12 de diciembre de 2010

After Hours

Regreso a casa un sábado de buena mañana -quiero decir, alrededor de las nueve de la mañana- sorprendido por la normalidad de lo cotidiano, como sólo puede sorprenderse el propietario de un cerebro ralentizado por los efectos secundarios de la nicotina, el alcohol y la impronta de otras sustancias tóxicas espurias (por ilegales). La luz del sol evidencia lo real en toda su incongruencia: el tráfico rodado, los semáforos, las vidrieras ahumadas de los rascacielos, la mediana edad de los viandantes. Al volante del Peugeot, me esfuerzo por reubicar mi cartografía mental interior desarbolada por las ofertas, escaparates, kioscos, superficies comerciales y cartelones publicitarios mastodónticos que flanquean los espacios abiertos del Paseo de la Castellana. El silencio en el interior hermético del coche contrasta con el incómodo zumbido que me reverbera en los oídos. Tengo sueño, estoy borracho en el sentido estricto del artículo 379 del Código Penal y, francamente, me cuesta reconciliarme con un mundo sin iluminación estroboscópica ni vasos largos con hielo con tres dedos de lo que sea ni wáteres absolutamente encharcados (salvo el altiplano de la cisterna, preservado solidariamente de humedades por la clientela para ciertas moliendas recurrentes) ni camareras sexuales a la par que displicentes con tipos alienados (y alineados) como yo.

   Me detengo en un semáforo en la encrucijada con Raimundo Fernández Villaverde, en el lateral del Paseo de la Castellana. A mi derecha escucho primero y después observo a un grupo de siete u ocho mujeres jóvenes que discuten o tal vez simplemente charlan animadamente bajo la marquesina del autobús. El revuelo de voces atipladas me alcanza como un murmullo indistinto a través de las ventanillas cerradas del coche. Por su aspecto deduzco rápidamente que se trata de nativas supervivientes de alguna de las discotecas latinas de la zona de Azca: tacones afilados, culos altos embutidos en pantalones satinados de colores llamativos, rastas, bisutería de alto voltaje, faldas abreviadas colindantes con superficies reservadas a la intimidad de las bragas, bustos en escarpa... Me concentro en la luz roja del semáforo, no obstante lo cual la visión periférica me informa vagamente de que una de las chicas se ha separado del grupo y atraviesa la calzada con paso decidido.

    La visión periférica continua informándome con escasa concisión de que alguien acaba de abrir la puerta derecha del coche. El semáforo sigue incomprensiblemente en rojo y yo acabo de entrar en cortocircuito. Cuando finalmente consigo reaccionar, una mujer de piel café con leche y rasgos nilóticos acaba de hacerse fuerte en el asiento del copiloto. Lo primero que me llama la atención es que no se ha puesto el cinturón de seguridad. Lo segundo, sus aretes plateados y la trama de venas delicadas que resalta la tersura quirúrgica de su escote ilimitado. No puedo seguir evaluando porque la nubia me espeta con voz chillona una retahíla de palabras de las que alcanzo a entender, primero “¿quieres?”, y después “¿fohiah?” y luego “¡famoss tú y yo!”, y después “fohiah, cariño”. Vuelvo a entrar en cortocircuito, aunque esta vez mi brazo derecho cobra vida propia y como un resorte ciego se abalanza en búsqueda el tirador de la puerta del copiloto que consigue abrir a pesar de que el cinto de seguridad dificulta considerablemente la maniobra. “Fuera del coche” creo que alcanzo a decir. Por toda respuesta ella vuelve a cerrar la puerta y lo que sigue a continuación es un acalorado forcejeo entre la furcia egipcia y yo por el control del sector este del Peugeot. “Que te salgas del coche ya, joder”. Un portazo contundente pone fin a la pequeña escaramuza y el coche vuelve a quedar en silencio casi al tiempo en que la luz del semáforo se torna verde. Al arrancar, desvío por un momento la mirada hacia el grupo de la marquesina y me pregunto adónde irá todo ese granel de fulanas y si tomarán todas el mismo autobús.

    A las nueve de la mañana el Paseo de la Castellana despliega un panorama de espacios luminosos, fuentes, palacetes restaurados, edificios oficiales y urbanismo obvio, de tiralíneas, que no sintoniza en absoluto con la tiniebla ni el desorden moral enrevesado en que me hallo sumido mientras conduzco. Decido que es absurdo mantener el silencio y pregunto “¿Cómo te llamas?” Mientras rebusca en su bolso responde “miamo Amelia, cariño”.

Amelia tritura un pellizco de cocaína sobre el espejito que finalmente ha extraído del bolso y después esculpe con destreza dos caballones paralelos de polvo blanco.


La canción de hoy, muy ad hoc. Yessir, very ad hoc.
Se les quiere.

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