada cuando escucho a mis espaldas “veintiuno” y me pregunto qué surtido de frutas o verduras habrá adquirido mi sucesor en la línea de cajas para sumar cantidad tan astronómica sin apenas despeinar al lector de código de barras. Intrigado, miro hacia atrás.

Veintiúuun séeentimos” le matiza Carmen a un chino de mediana edad que la observa con desapego oriental. Sobre la balanza electrónica, la delgada bolsa de plástico semitransparente revela una patata solitaria. No hay nada en el aspecto del chino que incite a reflexiones o especulaciones de ningún tipo sobre su persona o avatares. De indumentaria absolutamente neutra, me resulta difícil evocarlo en la memoria; un secundario de documental en tránsito por alguna calle de Pekín o Shanghai, entre bicicletas y multitudes; un chino del montón. Sólo recuerdo que llevaba el pescuezo un poco rapado. Y que acababa de comprar una patata.

¿Qué significaba todo aquello? ¿Para qué una patata? La pregunta me persigue desde hace un par de días, y no consigo hallar respuesta plausible, una hipótesis más o menos razonable que halle encaje en el conjunto abstracto de mi experiencia. Estaría dispuesto a aceptar “patata” en singular como sinónimo de sustento necesario en el contexto de algún país subdesarrollado de África, por ejemplo, donde un tubérculo de más o de menos puede marcar la diferencia entre un día con algo que llevarse a la boca u otro más viéndolas venir entre polvo, moscas y vacas famélicas. Pero la Unión Europea, a pesar de la crisis rampante, aún no ha llegado a esos extremos.

Por otra parte, descarto la tesis de la patata como remedio estético para pieles grasas, que es lo que me sugirió una amiga cuando le planteé mis inquietudes existenciales; primero, por su  radicalismo barroco y, en segundo lugar, porque como todo el mundo sabe, los chinos no tienen espinillas.

Cierto que, al parecer, también es posible utilizar una patata como condensador en la construcción de radiorreceptores caseros o como pila biológica; y bien pudiera ser que fuera esa precisamente, y no otra, la intención de nuestro amigo, teniendo en cuenta que los orientales son unos fieras en cuestiones de tecnología punta y que, según estudios recientes en el campo de la nanotecnología húmeda, la estructura molecular de la patata, a pesar de su escaso valor proteico (2,5% de su masa total),  ha demostrado poseer cualidades prometedoras en el novedoso campo de la ingeniería de las  proteínas. Sin embargo, tampoco doy por buena esta hipótesis al ser la nanotecnología una ciencia cara e incipiente, aún en sus más tempranas fases de desarrollo, lo que presupone una sucesión constante de aciertos y errores en su avance. Sospechan bien: Cualquier científico clandestino le habría comprado a Carmen, como poco, varios kilos de patatas, aun cuando fuese para no despertar sospechas y, de paso, evitarle los desvelos a quien esto escribe.

Anoche, a eso de las cuatro de la mañana, entreabrí los párpados inflados de sueño para ponderar con desgana la posibilidad de que el chino fuese un émulo de Bruce Lee quien, como seguramente recordarán, y además de fluir como el agua, era capaz de ensartar patatas crudas con una humilde pajita de refrescos gracias a un explosivo y letal golpe de muñeca (la pajita flexible de Joseph Friedman aún no era popular). Un par de minutos después volví a caer dormido, y acaso soñé con guerreros kenjutsu batiéndose con pajitas de colores en una cafetería americana de los años cincuenta.

El caso es que no he llegado a ninguna conclusión. El enigma del chino y la patata permanece irresoluto en mi memoria de las pequeñas cosas que se amalgaman como un brocado de bisutería  en las entretelas de mi extraña existencia. Cuando comencé a escribir esto creí intuir una historia que a estas alturas permanece inédita, por lo que no tengo más remedio que invitar a mis improbables y voluntariosos lectores a completarla, si así lo estiman oportuno.

Por último, y para amenizar la lectura más bien plúmbea (no crean que no me doy cuenta) de estas entradas del blog, nada mejor que una canción con fundamento del bueno. Ahí va la primera:


Buenas noches.

28 de octubre de 2010

El Chapas

Me gustaría, pero no soy capaz de contar su historia; ni siquiera puedo imaginarla, o tal vez sí, pero es que resulta que el Chapas es real, puro presente continuo; y una cosa es recrear fantasías animadas de ayer y hoy en la página de este blog y otra muy distinta abordar la deconstrucción imaginaria de un Ser absoluto y perfecto, como absolutos y perfectos pueden ser, por ejemplo, un martillo, un balón o la tortilla de patata, para que nos entendamos. Queden por tanto advertidos los  los improbables lectores de que no hallarán en estas líneas más que una descripción  de lo visto, y no de lo imaginado. Para esto último no tendría más remedio de servirme de mentiras endebles (mi limitado talento literario me impide forjar mentiras formidables) que, francamente, no le harían justicia. En resumen, el Chapas desafía y sojuzga la imaginación (al menos la mía) y hace bueno el dicho de que una imagen vale más que mil palabras. 

Jamás he cruzado una palabra con él, y rara vez he tenido la oportunidad de verlo ir y venir, a pesar de que ambos cohabitamos en el barrio desde tiempos inmemoriales. Ignoro dónde, con quién y de qué vive, aunque sí puedo afirmar que cuenta con medios económicos suficientes para costearse una botella de Coca-Cola mediana que indefectiblemente porta en La Mano de Los Anillos. La botella está siempre destapada y el contenido líquido de su interior se intuye lacio, inequívocamente descarbonatado, como el de los restos de un botellón a la mañana siguiente. O podría ser que la botella, en realidad, contiene algo diferente: un combinado de vermú y Lexatín o Diazepán, por ejemplo. Pero ya me estoy dejando llevar por las hipótesis maledicentes y, como ya he dicho antes, no puede ser éste el propósito de la semblanza. Nunca le he visto beber de la botella, así que no es descartable que ésta no sea más que un complemento tributario de su estética personal inclasificable.

Sólidamente afianzado sobre las piernas separadas más allá del paralelo de las caderas, permanentemente alerta, con la cabeza ligeramente proyectada hacia adelante, el Chapas carga con la botella de Coca-Cola como una suerte de pistolero que acaba de vaciar el cargador de su revólver en el cuerpo de una víctima imaginaria. A veces, la otra mano, la que no es La Mano de Los Anillos, pero sí la del brazalete de cuero con tachuelas, sostiene un cigarrillo encendido que fuma con parsimonia, sin descomponer una estampa bastante épica, propia de un cromo o de un recortable antiguo. Estética y estratégicamente posicionado en la confluencia de ciertas calles del barrio (de cuyo nombre no quiero acordarme), junto al paso de cebra y siempre de cara al tráfico rodado, o a veces de espaldas a los cubos de basura, el Chapas desafía con tranquilidad, de buena mañana, la normalidad tridimensional circundante.

El Chapas calza sistemáticamente botas militares más bien polvorientas, permanentemente combinadas con unos vaqueros viejos y holgados que ciñe a la altura de la boca del esternón -a la manera de las juventudes del Opus Dei o de ciertos epilépticos- con correones de factura militar, motera o rockera, según los días, pero en todo caso de esos que lucen imponentes hebillas de destrucción masiva. Como seguramente habrán podido deducir por los altos vuelos del pantalón, las perneras acortadas sin remedio revelan no poca parte de la caña de la bota y el tiro, aunque no es de esos que sale por la culata, se le repliega un poco contra la entrepierna.

Más arriba, tapando parcialmente la frontera del pantalón, el Chapas luce  un chaleco gastado de tonos oscuros del que prende una constelación de insignias de temática variopinta que va desde la típica estrella maoísta hasta las reivindicativas de bandas punk de los ochenta pasando por un florilegio de slogans agresivos en lengua inglesa cuyo significado probablemente desconozca, si bien no descarto una vaga intuición por su parte. Y algún smiley, dicho sea de paso.

Para rematar el conjunto, una voluminosa cadena de bisutería con evocaciones sadomasoquistas y una esclava de la que pende un Cristo de la Buena Muerte tamaño XL, amén de otras más pequeñas que en su conjunto sintetizan con relativo éxito lo rapero y lo legionario: Viva la Muerte, check it out bro'.

Puede que haya en todo esto algún tipo de estrategia estética preconcebida, pero prefiero no averiguarlo, entre otras cosas porque carezco de la preparación y el cuajo profesional que requeriría ahondar en ese abismo inquietante y regresar incólume de la experiencia (lean este blog: bastante tengo con bregar contra las miserias existenciales endémicas de la Zona Negativa).

Mis disculpas para todos aquellos que a la altura de estas líneas hayan empezado a fantasear antes de tiempo e imaginen al Chapas como una especie de chulazo de barrio, depauperado y un poco esquizoide. Nada mas lejos del morfotipo decididamente enclenque de nuestro protagonista; un cuerpo que recuerda al de una pera menuda y elongada, de carnes delicadas; una pera hardcore con chaleco. Si alguna vez han tenido la oportunidad de contemplar un autorretrato de Robert Crumb sabrán inmediatamente de lo que estoy hablando y me ahorraré ulteriores esfuerzos en describir los fundamentos de la arquitectura facial del Chapas, que básicamente se resumen en unas lentes de culo de vaso blindado y un bigotito ralo enmarcados en un rostro de líneas débiles e imprecisas que transmiten una expresión de imbecilidad miope. Añádase una gorra de béisbol que ha conocido mejores tiempos, un toque de caspa dispersa y pongamos punto final a esta pequeña semblanza sin biografía.

De todo tiene que haber en la viña del Señor.

25 de octubre de 2010

Deudas

Pensándolo bien, creo que no podría saldar tanta deuda como a día de hoy tengo acumulada con los músicos. Un buen día me van a embargar el alma. Pero volviendo a pensarlo bien, no hay caso, porque nadie pujaría en la subasta. O porque el alma no existe.


I looked out this morning and the sun was gone
Turned on some music to start my day
I lost myself in a familiar song
I closed my eyes and I slipped away

It's more than a feeling
(More than a feeling)
When I hear that old song they used to play
(More than a feeling)
I begin dreaming
(More than a feeling)
'Til I see Marianne walk away
I see my Marianne walkin' away

So many people have come and gone
Their faces fade as the years go by
Yet I still recall as I wander on
As clear as the sun in the summer sky

It's more than a feeling
(More than a feeling)
When I hear that old song they used to play
(More than a feeling)
I begin dreaming
(More than a feeling)
'Til I see Marianne walk away
I see my Marianne walkin' away

When I'm tired and thinking cold
I hide in my music, forget the day
And dream of a girl I used to know
I closed my eyes and she slipped away
She slipped away

It's more than a feeling
(More than a feeling)
When I hear that old song they used to play
(More than a feeling)
I begin dreaming
(More than a feeling)
'Til I see Marianne walk away


"More Than A Feeling" by Tom Scholz (Boston)

23 de octubre de 2010

Una tragicomedia insignificante

Un emigrante de algún lugar del África profunda, del Corazón de las Tinieblas, que diría Conrad, se materializa un día cualquiera en la entrada sur del centro comercial Moda Shopping en el distrito financiero de los Nuevos Ministerios (en cierto modo, otro corazón de las tinieblas) con un único ejemplar de La Farola convenientemente plastificado bajo el brazo.

Nuestro africano ocupa su nicho en el estrato más bajo de la cadena del comercio minorista y se aposta, hierático y diligente, a un lado de las puertas de cristal de acceso al templo consagrado al consumo de productos de factura exclusiva, exquisitos y caros. Muchos son los llamados, y pocos los elegidos. Aun cuando un ejecutivo encorbatado pudiera atravesar el ojo de la aguja, portátil incluido, las leyes del mercado son exactas e inexorables y relegarían al portador de La Farola al lugar que ahora ocupa, al otro lado del Reino de los Cielos. Incluso en temporada de rebajas.

El blanco lechoso de los ojos de Dominique contrasta poderosamente con los iris torrefactos y el resto de la piel oscura de su rostro. Probablemente de forma involuntaria, la materia oscura condensada en esos ojos posee la exótica virtud de aprisionar el vuelo distraído de las miradas de Los Elegidos y arrastrarlas hacia un purgatorio subliminal de culpabilidad y remordimientos no asimilados gracias a procesos depurativos de higiene mental que garantizan el vacío existencial  tolerable, sólidamente cimentado con Blackberries insaciables, osos de Tous, yoga dinámico y un coche ambientalmente correcto.

Con anticipación calculada, Dominique desplaza servicialmente la puerta, franqueando el paso de Los Elegidos al interior del centro comercial sin mayor esfuerzo, en la esperanza de percibir a cambio una pequeña contraprestación económica que le ayude a sobrellevar los inconvenientes de una vida cotidiana desprovista de papeles o de futuro a corto plazo. Y si bien nadie espera o demanda que le abran una puerta en tales circunstancias, la oferta de servicios, aunque poco ortodoxa y no homologada, es libre.

Como fuere, nuestro personaje acude a diario a bregar al pie de su improvisado negocio, tal vez por falta de algo más productivo en lo que emplear el tiempo, y así transcurren los meses, hasta que un día a finales del verano un pelotón de operarios enfundados en monos de trabajo con el logotipo de una contrata hacen su aparición, cargados de herramientas. En los días que siguen, Dominique hace mutis por el foro y, siempre con su ejemplar de La Farola a la vista, halla refugio provisional a las puertas de un supermercado en el barrio de Pacífico. Durante ese tiempo su merma de ingresos se ve compensada con cantidades ingentes de comida envasada, generalmente de marca blanca. Dominique, aunque bien alimentado, hace malabares para conseguir pagar su parte alícuota de la pensión del extrarradio de Madrid en la que pernocta con otros seis manteros subsaharianos.

Han transcurrido dos semanas desde que acudió por última vez al Moda Shopping. Hoy, a las nueve de la mañana, coincidiendo con el horario de apertura del centro comercial, Dominique regresa al distrito financiero para encontrarse cara a cara con una flamante puerta giratoria que con suave rotación mecánica absorbe el tránsito desganado de las primeras hornadas de profesionales que ese día han optado por atajar a través del edificio, de camino a sus lugares de trabajo en las entrañas modulares de los rascacielos circundantes.


[Nota aclaratoria para lectores extranjeros o nativos despistados: La Farola es una iniciativa editorial que bajo el lema “El periódico que da pan y techo” buscaba proporcionar una fuente de ingresos alternativa a una minoría no tan minoritaria de personas que, por unas u otras razones, carecía de otros medios de subsistencia. La idea era sencilla: Distribuir gratuitamente la tirada de ejemplares entre los necesitados para que éstos a su vez pudieran ofertarlos a los ciudadanos de primera por su precio nominal más la voluntad, y así hacer unos eurillos extra que lo mismo valían para un roto que para un descosido. Este humilde trabajador fijo discontinuo del Watiblog, ciudadano de primera por mero determinismo geográfico, ha tenido la oportunidad de acceder en varias ocasiones a los contenidos de La Farola y se halla en condiciones de afirmar que la calidad periodística del material que nutre sus páginas deja bastante que desear.  Es por ello que con el paso del tiempo el hecho de intercambiar o no un ejemplar de La Farola con el transeúnte solidario que abona su precio con mayor o menor largueza ha perdido relevancia para transformarse en una modalidad como cualquier otra de practicar la caridad de toda la vida, que nada exige a cambio. La Farola ha dejado de ser una publicación mediocre para convertirse en un símbolo, un ícono que da carta de naturaleza a su portador callejero: las credenciales del desheredado, por lo general expuesto a las inclemencias del tiempo, que éste se afana en preservar del deterioro ambiental impermeabilizando el único ejemplar de batalla con plásticos transparentes.

Aquellos que deseen profundizar un poco más en la historia y vicisitudes de La Farola hallarán de interés el siguiente artículo publicado en el diario El País: http://www.elpais.com/articulo/madrid/sombras/Farola/elpepiespmad/20100207elpmad_9/Tes ]

17 de octubre de 2010

El banco

Hay un banco en el chaflán de la esquina, frente al escaparate de la pastelería de mi barrio, que rara vez permanece desocupado. Tras la cristalera, en equilibrio sobre peanas de oropel, las  bandejas de latón exhiben bombones de colores en simétrica formación propia de un escuadrón de infantería junto a batallones de cruasanes apilados como tanques lustrosos y morenos, palmeras blindadas con glassé o chocolate, suizos y caracolas de campaña y otras armas con potencial de deflagración hipercalórica exponentes de la industria armamentística repostera, en festivo desfile militar que, sobre todo los domingos por la mañana, augura a los transeúntes la derrota inminente de la amargura cotidiana.

Al otro lado del escaparate de la pastelería, afianzado con gruesos tornillos al adoquinado gris del pavimento, el banco se convierte en improvisada plataforma en la que las gentes del barrio se reúnen a hablar de sus cosas o simplemente a matar el rato mirando pasar la vida. Dependiendo del momento del día, la congregación compone estampas diferenciadas que sintetizan perfectamente diversos estratos del paisaje social urbano. Temprano por la mañana, un par de ancianos jubilados departen tranquilamente entre sí aposentados en los extremos opuestos del banco, claro indicio de que cada cual se ha llegado hasta la esquina del banco por su cuenta y riesgo. Rara es la ocasión en la que a la pareja no se suma un tercero en concordia, con el periódico y una barra de pan en la mano, convenientemente envuelta en papel de estraza. El tercer jubilado permanece de pié, a veces con la ayuda de un bastón, equidistante de los otros dos mientras discurren livianas las primeras horas del día.

Ya entrada  la mañana, el banco puede transformarse en improvisado pantalán al que se allegan carritos de la compra pilotados por amas de casa, casi siempre acompañadas de críos pequeños, camino del supermercado o ya de regreso al domicilio familiar. Los críos se distraen engullendo gominolas o algún bollo comprado en la pastelería mientras ellas aprovechan para hablar de sus cosas. No es infrecuente que a esas horas arriben también a las inmediaciones del banco madres primerizas con sus bebés encapsulados en carritos de diseño o mucamas empujando sillas de ruedas con ancianos terminales en busca del sol del mediodía que, curiosamente, representan los límites colindantes del círculo perfecto de la existencia. Unos y otros van, vienen y se reagrupan en distintas combinaciones en torno al banco hasta la caída de la tarde, cuando la iluminación de bares y comercios empieza a sobreponerse gradualmente a la luz natural del día que ya se acaba.

Ahora desocupado, el crepúsculo comienza a revelar en su armazón de recia tablatura muescas, pintadas, garabatos, tarascadas y cicatrices varias. El banco exhibe su tosca simplicidad de mobiliario urbano baqueteado, acorde con la estética de gorra y camiseta de basket característica de las avanzadillas de latinos emigrados que ahora se hacen fuertes en la esquina de la calle. Sin prisa pero sin pausa, los ultramarinos toman incruentamente el banco sin resistencia ni derramamiento de otra cosa más que la de la cerveza que consumen en latas alargadas, evidentemente camufladas en bolsas de papel marrón. La pastelería está cerrada. Desde sus teléfonos móviles de última generación despliegan un eficaz escudo protector de bachata, reggaeton o merengue en un perímetro de diez metros cuadrados de acera alrededor del banco. Al socaire de su burbuja musical, los hispanos charlan animadamente, ríen y, a veces, vociferan exabruptos incomprensibles que provocan la extrañeza, cuando no excitan la imaginación, de los moradores de las viviendas cercanas que cenan sentados frente sus televisores de plasma. Ocasionalmente se detiene en la esquina algún vehículo, generalmente con los cristales ahumados, y el grupo intercambia cordiales saludos con el conductor que, a su vez, contribuye a intensificar el colorido musical con un chorro acústico de inusitada potencia que emana desde algún lugar indeterminado del interior del coche.

Al cabo de unas horas, el banco quedará otra vez vacío y en silencio, entre colillas, latas arrugadas, cáscaras de pipas y demás desechos del tráfago urbano. Es el turno de la avanzadilla de barrenderos municipales que anuncian la llegada del camión que esa noche purgará las aceras de Madrid con agua reciclada a presión.

Un coche de la Policía Municipal pasa despacio junto al banco desierto y por un momento alienta la esquina aún mojada con un vaho efímero de luz azul. Luego, se aleja calle arriba.

12 de octubre de 2010

Reflexiones sobre un cursor (o el heraldo de un dios menor)

Metamorfoseado en una cabeza de flecha aerodinámica, el cursor sobrevuela un sinnúmero de espacios bidimensionales idénticos, cálidos y luminiscentes en los que no existe inercia, gravedad o rozamiento alguno. El cursor es libre de desmaterializarse y teletransportarse al interior de los distintos compartimentos de un disco duro y, a la vez heraldo y ejecutor de un poder omnímodo, de crear, modificar o destruir lo que allí existe: de abandonar la génesis de una creación intelectual en el seno de un editor de textos y emerger en un ecosistema de imágenes catalogadas para clonar a capricho la visión de un recuerdo; o de infiltrarse a través de un atajo improbable hasta un recinto poblado por una multitud de iconos inertes y ordenados, pequeñas cajas de música que liberan su melodía obedientes al impulso silencioso de una voluntad inescrutable.

Encerrado en una caverna rectangular de dimensiones inmutables el cursor todopoderoso es capaz, sin embargo, de conjurar y atraer hacia sí una variedad inconcebible de ecos imperfectos: percute un hipervínculo cualquiera y  la pared retroiluminada de la caverna le devuelve un tapiz pixelado con la representación gráfica y multicolor de una sombra de la realidad desposeída de gusto, tacto y olfato.

El cursor percute una y otra vez, y el tapiz reverbera con los ecos imperfectos de tantos mundos como pueden caber en el mundo real: ecos ramplones de las existencias mezquinas de millones de hombres y mujeres desconocidos, ecos inquietantes de lugares devastados por la miseria, ecos del cosmos más lejano que ya fue, ecos premonitorios de las mil caras de una misma muerte, ecos explícitos de encuentros sexuales imperfectos, ecos irritantes de finanzas condenadas al desorden interesado de la especulación, ecos de meteorología caprichosa, ecos de una vida social deforme y perturbada, ecos deslumbrantes que proclaman el triunfo tecnológico de lo incomprensible, ecos categóricos de esto y de lo otro y, también, de todo lo contrario.

Frontera entre dos mundos, lo que anoche eran los pechos oscuros y pequeños de una joven oriental que por la mañana olvidó llevarse el rastro tibio de su olor bajo el edredón en mi dormitorio es ahora una sucesión ordenada de código lingüístico que emerge misteriosamente del parpadeo indiferente del cursor: código dúctil, maleable y replicable hasta el infinito, susceptible de traslación instantánea hasta los dominios de cualquier otro dios menor en un Olimpo de límites crecientes e imprecisos que podrá disponer a su albedrío de la sombra de una noche que ahora ha dejado de pertenecerme.

Encarnación visual del los ceros y unos que constituyen la fibra más recóndita de un universo artificial y paralelo en el que los seres humanos proyectan y ejecutan sus designios cotidianos, el cursor es y no es en intermitencia sucesiva y eterna.

5 de octubre de 2010

Ejercicios con palabras: El Molinón

Un bar cualquiera, en una calle de un barrio cualquiera. En mi barrio, por ejemplo. Anónimo. Permanentemente embalsamado en un halo mediocre de neón como una pátina de soledad que parece transformar a quienes se adentran en el establecimiento en clientela silenciosa, melancólica y solitaria. El Molinón es como un gran túnel cuadrado que se adentra en los bajos del edificio en el que se ubica, a pie de calle. El escaparate del bar está enteramente compuesto por una cristalera relativamente transparente, enmarcada en una estructura de aluminio arañada, de apariencia raquítica y endeble, que quizá haya conocido mejores tiempos.

Un lacónico letrero ahorcado en una ventosa informa a los viandantes que el establecimiento se halla abierto, aunque tal vez nunca nadie se haya molestado en voltearlo para indicar lo contrario. En el centro de la cristalera principal, la leyenda "Tapas y Raciones", con sus letras rojas desvaídas, cuarteadas por los contornos, se suma a la penumbra sospechosa del interior, invitando a los posibles clientes a pasar de largo, camino de otros bares que también hay en la misma acera.

El Molinón está orientado al norte, pero ello no explica la falta de luz, la mortecina desazón que acecha en su interior. En la semioscuridad del fondo, un televisor mastodóntico como un inmenso armario catódico retransmite sin descanso eventos deportivos que no parecen provocar emoción alguna a los escasos parroquianos que, sentados junto a las mesas de aluminio dispuestas consecutivamente a lo largo de la pared del bar, observan con solidaridad indiferente, como una congregación muda que honra un pacto de silencio, mientras consumen tercios de cerveza o una copa de coñac barato.

Detrás de la barra, frente a las mesas, un espejo se extiende a lo largo de la pared del local hasta morir junto al vano de una puerta tras el que se adivina un habitáculo con luz de bombilla en el que una mujer vestida con un mandil oscuro estampado con flores antiguas probablemente prepare las tapas y las raciones que se anuncian en la cristalera, y que rara vez consumen los clientes. En la parte superior del espejo a la altura de la mitad de la barra, adherido por las esquinas con pedazos de cinta aislante negra, un folio amarillento reza “Abierto desde las 6:00 hasta las 00.00 horas”, una condena rutinaria e inexorable que el dueño del local se encarga de ejecutar personalmente sin fiestas ni excepciones. El dueño del local no desentona con el resto del establecimiento y no podría afirmarse cuál de ellos es el efecto y cuál la causa del otro. Delgado y macilento, el hombre atiende diligentemente a la clientela en silencio, con un cierto aire de resignación y derrota. La ropa le cae grande.

Anodino y depresivo como sólo pueden llegar a serlo esos bares con iluminación de neón gastado, adquirido bastante tiempo atrás en alguna tienda de apliques eléctricos o en una ferretería. Bares  que no han renovado una estética impersonal, carente de ilusión, que sobreviven despojados de cualquier afecto de su propietario. Bares engendrados por una inercia de negocio fruto tal vez del desempleo a destiempo. Pura desidia utilitarista, como el hijo que lógicamente toca procrear tras las nupcias de una pareja hastiada de su relación. En realidad, el Molinón no es triste ni melancólico; ni siquiera merece el beneficio de lo lírico.

A pesar de todo, o precisamente por ello, soy cliente habitual del Molinón.

2 de octubre de 2010

Irina o la arquitectura del fracaso

Nunca llegué a conocerla, y por eso fue que no tuve más remedio que darle un nombre imaginado. Un nombre que hoy, al cabo de algunos años, apenas evoca los rasgos de la mujer joven que leía ensimismada, sentada en uno de esos bancos de piedra adosados al muro del andén del Metro de República Argentina.

Irina me robó el corazón de una forma extraña. Con la fuerza natural e inexorable de un imán arrastró involuntariamente hacia sí hasta la última esquirla mineral de sentimiento que andaba convulsa y desperdigada entre los restos del naufragio viviente que por aquel entonces era yo.

Mi libro, que también era su libro, el mismo libro raro, idéntica edición de bolsillo  e idéntica historia que sus ojos y los míos descifraban, que cada uno hacía propia a su manera.

Yo, anónimo y arrinconado tras los cristales, ahogado en una multitud indiferente de viajeros, en el interior de un vagón que, por una u otra razón, permanecía detenido con las puertas abiertas, demorando su salida. Tres metros de aire transparente entre Irina y yo, muralla invisible que con el correr de los segundos apuntalaba con mi indecisión, con el engrudo de mis miedos, hasta dotarla de consistencia sólida e insalvable. Cuando las puertas del Metro finalmente se cerraron había culminado otro producto admirable de la arquitectura del fracaso.

Pude aún observarla  por un breve espacio de tiempo, absorta en la lectura, mientras yo apretaba la frente contra el cristal con el libro desplegado sobre la corbata. Entonces todo comenzó a moverse e Irina, ya fuera de mi alcance, se fue haciendo pequeña en la distancia hasta confundirse con el resto del paisaje subterráneo bañado en luz de neón. Luego, la oscuridad del túnel.

Quince minutos después detuve mis pasos frente al mismo banco de piedra que ahora estaba vacío. Llevaba el libro en la mano para intentar explicar, decir, pretextar cualquier cosa. No fue necesario, como tampoco lo fue a la mañana siguiente ni en los días que siguieron.

Sólo he olvidado el título del libro.

26 de septiembre de 2010

Perlita

Perlita me ha mordido en la mano. En un lapso de tiempo breve, el par de segundos que me ha durado la convicción de ser más grande, más fuerte y, sobre todo, de hallarme avalado por razones humanitarias incuestionables, me ha clavado repetidas veces los caninos, pequeños y afilados, cuando intentaba rescatarla de entre las patas de la silla del dormitorio bajo la que se había refugiado desde anoche, cuando me la traje a casa.

Así que en un par de segundos la perrita y yo hemos equilibrado miedo, dolor y respeto. Eso me pasa por dedicarme a rescatar animales extraviados en el parque, pienso para mis adentros.

En el teléfono impreso en la fotocopia que arranqué de la farola no contesta nadie, ni anoche, ni esta mañana, ni tampoco al regresar al trabajo. Sujeto el móvil con la mano dolorida, que ahora noto un poco hinchada, miro hacia la puerta abierta del dormitorio y no oigo nada, pero intuyo que ella está atenta a cada uno de mis movimientos. Me acerco sigilosamente hasta el marco de la puerta del dormitorio y me asomo con cautela, agachado a ras de suelo. Ni siquiera tengo la certeza de que sea el animal que describe la leyenda debajo de la fotografía en blanco y negro: “Perdida perrita pequeña. Atiende por Perlita y es mayor y asustadiza. Si la encuentras contactar urgentemente al 639030734. Se gratificará.” Desde mi posición escruto el terreno cuidadosamente: Nada bajo las patas de la silla y la visual del resto de la habitación a bajo nivel no revela más que parquet desierto y asombrosos conglomerados de polvo dispersos e inertes bajo la cama. Dejando el sigilo a un lado me incorporo súbitamente presa de una desagradable intuición que halla confirmación inmediata en el subsiguiente y dramático cruce de miradas con Perlita, recostada sobre mi almohada, el cuello erguido y un leve balanceo nervioso de su cabeza fosca y permanentemente despeinada al tiempo que exhibe con impudicia unas encías cárdenas pletóricas de dientes cuya eficacia devastadora acabo de sufrir en carne propia. Nos miramos de hito en hito, en silencio tenso, hasta que me percato de la mancha oscura de fronteras imprecisas que parece emerger en el estampado étnico del edredón como un continente húmedo y extraño.

Apenas hemos comenzado a amagar hostilidades, Perlita ahora erguida sobre la almohada, gruñendo ásperamente y yo en plena alerta muscular, envenenado de adrenalina, cuando llaman a la puerta y se declara una tregua inopinada que interrumpe la escalada de violencia inminente.

El tipo me muestra un carné mugriento con una fotografía que pudiera ser la suya o tal vez no y se dirige a mí o tal vez no con la mirada vidriosa enfocada al fondo del salón o en cualquier caso lejos de donde yo me hallo. Lleva colgada del hombro una mochila de deportes verde que ha conocido mejores tiempos, aparentemente desinflada.

Buenos días caballero no quisiera yo interrumpirle pero yo le agradecería si pudiera usted dedicarme unos minutos de su atención gracias somos un grupo de jóvenes ex toxicómanos en proceso de rehabilitación y que hemos creado esta asociación con el fin de buscar oportunidades para reinsertarnos y volver a ser personas humanas útiles para sociedad y no volver a delinquir ni robar y llevar una vida digna y honrada y por eso yo le pediría si pudiera amablemente colaborar con nosotros mediante una pequeña ojo por pequeña que sea contri...

Un bulto peludo y gris se escurre entre las cuatro piernas como una exhalación. Las uñas derrapan y repiquetean sobre el mármol del pasillo en huida ciega hacia la puerta del ascensor. En las dos décimas de segundo que tardo en reaccionar, aparto a un lado al flaco cadavérico en plena letanía y me lanzo en pos del animal, móvil en ristre como el testigo de una carrera de relevos.

Arrinconada en la cabina del ascensor, Perlita gruñe y vuelve a mostrarme los dientes con saña mientras yo intento taponar posibles vías de escape con los brazos abiertos y las piernas semiflexionadas un poco a la manera de los guardametas en los partidos de fútbol. Por un instante retomamos el equilibrio agresivo e inmóvil de momentos atrás en mi dormitorio hasta que alguien llama el ascensor y yo me abalanzo instintivamente contra el mecanismo deslizante de la puerta de metal al tiempo que me sobreviene con lucidez devastadora el recuerdo de que la célula fotoeléctrica esta averiada. La debacle que se desata en ese momento no es fácil de describir y me resulta difícil poner orden en el caos absoluto en que se ha convertido mi vida en los últimos tres minutos: Aplastado por el impulso mecánico de la puerta del ascensor que intento en vano contener con la mano que me queda libre, mi pantorrilla se convierte en una prioridad dolorosa de primer orden porque Perlita me la está cosiendo a bocados desde el interior de la cabina sin tregua ni cuartel. Pateo ciegamente y a la desesperada  para librarme del hostigamiento del animal endemoniado mientras la puerta continua cerrándose inexorablemente sobre mí. Finalmente pierdo el equilibrio y me desplomo lentamente hasta el suelo con el cuerpo aprisionado equidistantemente entre el ascensor y el pasillo. Seguidamente tengo la dudosa oportunidad de experimentar de primera mano la sensación que experimenta un ojo humano al ser magullado por la pata de un perro en estampida. 

Providencialmente, el flaco cadavérico opta por tomar cartas en el asunto. Se acerca  y no sin cierta parsimonia limítrofe con la dejadez pulsa el botón de llamada del ascensor. Como por ensalmo la presión cede y la puerta retorna ordenadamente a su guarida en el hueco de la pared. Desde el suelo compruebo con el ojo sano que el tipo me observa sin opinar, con la mirada inexpresiva, un poco reptiliana, en la que no denoto empatía ni solidaridad de ninguna clase.

Desarbolado y humillado mascullo, no sin esfuerzo, unas muchas gracias por pura cortesía mecánica que el flaco cadavérico de todas formas no parece registrar. Acto seguido me lanzo en  carrera renqueante escaleras abajo, espoleado por una ira torrencial y vengativa en su estado más puro, rogando a fervientemente a Dios me dé la oportunidad de descuartizar con las manos desnudas a la pequeña bestia malevolente. Cuatro pisos más abajo, en el portal, no hay rastro del animal. Salgo a la calle en pleno estado de alteración disfuncional y de pronto me hallo en un escenario cotidiano en el que la existencia discurre con normalidad urbana, totalmente ajena a mi realidad truculenta y apaleada. De repente, escucho un frenazo súbito a la vuelta de la esquina, un exquisito arrastrar de neumáticos, que me colma de regocijo y esperanzas. Como puedo, recorro los escasos metros que me separan del final de la calle anticipando con una sonrisa satisfecha el justo desenlace de mi calvario de hoy e incluso me permito un detalle de caridad y condescendencia reconociendo que Perlita, a fin de cuentas, no era más que un animal ignorante de sus actos odiosos e ingratos hacia quien no había deseado más que su bien.

De regreso a casa, frustrado, dolorido, desconsolado y, sobre todo, decepcionado por lo que pudo haber sido y finalmente resultó no ser. Me encuentro con la puerta cerrada y ni rastro del flaco cadavérico. Me doy cuenta de que el móvil se ha convertido en una extensión natural de mi mano agarrotada, ahora con evidentes síntomas de inflamación preocupante. Marco el número del seguro y solicito que me envíen un cerrajero. La señorita que me atiende al otro lado de la línea me informa de que la cobertura de mi póliza no incluye este tipo de servicios si bien es posible contratar la ampliación correspondiente por un importe adicional de cincuenta euros, a lo cual yo le respondo afirmativamente y ella me recuerda que la llamada está siendo grabada, tras lo cual vuelve a pedirme confirmación, a lo que yo reitero que sí, joder, que he sufrido un accidente y que necesito, por favor, que se persone un cerrajero en mi domicilio con la mayor brevedad posible. La señorita puntualiza que los desplazamientos urgentes llevan un recargo adicional de setenta euros, Iva incluido. El párpado de mi ojo sano comienza a palpitar por su cuenta. Me siento un perdedor absoluto.

Cuando por fin el cerrajero se marcha tras haber reventado e inutilizado la cerradura con sutileza digna de un artificiero de los Tedax, hallo mi casa silenciosa y tranquila, igual que la había dejado cuando mi vida aún era normal, si descontamos la cartera, el portátil, una cámara digital y una minicadena de alta fidelidad que había adquirido recientemente contra la paga extra de verano.

Reflexiono con amargura que tal vez haya tenido suerte; quién sabe cuántos objetos más se hubiera podido tragar la bolsa de deportes verde. Suena el móvil.

- Hola, tenía varias llamadas de ese número.
- Pues, la verdad, ahora mismo no se me ocurre...
- A lo mejor había llamado usted por la perrita, pero no se preocupe, que ya la hemos encontrado. Esta misma mañana ha regresado sola a casa ella sola.
- Ya...
 
El párpado vuelve a cobrar vida propia. Noto una flojera generalizada

-La verdad es que no; ¿para qué iba yo a llamar a ese número?. Joder, la verdad es que no tengo ni la menor idea... ¿y dice usted que varias? No. No. Eso es absurdo. Completamente imposible, me acordaría porque a mí no se me olvidan estas cosas. No, decididamente no. Habrá sido una equivocación, perdone.

Cuelgo el teléfono.

Me voy al médico.

2 de septiembre de 2010

Gominolas

Las niñas fronterizas pronto cumplirán trece años. A la salida del Metro, en los bancos de los parques, en las canchas de basket, las niñas fronterizas portan bolsas de plástico que rebosan gominolas de todos los tamaños, formas, texturas y colores. Gominolas adquiridas en un Chino cualquiera de un núcleo urbano cualquiera. Dependiendo de su extracción social, las niñas fronterizas son solidarias o  mancomunadas y, de una u otra forma, cuentan con el músculo financiero necesario para adquirir, intercambiar y compartir huevos fritos, sandías, delfines, moras, cerezas, lombrices, gajos de naranja, plátanos, fresas, ositos, estrellas, botellas y una multiplicidad de formas posibles en las que pueden encarnarse estas proteicas chucherías.

Con la mirada extraviada en la pantalla de sus teléfonos móviles, las niñas fronterizas esperan al autobús o pasean despreocupadas entre los escaparates de las grandes superficies comerciales mientras engullen distraídamente gominolas amalgamadas con azorrubina, glucosa, quinoleína, fructosa, sacarosa, tartracina y otras sustancias prodigiosas que sus cuerpos en ebullición metabolizarán silenciosamente cuando la golosina haya desplegado ya toda su crueldad química en el interior de los estómagos adolescentes.

Las niñas fronterizas van puestas hasta las cejas de glucógeno, aunque nadie les hará soplar a la salida de la bolera o al final del recreo. Glucógeno que no podrán reciclar en un Punto Limpio, pero sí permutar gratuitamente por un cinturón de tejido adiposo, una papadita o un par de cartucheras. O tal vez unas tetas desproporcionadas. Eso sí, los trueques siempre al otro lado de la frontera.

30 de agosto de 2010

El misterio del niño pixelado

El niño pixelado balbucea y reivindica sus derechos como puede y si no puede -mayormente por ser menor- se los reivindican otros, aunque no estoy demasiado seguro de cuáles sean las razones que impulsan a periodistas, cronistas y demás propaladores de infundios desinteresados, mentiras interesadas y resto de verdades sin interés.

Uno puede llegar a entender, incluso a apoyar fervientemente, la manipulación digital de ciertas imágenes que de otra forma abrasarían la sensibilidad del espectador patrio, curtido en mil batallas. Pongamos, por ejemplo, un primer plano de Lara Montiel. Coincidirán conmigo en que es higiénico y beneficioso para el cuerpo social entendido como un Todo Empanao aplicar el filtro adecuado, por supuesto sin reparar en costes tecnológicos. Sin embargo, uno se pregunta qué tendrán esas caritas peponas y angelicales que las hagan merecedoras de  idéntico tratamiento.

Aportaré aquí algunas hipótesis que se me ocurren y que, ciertamente, justifican por diversos motivos la aplicación de tratamientos pixelares a la chavalada inocente:

Uno. El profesional de los medios, tras consultar su Libro de Estilo, razona con muy buen criterio que los niños no van a desear ser identificados junto a ese par de cretinos progenitores, horteras a más no poder, que venden exclusivas familiares en el incomprensible marco de un hogar familiar estéticamente desestructurado (amén de otras cojeras). Me vienen a la cabeza los vástagos de Paqui Abascal, en la actualidad mocetones de mandíbula prognática y mirada extraviada o, cuanto menos, poco expresiva: Hieráticos y bronceados en su justo punto de sol, vestidos y depilados a la moda. Al igual que la progenie de Publio Iglesias (la de primera generación), los muchachos han tenido la mala fortuna de crecer en un mundo sin Photoshop, sobreexpuestos a la curiosidad mediática y por ello se han visto abocados por determinismo social a una vida pulcrita e inmisericorde, a montar a caballo y en yate, a calzar lustrosos zapatos castellanos sin calcetines en las discotecas de moda y a copular con pivones y madrastras (a ellas me referiré más adelante). Qué bien les habría venido un correctivo gaussiano sistemático en tantos y tantos reportajes de papel couché. Por desgracia hoy, y a estas alturas, sólo cabe esperar a que Tío de la Vara haga algo por ellos.

Dos. El profesional de los medios, tras consultar su Libro de Estilo, hace proyección mental de un futuro imperfecto que juzga inexorable y, con encomiable criterio, echa mano del aerógrafo como en los mejores tiempos de Stalin y procede a difuminar el rostro del nenuco rubio con la certidumbre moral de que el pequeño Fountleroy se habría resistido con uñas y dientes (de leche) a una sesión fotográfica de césped, piscina, palacete y jardín al lado de aquella Madrastra Cazadora que al cabo del tiempo acabará seguramente chuleándole al padre toda esa fortuna que tanto esfuerzo le está costado blanquear, con grave menoscabo de su futura herencia. Sólo Dios sabe cuántas noches de insomnio disgustado, cuántos consejos de administración en blanco, cuántas Opas hostiles, cuántos desplomes y repuntes gástricos le habrá ahorrado el aerógrafo compasivo al futuro millonario.

Tres. El profesional de los medios, tras consultar el Libro de Estilo, no halla a priori nada que le impida exhibir el rostro sonriente de los alumnos de primero de la E.S.O. (promoción 2010) de los  Escolapios Marianistas en ordenada formación alrededor del Padre Narciso, a quien casualmente el profesional de los medios tuvo el gusto de conocer en Tailandia tiempo atrás en compañía de otros alegres menores aunque, por decirlo de alguna forma, fuera del contexto de los ejercicios espirituales y las convivencias. A pesar de que la fotografía en cuestión va a publicarse en el XXVI Anuario de la Revista de Estudios Sociales Marianos, que es difusión limitada, el profesional de los medios tiene en cuenta los antecedentes particulares y opta cautelarmente por posterizar (filtro Naruto) al grueso de la promoción 2010. El Padre Narciso capitanea ahora una promoción de alumnos manga.

Si mi experiencia personal sirviera de algo, opino que de haberse divulgado las imágenes de mi Primera Comunión, vestido como el Pato Donald (con pantalones), y siendo como soy un tipo con desmesurado sentido del ridículo, no es descartable que tiempo atrás hubiera decidido acabar con mi existencia, y el mundo se habría ahorrado este blog pletórico de pesimismos y subjetivismo umbilical. Por fortuna, esas fotografías languidecen en algún álbum familiar olvidado. Si algún día cometo la locura de rescatarlo y escanearlas, juro pixelarme a conciencia, como Dios manda.

28 de agosto de 2010

Certidumbres ciclotímicas



Fear is the heart of love

(Excerpt from the lyrics of "I will follow you into the dark", written by Ben Gibbard)


25 de agosto de 2010

Enfermedades modernas



Recordatorio para moteros aquejados de discapacidad emocional

Circula a buena velocidad con el visor del casco abierto. Enseguida notarás cómo se te saltan las lágrimas.

- Diagnóstico: Discapacidad emocional benigna.
- Tratamiento: Inespecífico.

Lo tuyo tiene solución: Técnicamente estás capacitado para llorar.

24 de agosto de 2010

El cine

Mil novecientos ochenta y cuatro. Recuerdo el calor de finales del verano, recuerdo que tal vez fueran las cuatro de la tarde. Yo aún tenía pelo, aunque esto no sea un recuerdo y más bien la imagen lógica de lo que yo debía de haber sido a principios de los ochenta. Basta recurrir a los mecanismos de la razón para recuperar un sucedáneo de un recuerdo de mí mismo tan bueno como el original, como esas falsificaciones impecables que le compras a los manteros en Sol. Y no ocupa lugar en la memoria.

Sé que nunca hubiera aprobado aquellos exámenes porque ese verano, con la flojera de rigor, ni llegué a sacar los apuntes del cajón al que los había relegado a comienzos del mes de mayo, confirmando así la crónica de una debacle académica anunciada.

Así que andaba yo podrido de remordimientos por las aceras achicharradas de Madrid camino del cine Río, en la frontera de Vallecas. El cine Río era una de las pocas salas que aún exhibía en su cartelera programas dobles: vestigios de una época anegada tiempo atrás por la marea de la transición y, con ella, las formas nuevas de entender y de vender -y de cobrar- las cosas, aunque el Euro quedase aún lejos.

Tengo en el salón de mi casa hipotecada una urnita de vidrio verde llena de entradas viejas de cine de distintos tamaños y colores; una urnita rebosante de actos de cobardía dispersos a lo largo de quince, tal vez veinte, años.

Yo he sido –soy- un cobarde anónimo del montón, un cobarde de esos que conviven en paz con tantos otros héroes anónimos ninguneados por la vida real. No hay exigencias en el guión de la vida –bien pensado, no veo yo que la vida deba tener un guión- que impongan el resplandor de la verdad aunque duela ni finales tristes que le importen a alguien. No hay espectadores solidarios ni control de audiencias. Dios no existe y cada prójimo va a lo suyo. Anónimamente.

Cobarde anónimo que siempre fue solo al cine. Durante mi adolescencia y mi temprana juventud no llegué a compartir películas con los que por aquél entonces eran mis amigos por la sencilla razón de que ellos no tenían dinero, y yo sí. Las novias (por fortuna) nunca me duraron tanto como para hacer de ello un ir por ir. Abandoné y fui abandonado, creo, de forma equitativa. El caso es que el hastío del otro nunca llegó a convertirse en cine. Volviendo a los amigos, había cosas más importantes en las que invertir los escasos recursos disponibles: tabaco y alcohol y, cuando se podía, drogas blandas y no tan blandas. Y yo tenía para eso y, además,  un excedente de doscientas Pesetas para costearme una butaca de patio. Lo cierto es que el sobrante de dinero me delataba -ante mí mismo al menos- como vástago descarriado de una familia más acomodada y más culta. Niñato y, a la vez, hijo único depositario de expectativas y esperanzas ajenas que por extraños (o vulgares, qué se yo) mecanismos sicológicos convertía yo en la fuente inagotable del remordimiento y de la subsiguiente búsqueda de olvido y alivio en la oscuridad piadosa de una sala de cine.

En algún momento el cine dejó de ser refugio; supongo que debió de suceder de forma gradual, pero lo cierto que es que cada vez menos lo que veía en la pantalla grande me transportaba a otra parte: Las salas pequeñas, el cine de autor, las V.O. subtituladas de mi última época como espectador ya no conseguían sumirme en el olvido de lo mío y mi circunstancia. Por algún ignoto mecanismo mental se me había acabado el chollo de vivir vidas ajenas y, con ello, las benditas desconexiones, los fundidos en negro de mi realidad. En su lugar empecé a pedir explicaciones a lo visto, a buscar claves útiles, mapas indicadores, vidas ejemplares, vidas paralelas: Instrucciones para ser valiente y vivir sin remordimientos.

Quizás llegó un momento en el que ya fui incapaz de dejar de ver el guión detrás de la historia, el armazón de la tramoya, los hilos de la marioneta. Una transición gradual a lo que finalmente se convirtió en desconfianza hostil hacia las razones del deus ex machina que ya no llegaba a hacer mías. Al cabo del tiempo la urnita verde dejo de rebosar al tiempo que las entradas en su interior se iban apelmazando, transformándose en una mera pila de cartulinas descoloridas apenas legibles.

Tal vez fue la corrupción progresiva de la sensibilidad adolescente, finalmente embrutecida por la realidad prosaica de las cosas, lo que me llevó a volver la espalda al séptimo arte. Envidio de corazón a todos aquellos cobardes anónimos que encontraron algo al otro lado de los fotogramas y fueron capaces de conservarlo. Aquellos que hoy tienen algo que agradecer  al cine. Yo no.

El antiguo cine Río, dice Internet, es ahora una sala de ensayo del Centro Dramático Nacional. Aunque hace ya tiempo que dejé de ser estudiante y también me he convertido en otra cosa -sin pelo, por cierto- sigo arrastrando las sandalias por las aceras achicharradas de Madrid un fin de semana cualquiera de finales de verano, con el cerebro encorvado por los mismos remordimientos, y ya sin refugio de ningún tipo.

Todavía voy al cine de vez en cuando. Supongo que mi ego acabó por suplantar a aquella novia mía que nunca llegó para quedarse. Supongo que el hastío se convierte en cine y el descontento en blog. Y vamos tirando.

19 de agosto de 2010

Sesenta segundos con el vampiro


Vamos a intentar clarificar para nuestros amables y discretos (por inexistentes) lectores determinadas cuestiones de interés humano y mediático que nos suscita el mito del vampiro, tan en boga hoy día. Para ello contamos con la presencia en nuestro estudio imaginario de D. Nosferatu González de Córdoba y Ponce de León, vampiro jubilado. E imaginado (así me lo imaginaba yo). - Buenas noches Don Nosferatu, como no podía ser de otra manera, je, je.
- Buenas noches. ¿Le importaría bajar la intensidad del foco?
- Por supuesto. Disculpe esta descortesía ficticia con un invitado imaginado. Y muerto, todo hay que decirlo.
- Gracias. A la vista de lo que escribe en su blog también usted parece un perro muerto.
- Bien. Una vez roto el hielo pasamos, sin más preámbulos, a la entrevista... Impresione a nuestros improbables lectores ¿Qué edad cuenta usted, Don Nosferatu?
- Treinta y cinco.
- Perdóneme, ha dicho usted...
- En realidad, casi treinta y seis. Los hago el mes que viene.
- Ya... Y, díganos, ¿cómo hace para conservarse tan, ejem, tan poco bien? Lo digo por su aspecto macilento, expresión depravada, la cara de vicio total... Da usted miedo ¿Deformación Profesional?
- Entre la fotosensibilidad extrema y la vida nocturna, que es muy arrastrada, no hay cutis que resista eso. Por no hablar de las entrevistas patéticas en condiciones de luz inadecuadas.
- Desmiéntame usted algún tópico. El que quiera.
- Déjeme pensar. Por ejemplo, tanto castillo, tanta mansión de lujo, tanta cripta fastuosa, los trajes de Milano. Todo mentira, nada de glamour. Yo siempre he vivido de alquiler: renta antigua, naturalmente. Y me paso los días haciendo tiempo muerto -nunca mejor dicho- enfundado en un saco de camping del Decathlon. El que se empeñe en dormir en un ataúd es que no sabe lo que vale una mudanza.
- No parece que vaya usted sobrado de fondos. Aparte de chupar ¿de qué vive usted?
- Tengo una pensión de jubilación que vengo cobrando desde el año 47.
- Ya va haciendo tiempo de eso...
- Se sorprendería usted de la capacidad de los funcionarios para no mover un papel; sobre todo si son papeles heredados. De todas formas, y al IPC de hoy, con lo que cobro me llega para pagarme el alquiler, el Adsl y cuatro cosillas más.
- Vivo, muerto, no muerto, medio muerto... ¿Cómo se definiría usted?
- En cierta forma, yo he tenido la mala suerte de morirme y reencarnarme en mí mismo. Vamos que no hemos avanzado nada; si acaso, a peor. Lo mío es un reventón en la rueda de la vida, que digo yo. Con los dientes largos y el alma en pena, así no se puede vivir.
- ¿Sueña?
- En realidad, no. Por el día, en el piso -bueno, en el saco- me quedo un poco traspuesto a lo sumo, como en stand-by; vamos, que no llego a desconectar del todo. Menos mal que tengo el Ipod.
- Ya, el Ipod. Y actualmente escucha...
- Audiolibros, principalmente. De autoayuda. También algo de copla y lo que me bajo de Internet. Ah, y también un curso de árabe en podcast. No se puede usted hacer idea de lo soporífero que era antes contar corderos y, peor aún, sin llegar a dormirse. Había días que con gusto me hubiera clavado una estaca entre pecho y espalda. No me cansaré de repetirlo: que Dios bendiga a Steve Jobs.
- Volvamos al tema de la fotosensibilidad, y corríjame si me equivoco, Don Nosferatu: Lo veo a usted emigrando a los países nórdicos. Días cortos, lo justito de sol y ataúdes de Ikea, je, je, je.
- Qué quiere que le diga. Supone usted mal. A la vista de su falta de imaginación casi me alegro de que su blog se mantenga en el terreno de lo impublicado. A diferencia de nosotros, que lo suyo jamás llegue a ver la luz del sol es de justicia inapelable. Olvídese usted de Escanidinavia, hombre, que yo le voy a decir dónde está el futuro: Irán, Afganistan, Siria, Pakistán y demás países islámicos de última generación.
- Explíquese, se lo ruego.
- Para empezar, no hay crucifijos ni parafernalia por el estilo, pero además, y sobre todo, está el burka. No se imagina usted el gusto que me daría poder estirar las piernas por las mañanas enfundado en el burka. Eso sí que es calidad de vida. Qué quiere que le diga: allá se pudran ustedes con su sol de España, sus modas de verano, sus iglesias y sus ajos. En cuanto pueda tramitarme un visado, aquí no me ven más el pelo.
- Aparte de lo de su pensión, cuéntenos cómo se las apaña para seguir chupando y que no se note en las crónicas de sucesos.
- Los Telechinos.
- ¿Digamelón?
- Se lo explico porque me doy perfecta cuenta de que esta entrevista es ficticia. De otra forma, los secretos del oficio no se airean así como así. En dos palabras, es tan fácil como coger el teléfono, pedirse un menú de esos de rollito de primavera y arroz tres delicias y, en su lugar, zumbarse al repartidor de turno, que como siempre es un chino del montón -vamos, igual que en las películas esas de Kárate- luego nadie lo reclama y todos tan contentos. Muy conveniente. Una gran verdad esa de que con la inmigración llega sangre nueva a este país
- Increíble. Me deja usted muerto.
- A mí también. Muerto de ganas de que termine esta entrevista.
- Concedido. Acépteme, por favor, este póster de Robert Pattinson, que en el piso seguramente le quedará de perlas. Cortesía del Blog.