13 de octubre de 2020

Demasiado vestidos como para dejar de soñar

Observar es juzgar. Los juicios son cosa del yo, o de uno mismo, o cualquier otra variante del lenguaje con la que intentamos contraponernos a lo otro, al resto de lo que hay. Ese yo que no puede dejar de mirar ni de pensar en lo que mira, incapaz de detener el mecanismo cognitivo que lo sustenta en medio del todo que llamamos realidad, y que es el sumatorio del yo y de “lo otro”. Afirmar “esto es amarillo” no es distinto de decir “te amo” o “anoche escuché ruidos”. Contamos con un fondo de armario más o menos extenso con el que vestir (o juzgar) las cosas que nos pasan. De hecho, vivimos prisioneros en ese gigantesco armario ropero del que salir es, en efecto, posible, aunque con la condición de salir vestidos. Somos la opinión que tenemos de lo que nos rodea. Incluso tenemos una opinión sobre nosotros mismos. Sin esas opiniones estaríamos -en sentido figurado- muertos y, otra vez, desnudos.

Desnudos como Dios nos trajo al mundo, porque Dios nos creó vivos y desnudos, igual que al resto de los animales y también de las cosas, aunque las cosas estén vivas a su manera: desnudos como el basalto, los perros y las margaritas.

Hace cuatro millones de años, un simio desnudo, ahíto después de un atracón prehistórico, se durmió encaramado al tronco de un árbol y allí, por primera vez, se soñó a sí mismo. Y en ese sueño el simio se imaginó huyendo de lo que temía o acaso alcanzando algo que deseaba. Cuando despertó de aquella siesta, el sueño aún estaba allí pero, a la vez, no estaba. Aquello que lo amedrentaba o el objeto apetecido, no eran menos vívidos que la corteza rugosa del árbol sobre la que descansaba o la miríada de sonidos que poblaban el calor asfixiante del atardecer en la sabana. El simio se sintió confundido, porque nada de lo que era capaz de percibir en aquel instante aturdido del despertar se correspondía con aquello que había soñado. A aquel primer sueño siguieron otros parecidos, y el simio, cada vez más frustrado, no acertaba, por mucho que se empeñase, a olfatear ni ver ni, aún menos, a saborear aquellos higos sabrosos que acaba de recolectar hasta que, de nuevo, surgía ante sus ojos apenas entreabiertos el techo y la penumbra ocre de la caverna. Ni rastro de todo aquello.

Un día en que se hallaba especialmente cansado y muy hambriento después de varias jornadas sin llevarse un mal tallo a la boca, errabundo bajo el sol abrasador de la estación seca en una planicie arrasada por los incendios, el simio cesó de olfatear, porque era imposible captar algo que no fuesen cenizas humeantes y restos carbonizados de la sabana quemada, y desistió también de escuchar, porque sus oídos sólo alcanzaban a discriminar, disperso aquí y allá, el crepitar monótono de brasas agonizantes y los chasquidos de las acacias yertas tras la tortura de las llamas. Por fin, dejó también de otear un panorama sin atisbo de vida comestible, devastado hasta el confín del horizonte que, al anochecer, revelaba el pulso de fuegos aún vivos bajo la bóveda de un cielo limpio e inmisericorde, obstinado en perpetuar aquella sequía interminable.

Y fue entonces cuando, exhausto y quebrantado en aquel entorno sin esperanza, el simio soñó despierto y, por primera vez, atrajo al umbral de la primera memoria todo aquello que su naturaleza animal le había negado, subyugada desde el comienzo de los tiempos al mandato férreo de supervivencia y perpetuación de su raza. Aquel sueño primigenio fue la primera derrota del imperio natural de los instintos, a la que siguieron otras muchas. El simio desnudo desarrolló la habilidad de experimentar deseo o miedo a partir de lo soñado sin una causa objetiva que lo provocase. Poco a poco, su existencia animal monocorde adquirió una dimensión paralela en la que se fraguarían las primeras ficciones que, en un futuro aún muy lejano, desembocarán en un lenguaje cada vez más complejo sobre el que se armaría la civilización hipertecnológica de nuestro siglo XXI. Aquellas ficciones constituyeron las primeras vestimentas de la raza ancestral de simios desnudos que, embaucados por los sueños primigenios, acabarían prisioneros y estresados en su propio mundo de conceptos abstractos, encapsulados herméticamente en un lenguaje incapacitante, que les impediría, hoy por hoy, reconectar con ese “aquí y ahora” tan demandado por quienes ven en la meditación, entendida como vía de renuncia al yo, la solución a todos los conflictos y las obsesiones, a toda esa tristeza inexplicable que nos aqueja. Desandar un camino de cuatro millones de años no es tarea fácil.




27 de septiembre de 2020

5G

“Latencia”. ¿Qué demonios es eso? Leía yo un artículo de prensa, posiblemente patrocinado, en el que se glosaban las virtudes de la conectividad 5G, entre las que figuraba, enigmática, la susodicha latencia. A pesar de que suelo leer este tipo de artículos en diagonal, la rareza del término hizo que la curiosidad pudiera conmigo y abrí una nueva pestaña en el navegador. Según pude entender, “latencia” es una magnitud que determina la velocidad de transmisión de la información empaquetada que se envía por las autopistas de internet. Al parecer, esta novedosa tecnología (5G) permite un incremento exponencial de la latencia y por ende una interconexión tremendamente más veloz entre las máquinas del futuro que -ahora sí, y no cuando nos lo anunciaba la canción de Radio Futura- ya está aquí. A juzgar por el artículo, el incremento de la latencia tendrá una repercusión considerable en la calidad de vida de los usuarios poseedores de artefactos capaces de interconectarse a través de 5G, lo que nos lleva a otro concepto más bien abstracto: el “internet de las cosas” que, tal y como lo entiendo yo, consiste básicamente en interconectar eficazmente automóviles, ordenadores, teléfonos, satisfyers, aspiradoras Roomba, cafeteras Nespresso, Playstation y, en fin, cualquier electrodoméstico/aparato/chisme con electrónica de última generación.

El artículo rezumaba entre líneas optimismo bienintencionado: qué felices y qué libres seremos y qué entretenidos estaremos cuando sobrevenga el 5G. El coche sin conductor nos transportará de casa al trabajo mientras reprogramamos desde el teléfono móvil, por ejemplo, la temperatura de la nevera o, mejor, teletrabajar al volante (es un decir) y aligerar el saco de marrones que nos espera en la oficina o, mejor aún, revisitar un capítulo de nuestra serie favorita mientras encargamos un Glovo o chequeamos el paradero de nuestro pedido de Amazon, y todo ello con la sensación de feliz impunidad frente a sanciones de tráfico prehistóricas. El 5G nos promete un control tecnológico absoluto y en tiempo real sobre un contingente de máquinas-vasallo entregadas incondicionalmente a la construcción de nuestra felicidad material. Me dio por pensar en uno de estos juegos de rol on-line en los que un pedazo de tierra baldía se transforma en un imperio de la abundancia a través de la administración eficiente de recursos virtuales que el jugador enganchado va adquiriendo con encomiable paciencia y, en casos extremos, a cambio de dinero real.

Pero, claro, bien mirado el asunto tiene sus claroscuros. La primera sombra: los recursos financieros. A diferencia de los juegos de rol, aquí la pasta va por delante. Digo yo que, ante todo, habrá que adquirir aparatos con tecnología de última generación. Si usted quiere ser el orgulloso propietario de una nevera-mayordomo que le enfríe los tomates en el compartimento de las hortalizas a temperatura gourmet cuando se lo requiera, ya puede empezar a calentar la Visa, porque probablemente se vaya a dejar unos buenos dineros en un refrigerador de última generación dispuesto a darle gusto desde donde quiera que se halle. Y la nevera vieja, a Wallapop o, simplemente, a la basura. Lo que me lleva a considerar la segunda sombra: el tremendo coste en recursos naturales que el planeta va a tener que afrontar desde la perspectiva de los procesos industriales involucrados, primero, en la destrucción/reciclaje de los aparatos analógicos obsoletos y, segundo, en la creación/comercialización de los nuevos: nuevos teléfonos, nuevos coches, nuevos televisores, nuevos electrodomésticos… A mí me hace bastante gracia escuchar que tal y tal novedosa tecnología es más “limpia” y mas “barata” cuando la realidad ha demostrado siempre que (i) el consumo masivo de las cosas producidas con dicha tecnología tensa cada vez más la sostenibilidad del planeta y (ii) el abaratamiento del coste de las energías limpias se verá cumplidamente compensado con impuestos o con sobrecostes que rentabilicen para los gobiernos o para las empresas privadas, según proceda, la comercialización de lo nuevo. Así que, mejor desengañarse de antemano, porque el advenimiento del 5G nos va a dejar, primero, más entrampados e, irónicamente, cada vez más sensibilizados/escandalizados ante la cuestión del calentamiento global: ¡El mundo se está yendo a la mierda y los gobiernos no hacen nada!

Nos lo merecemos por tontos o mejor dicho, por entontecidos. Tercera sombra: Creo que el adocenamiento y la ausencia de pensamiento crítico es uno de los subproductos de la creciente tecnologización de nuestras existencias. Si ustedes piensan que la hipercomunicación que vendrá con el 5G nos hará mejores como personas o como colectivo social, desengáñense. La otra gran falacia del progreso tecnológico, pregonada sistemáticamente desde todas las instancias del sistema es el ahorro del tiempo; la simplificación -cuando no la erradicación definitiva-, gracias a los deslumbrantes avances técnicos, de tareas odiosas que plagaban nuestra existencia cotidiana. La falta de tiempo es la principal responsable de una sociedad estresada, egoísta y encabronada con el prójimo, esclava de su trabajo e incapaz de generar espacios de calma y reflexión en los que podamos ser felices, comer perdices y darle un beso a la abuela. No hace falta que les diga que todo ese tiempo supuestamente liberado lo vamos a desperdiciar (i) consumiendo compulsivamente a través de la red, (ii) aprendiendo a gestionar lo consumido hasta el absurdo, (iii) quebrándonos la cabeza para solucionar las incidencias de mantenimiento de los nuevos productos inteligentes derivadas de dicha gestión y (iv) trabajando con mayor denuedo si cabe para alcanzar, a costa de nuestras nóminas, nuevos horizontes tecnológicos, siempre en expansión, cada vez más lejanos e inabarcables, en los que mora La Gran Zanahoria Mecánica de las leyendas del futuro. En definitiva, dilapidaremos lastimosamente el tiempo ahorrado indagando sobre cómo habilitar el modo nocturno en Whatsapp, optimizando la visualización de nuestras estadísticas cardíacas en el Smartwatch, videocontrolando el tedio y las persianas de nuestra casa vacía o seleccionando un Glovo, dos Glovos, tres Glovos con esto, aquello o lo de más allá: la construcción del Yo Sibarita del siglo XXI precisa de cantidades indecentes de tiempo y de dinero.

El 5G aportará también, y sin duda, su granito de arena a la disociación progresiva entre cuerpo y la mente en favor de esta última, que resulta ser un rasgo característico de las civilizaciones superiores, al menos en las novelas de ciencia ficción. Salvo que sea de pago (gimnasio, entrenador personal, fisioterapeuta, rutas organizadas, material deportivo de precios astronómicos...), la cosa motriz cada vez tiene peor encaje en nuestro mundo de hoy: levantarse del sofá, subir unas escaleras, caminar hasta el centro de salud, permanecer de pie, portar una mochila con libros, cerrar el maletero del coche, cargar con las bolsas de la compra y, por lo general, la interacción cotidiana con el mundo físico está cada vez peor vista: se considera otra de esas pérdidas de tiempo y de energía y, por tanto, terreno óptimamente abonado para la siembra de cachivaches futuristas: “Alexia, enciende la luz y ponme el Teletienda de Luxe y caliéntame el sofá a 35º, luego llama al médico de Sanitas que la puta espalda me está matando”. Lo que empezó con el mando a distancia de la televisión y las ventanillas de los automóviles, degeneró en tendencia gracias a la natural pachorra del ser humano, y ha acabado convirtiéndose en una verdadera plaga de automatismos innecesarios que nos está transformando en una raza de valetudinarios con preocupantes deficiencias mentales.

En definitiva, sedentarismo consumista de encefalograma plano por la senda del 5G. Pues eso, la latencia. Y las tecnologías que vendrán.


13 de septiembre de 2020

Ciudadanos Putrefactos

Estoy podrida con la mascarilla” me dice una amiga mientras paseamos cuesta arriba por la calle Atocha. Mi amiga se fuma un cigarro liado y, por automatismos de la conversación, dejo de ignorar que la llevaba puesta. Noto las gotas de sudor en el labio superior y la respiración estanca, caliente. Pienso que también yo estoy podrido con esta situación, podrido con toda la batería de medidas cosméticas, inútiles, con las que los poderes políticos intentan salvar la cara frente al electorado a costa de putrefactar la vida diaria de los ciudadanos. Los medios de comunicación afines al poder se encargan de avalarlas estadísticamente y, también, científicamente, y los de sesgo contrario se rasgan las vestiduras por la insuficiencia o el destiempo de las mismas, e igualmente manejan estadísticas -aunque otras- e informes de expertos epidemiólogos más acordes con su visión más catastrófica de las cosas. Los telediarios seleccionan con precisión quirúrgica en sus reportajes, bien a los corifeos que mejor ilustran la noticia televisada o bien a los indignaditos de laboratorio que claman al cielo porque la medida no soluciona su peculiar problema. Vaselina mediática, en fin, para que el grueso de los ciudadanos de a pie se trague sin rechistar y doblada la medida en cuestión. Y a estas alturas del verano todos un poco más podridos con las mascarillas puestas en los espacios abiertos y sin poder fumar, y diciendo amén Jesús a los confinamientos selectivos decididos por alcaldes que se la cogen con papel de fumar, por si las moscas… Se me ocurre que toda esta situación, en el fondo, no es más que uno de esos sueños de la razón que ha devenido en una pesadilla en la que se mezclan desinformación, miseria política y mínimos de inevitabilidad a partes iguales. La pandemia es real, como también lo es el cómputo del muertos que arrastra: una cifra mareante en términos absolutos pero, a mi modo de ver, insignificante si la consideramos en términos relativos y a escala planetaria. Con ello no quisiera restarle importancia a los fallecidos por coronavirus del primer mundo (aunque también tengo la desagradable impresión de que, a la vista del dengue, ébola, malaria y otras epidemias rampantes al otro lado del muro de la riqueza, nuestro querido primer mundo es un colectivo social acomodado y moralmente flexible que canta sin despeinarse aquello del riega, riega, la manga riega y aquí no llega). Una simple consulta en la web nos informa de que la cifra de cánceres diagnosticados en España en 2020 probablemente alcance los 277.394 casos, y que en 2018 fallecieron por esta enfermedad en nuestro país 112.714 personas. Y lo dejo ahí: no trato de reconducir esta descomposición anímica que nos aqueja a la batalla de las cifras porque a mí, a partir del cien, las cosas se me empiezan a enturbiar y, más allá del mil, todo se convierte en un reto insoportable para la imaginación, y ya no me queda más remedio que confiar o no en el broker de estadísticas que intente convencerme de que la cosa va bien o mal, según los casos.

Me pregunto en qué momento de toda esta historia se ha perdido el sentido común, la intuición y las facultades críticas y de observación propias. A eso, algunos le llamarán subirse al monte de la propia ignorancia y desde ahí atisbar el panorama, pero lo cierto es que, considerando la evolución de la pandemia, (que es una, grande y, a lo que parece, libre) a lo largo de los meses, y vistas las distintas estrategias de contención -casi siempre contradictorias- adoptadas por los gobiernos en los diversos países, y visto el mundo distópico amplificado a golpe de noticia chusca por medios de comunicación supuestamente serios (el botellón de la juventud contagiadora, la surfera con coronavirus, los satánicos negacionistas, el positivo en el colegio de la infanta, el embaucador de la lejía, la boda de los infectados, la mascarilla superventas de Zara, las fiestas de la Covid, Naomi Campbell vestida de marciano, las paparruchas de Donald Trump…) y también vistas todas esas macrocifras erráticas y volubles, al menos a mí no me ha quedado más remedio que juzgar las cosas por mis propios medios y desde el pequeño rincón del mundo en el que me ha tocado vivir.

Ya desde el comienzo de la pandemia en el mes de marzo, me dio por pensar que dónde demonios podía encontrar yo gel hidroalcohólico y mascarillas, cosa que me resultó poco menos que imposible en pleno confinamiento. Curiosamente, el gobierno no hizo de la cuestión caballo de batalla (i.e. advertir a la población de la obligatoriedad, centrar el foco del debate en las virtudes frente al contagio) hasta casi cuatro meses después, cuando las mascarillas y los geles desinfectantes ya estaban disponibles en los estantes de las grandes cadenas de supermercados.

Creo darme cuenta de que esta lógica implacable de las cosas a toro pasado halla un encaje perfecto e idéntico con el asunto de la realización de las pruebas PCR, que probablemente se generalice para el grueso de la población a través de los centros de salud en un par de meses, momento en que presumiblemente el Gobierno, a través de plúmbeas comparecencias a cargo de Salvador Illa o de Fernando Simón en vivo y en directo a la hora de comer (lentejas con estadísticas, filete con estadísticas y postre o café con estadísticas), informará a una ciudadanía cada vez más desgastada y apática de las virtudes del diagnóstico previo como arma de lucha contra la pandemia y nos anuncie la necesidad de dictar normativa a todos los niveles al respecto, y la obligatoriedad de someterse a los test. Modestamente opino que, al tiempo en que se inició entre los países la carrera para hallar la vacuna, debiera habérsele otorgado mucha más relevancia (y fondos europeos sobre todo) a las investigaciones encaminadas a crear pruebas de detección preliminar masivas, baratas y fiables en lugar de desperdiciar tanta munición legislativa y mediática en amargarnos la vida a todos y, por ende, mandar al carajo a la economía. Han pasado seis meses y muchos muertos desde que empezó todo esto, y resulta que es a estas alturas de la pandemia cuando desde las instituciones se empieza a planificar la aplicación de PCR a grandes colectivos.

Hoy día, y para vergüenza de la profesión, todo medio de comunicación que se precie está al acecho de la noticia esperpéntica, del cotilleo de calidad y de la necrológica de portada. Pensemos en Pau Donés (cáncer), en Jota mayúscula (infarto) o en Joaquín Carbonell (73 años). No hace falta echar mano de la hemeroteca para afirmar que al Cuarto Poder no hay prohombre finado que se le escape. Siendo esto así, me doy cuenta de que, salvo los ancianos ilustres, no parece haber famosos fallecidos a causa del coronavirus: Irene Montero, Pedro Simón, Díaz Ayuso, Boris Johnson, Jair Bolsonaro, Diego Pablo Simeone, Tom Hanks, el Príncipe Carlos, Antonio Banderas, Flavio Briatore, Silvio Berlusconi, Plácido Domingo, Esperanza Aguirre, Idris Elba, Santiago Abascal, Ana Pastor y sigan contando. Si cualquiera de los anteriormente enumerados hubiera pasado a mejor vida, no hay duda de que nos enteraríamos de la noticia por los periódicos. Si tenemos en cuenta que el conjunto de todas estas personas, en atención a su sexo y diferentes edades, representa una suerte de muestra estadística del conjunto de la población, ello nos puede dar una idea aproximada de la letalidad real de la pandemia. Tengo la impresión de que si desde un primer momento se hubiese aplicado tanto cacumen y esfuerzos, tantas medidas y tanto despliegue mediático para proteger a nuestros mayores, las verdaderas víctimas de la pandemia, como el que se está demostrando a la hora de organizar la vuelta al colegio de los críos, a lo mejor -sólo a lo mejor- se habrían salvado unos cuantos en las residencias. Que no es lo mismo que el muchacho repita curso que se nos muera la abuela. Vamos, digo yo.

Y aquí les dejo, podrido y cabizbajo, como mi amiga (que para más inri, tiene un bar), a la espera de que algún gerifalte avispado de la industria textil con el aval de un estudio científico contundente, demuestre que, a diferencia del algodón, las licras no retienen las miasmas de la Covid. Y todos vestidos de superhéroes.


28 de agosto de 2020

La pólvora del rey

 

Empiezo a escribir esto y dudo. Pienso si realmente es necesario, si hace falta echar más pulgas al perro flaco. Pienso si es valiente, si es moral. Pienso si así cualquiera. Reflexiono y concluyo que la cuestión ya tiene defensores y detractores irreconciliables, cada cual con su argumentario de cafetería, cada quien con su visión particular de la Historia, más o menos informada, eso da igual, porque en el fondo cada cual tiene su forma de ser afín o contraria a lo que representa la institución y, sobre todo, y aunque nadie quiera confesarlo, en cuanto a las ventajas e inconvenientes implícitos en el cargo (iba a decir en el ejercicio del cargo, pero lo he pensado mejor). En realidad, el meollo del debate que reflejan los medios de comunicación resulta bastante ramplón y, a la vez, chusco: el monarca caza elefantes en África, al monarca le regalan un yate, el monarca oculta los dineros fuera del país, el monarca esquía, navega, come, fornica con sus amantes de postín… En definitiva, un clásico al alcance de las entendederas de los ciudadanos de todas las cataduras políticas ¡El monarca vive como un rey! ¡El monarca dispara con la pólvora del rey!

Estoy de acuerdo con quienes consideran que las circunstancias antes mencionadas son prerrogativas implícitas en el ejercicio cargo, siempre y cuando se dé por hecho que un rey reina y, además, gobierna. Aceptar que un rey pueda sudar de facto la camiseta por su país es atribuirle, en primer lugar, un gran poder y, naturalmente, y en segundo lugar, una gran responsabilidad.

Es natural, hasta me atrevería a decir que moral, que las aspiraciones del ciudadano de a pie no desentonen con lo que hasta el día de hoy se sabe de la vida y milagros del emérito. No hay más que pensar en los jugadores de fútbol, cocineros, empresarios y otros hombres y mujeres de pro con gran predicamento social en los tiempos actuales: que levanten la mano quiénes no posean embarcaciones, amantes, mansiones y cuentas corrientes en lugares exóticos (merced a una planificación fiscal adecuada). Quien esto escribe no considera un mal plan los safaris (fotográficos) en Bostwana con amante de pago y el Todo Incluido. Que levante la mano quien no quiera ser hijo de Julio Iglesias.

Claro que, hoy, el rey reina, pero -tengámoslo presente- no gobierna. Hoy, reinar en sí mismo, consiste en no hacer nada ni decir nada que no sea seguir escrupulosamente las pautas del guion que un negro, acaso un sindicato de negros, confecciona entre los bastidores de la Casa Real, una temporada detrás de la siguiente. Así vistas las cosas, cualquier hijo de vecino podría ser rey pero, sin embargo, no cualquiera podría cantar como Julio Iglesias.

En resumidas cuentas, la institución, por definición, carece de mérito alguno que, según una concepción determinada de la vida, la haga acreedora de los privilegios de que disfrutan o pueden disfrutar quienes ostentan -pero no ejercen- el cargo. En cuanto vienen mal dadas el emérito se refugia en Abu Dhabi y yo me inclino a pensar que, de haberse torcido las circunstancias tras el discurso televisado del 23 de febrero de 1981 (que obviamente él no escribió), no otro habría sido su exilio dorado. El rey no es Julio Iglesias ni tampoco habría sido Salvador Allende.


The first king was a successful soldier;

he who serves well his country

has no need of ancestors

19 de agosto de 2020

Utilidad Marginal Decreciente

 

Copio y pego: “Se entiende por utilidad marginal de un determinado bien el aumento (o, en su caso disminución) en la utilidad total que nos supone el hecho de consumir una unidad adicional del mismo”. Y sigo copiando y pegando: “La ley de la utilidad marginal decreciente es una ley económica que establece que el consumo de un bien proporciona menor utilidad adicional cuanto más se consume [...]. Se produce una valoración decreciente de un bien a medida que se consume una nueva unidad de ese bien”. La cosa tiene bastante más ciencia detrás, pero a mí me faltan las fuerzas para seguir estudiando la cuestión y, como imagino se habrán dado cuenta, polvorientos Improbables, este blog es de superficie, y quien esto escribe carece de cualificaciones profesionales, carisma o habilidades que confieran peso y seso a las opiniones aquí vertidas pero -hey- al presidente de los EE.UU. le sucede lo mismo, y ahí lo tienen, opinando de casi todo un poco, como los contertulios de los programas de televisión. Como los jugadores de fútbol. Como los influencers. Entiendan que me dé por indultado. Así que, se me ocurre que, a la vista de las leyes macroeconómicas anteriormente citadas, la sociedad de consumo, el tejido industrial que alimenta bocas, engorda bolsillos y mueve los dineros del mundo se sostiene -cada vez más a duras penas- sobre este principio de utilidad marginal decreciente, en connivencia con la estupidez humana, la ciencia de los números y, más en concreto, la estadística porcentual. Convendrán conmigo en que uno es menor que dos y, a partir de ahí, y por idéntica lógica matemática, diríamos que 1 < 1,000000000000000001. Si saltamos de las matemáticas a la filosofía aplicada al mundo que nos rodea, podremos afirmar que más es mejor: 2 x 1 (luego dos mejor que uno); 3 x 2 (luego tres mejor que dos y, en caso de que ello no fuese del todo cierto, nada mejor que apuntalar el argumento con aforismos tramposos: lo que abunda no daña, corriendo un tupido velo sobre el sobrante: cuando no es mal o cizaña.

En un mundo en el que la tecnología es reverenciada como un dios, los mercaderes teledirigen nuestros hábitos de consumo en función de la supuesta excelencia tecnológica de las cosas y nos la cuelan doblada con la promesa tácita de que la versión 2.0.1.1.9.32 de este o de aquel cacharro nos hará inmensamente más felices que la versión 2.0.1.1.9.31, ya se encargan los publicistas de adornarlo con la matemática y la ciencia que corresponda: nueve de cada diez dentistas, el coeficiente de impacto y absorción en la pisada, cuatro coma noventa y nueve litros a los cien kilómetros, ofertas a 1,99 € (antes a 2,00€), procesador de ocho núcleos, ahora hasta 500 gb por segundo, compresa de triple capa y triple absorción, sistema de doble cámara con sensor principal angular de 12 megapíxeles, colchón viscoelástico con tecnología cooler ... Querido ciudadano del mundo, no es extraño que después de tantas sesiones de televisión-basura, tránsitos cotidianos por calles empapeladas de reclamos publicitarios, cookies delatoras de tus preferencias de consumo, se te pongan los dientes largos y pienses que lo que tienes aquí y ahora es una puta mierda y que lo bueno, lo verdaderamente bueno, está por llegar. Y además, si los dineros no te alcanzan, para eso está, (ejem) Cofidis.

Lo maquiavélicmente perverso de todo ello es que no estamos locos, que sabemos lo que queremos, y que vivimos nuestras vidas igual que si fuera un sueño en el que la quiebra de las leyes de la lógica, los límites anestesiados que separan lo bueno de lo malo, la aceptación resignada de insensatez y la necedad son parámetros normalizados que definen nuestras vidas desde que nos levantamos hasta la hora de dormir y soñar sueños de verdad.

Así que, naturalmente, no les voy a contar nada que no sepan: la utilidad marginal de cada consumo adicional del mismo bien es cada vez menor. A pesar de lo que les hayan contado en la superproducción publicitaria, con su nuevo (y caro) teléfono seguirán reenviando los mismos memes y extraviando en el abismo de la tarjeta memoria aquellos selfies (de calidad aún más extrema), mantendrán los mismos intercambios (prescindibles en su mayoría) con sus contactos y perderán el poco tiempo libre de que disponen gestionando las opciones de sus apps de banca. Y no les quepa duda de que volverán a morder el anzuelo cuando compren su próximo teléfono móvil (más caro) cuya utilidad marginal será incluso, menor aunque sea plegable.

De la ventanilla con manivela manual nos pasamos al aire acondicionado y, de ahí, al climatizador, y, salvo que la tecnología industrial de la automoción nos depare un sistema de acondicionamiento ozonizado o con propiedades viricidas adaptables a según qué pandemia se halle en boga, esa vía muerta de la utilidad marginal decreciente será sustituida por la de la hiperconectividad, cada vez mayor, hasta que, ¡oh, maravilla entre maravillas! podamos ver una serie de Netflix, jugar despreocupadamente al Fortnite o (para los transgresores extremos) fumar un cigarrito culpable en los desplazamientos a la oficina.

Por desgracia, la Pachamama ha sufrido bajas considerables, ya que por la senda de la utilidad marginal decreciente o, mejor dicho, en sus cunetas, se nos han extraviado toneladas y toneladas de residuos metalúrgicos, derivados plásticos y circuitería industrial inservibles sobre cuyos sedimentos, como en especie de orogénesis, se yergue una montaña de chatarra formidable. Y en la cumbre de esa montaña de chatarra podemos ver a Elon Musk enarbolando la bandera del progreso, reivindicando un mundo más limpio, más sostenible, mejor.

Colón lavaba más blanco. Hurgo en la memoria y se me vienen a la cabeza conceptos como “blanco nuclear” (¡!), “triple poder blanqueador”, “blancura sin rotura”. Probablemente haya muchos más. Una vez agotada la utilidad marginal implícita en el color blanco, a alguien se le debe de haber ocurrido iniciar una cruzada publicitaria en defensa de los restantes colores ninguneados, y como nos hallamos en una sociedad inclusiva, hasta el negro, sinónimo de sucio en el imaginario colectivo, tiene su espacio en el mundo de los detergentes. Donde una vez hubo una humilde pastilla de jabón Lagarto, solitaria en su bacinilla de plástico verde en el armario debajo del fregadero, apareció después la caja de cartón con detergente en polvo que luego evolucionó hasta el tambor imperial de cinco kilos. Siguiendo los dictados de la utilidad marginal decreciente, el armario de debajo del fregadero tuvo que organizar el espacio para acomodar un botellón de detergente líquido genérico, otro (generalmente más pequeño) especial para prendas delicadas, además de los botellones opcionales especializados en manchas rebeldes, ropa de colores, prendas deportivas pestilentes y, por supuesto, el magnum de suavizante (por cierto, otro exponente de la utilidad marginal decreciente de las cosas). Lo gracioso de todo ello es que la ropa nos dura, por puro aburrimiento, dos telediarios, y los contenedores de la Humana y organizaciones similares no dan abasto para reintroducir en el ciclo del mercado los desechos de la cultura del shopping.

Consulto en la Wikipedia por curiosidad quién es autor (o autriz) del concepto, y al parecer se trata de la primera de tres leyes enunciadas por Hermann Heinrich Gossen, al que desde aquí testimonio mi agradecimiento al tiempo que presento mis disculpas, por haberlo empleado en vano, porque seguramente lo hasta aquí escrito no es más que el producto de mi apresurada -e interesada- interpretación osada de cosas de la ciencia con dos rombos.

Ya concluyo. Me acuerdo del astronauta pisando la luna por primera vez, y pienso, llegados a este punto, que los pasitos tecnológicos, cada vez más cortos, del ser humano quedan transmutados, por obra y gracia de esta especie de matrix publicitaria en la que nos hallamos inmersos, en grandes saltos para la humanidad. Mientras tanto, un maniquí atraviesa el espacio sideral al volante de un Tesla Roadster. Cuanto más lejos, mejor.


10 de agosto de 2020

Perseidas

 

 

 

                                                    

Perseida fugaz,

contrapié de un deseo

aun por estrenar

 

 

 

7 de agosto de 2020

Influencers

Siempre que cruzo la Puerta del Sol acabo fijándome en ellos: Super Mario, Minnie, Bart Simpson y otros engendros diseñados para consumo de niños y adultos idiotizados por la industria del ocio. Muñecos elefantiásicos de peluche descolorido que deambulan por la plaza con un humano de corta estatura asfixiado en su interior. También están los cuerpos atrapados entre dos tablones gigantes que proclaman la compra y venta de oro a precios imbatibles, que me recuerdan vagamente a los naipes del cuento de Alicia. Soy víctima de mis automatismos cognitivos e, indefectiblemente, pienso: vaya trabajo de mierda y vaya vida de mierda.

Siempre que paso por delante de la sucursal de una entidad bancaria acabo fijándome en ellos: Rafael Nadal, Pau Gasol, Fernando Alonso y otros tantos deportistas patrios cuya imagen, gracias a la asombrosa alquimia del marketing, se ha asociado con éxito a hipotecas, cuentas-nómina, créditos por emprendimiento y otros productos diseñados por los bancos con el último propósito de triunfar en la pugna por amorrarse a las nóminas de los ciudadanos de bien, admiradores confesos de las gestas deportivas de estos (copas, medallas, premios y demás honores) e inconfesos de las extradeportivas (yates, mansiones, bodorrios, y demás lugares comunes de la vida glamourosa). De nuevo atrapado por mis procesos automáticos de pensamiento, me indigno ante la naturalidad con la que todos aceptamos esta especie de intrusismo profesional en la que la reputación deportiva se convierte en aval de la solidez y fiabilidad de un producto financiero complejo. Antes de dejar atrás la sucursal imagino por un momento a Ana Botín protagonizando una campaña veraniega de promoción de productos Decathlon e, indefectiblemente, pienso en qué momento nos adocenaron y, a continuación, sufro una mini crisis existencial de secuelas transitorias.

En mis idas y venidas por internet a lo largo de los años, he ido construyendo una especie de cosmovisión paralela, la percepción de una realidad virtual complementaria de la realidad real. En sus comienzos, internet se me figuraba como un universo extraño en expansión constante que parecía no tener fin, pletórico de sorpresas, vueltas de tuerca inesperadas, piruetas tecnológicas deslumbrantes. En su día, todo aquello se me aparecía tan ideal y democrático, tan bueno, que no podía ser verdad y, en cierto sentido, daba igual si considerábamos lo verdadero como una cualidad de la realidad física... Una utopía feliz por oposición a las miserias tangibles de la vida cotidiana. Para mí, internet era un putiferio feliz e inabarcable en el que cada quien hacía de su capa un sayo. Durante algunos años aquello fue libertad sexual y plátanos para todos, pero luego aquel vasto universo comenzó a experimentar una fase de contracción-putrefacción inexorable, y acabó transformado en la aldea global degradada por la que transito en mis tiempos muertos de cada mañana.

Entre otras muchas plagas, la web está especialmente infestada de publicidad a la que resulta imposible sustraerse. Por poner un ejemplo, las noticias en los medios de prensa no son ya más que franjas estrechas flanqueadas de contenidos publicitarios teledirigidos, como regatos de información que a duras penas discurren entre un vertedero de anuncios contaminantes. La denominada “monetización” publicitaria está a la orden del día, y parece haberse convertido en un modo respetable de subsistencia al que aspiran youtubers, tiktokers e instagramers de todos los pelajes y condiciones que probablemente tengan como denominador común la aspiración de apartar la miseria a un lado haciendo lo que les gusta -o lo que no les gusta- pero todo bajo el imperio de la todopoderosa ley del mínimo esfuerzo. En el fondo, no es más que una variante del crea fama y échate a dormir en su versión 2.0, y que halla su exponente más notorio en la figura del influencer que, a través de sus seguidores, alimenta su caché en términos de monetización publicitaria. El (o la) influencer al uso no necesita ya sudar la jornada embutido en un muñecote de peluche ni tampoco haberse labrado una reputación previa dando patadas a un balón o emborronando cuartillas, que igual da. Lo importante a la postre es el cascoporro de seguidores que estén dispuestos a opinar sobre su vida, hurgar en sus miserias y -ahí está el meollo- consumir lo que el hombre anuncio consuma en un acto de empatía perversa probablemente estudiado hasta sus últimas consecuencias por sociólogos, psicólogos y escuelas de negocio. Todo influencer que se precie ha alcanzado el divino estatus de hombre o mujer anuncio, cuyo único y sencillo requisito es ser vos quien sois y del resto ya se encargan los poderes en la sombra que lo mismo le escriben un discurso al rey que colocan a Belén Esteban en la portada de un libro de recetas de cocina (esto último visto hoy, al pasar junto a un quiosco de prensa) .

Así que cada vez que deambulo por internet a tontas y a locas, me detengo a observarlos detrás de sus hipervínculos, a los influencers que, sin oficio pero con mucho beneficio, se llevan a media humanidad al huerto o, como se dice ahora, lo petan en una web que cada vez arde o se contagia o se indigna con mayor facilidad por un quítame allá esas pajas, por unos pelillos a la mar que no van a ninguna parte, aunque, visto lo visto y oído lo oído y leído lo leído, esa parece ser la trayectoria general del mundo. Sigamos consumiendo y a otra cosa, mariposa.





27 de julio de 2020

Una redacción escolar

Se llama Roberta, forma parte del selecto Club de los Artefactos Perfectos ideados por el ser humano: un martillo, una cafetera italiana, tal vez un libro y, desde luego, una bicicleta. Mi bicicleta -ya lo he dicho- se llama Roberta, y es de color negro mate. Carece de marcas distintivas o seriegrafías agresivas. Simple, discreta y elegante, Roberta calza llantas plateadas, aunque no bruñidas, cubiertas de goma negra ni muy gruesas ni muy delgadas, y en la parte de arriba un asiento de cuero oscuro con remaches de cobre, un poco pijo, no apto para según qué tipo de culos. Apenas dos cables interrumpen la austeridad rectilínea de sus formas. Sin piñones, desviadores, pastillas de freno ni otros mecanismos expuestos a la vista, se podría decir que es una máquina pudorosa. El manillar, rematado por puños encintados en cuero negro a juego con el sillín, dibuja un arco suave que le confiere un cierto aire retro-deportivo, aunque por supuesto no es una bicicleta diseñada para la competición. Sólida, hermosa y funcional, quise a Roberta lejos de talleres, ajustes y mantenimientos, al igual -supongo- que hubiera querido yo verme lejos de hospitales, médicos y burocracias sanitarias. Me acompañó al trabajo a diario durante los últimos tiempos de mi vida profesional de corbata y nómina, y también después, en mis otros desplazamientos por Madrid. A día de hoy, y salvo un par de pinchazos, Roberta ha demostrado una resiliencia digna de aplauso. Tan es así que esta mañana (por eso se me ha antojado escribir esto) la he llevado por primera vez en ocho años a un mecánico de bicicletas que, tras examinarla a fondo, le ha recetado unas gotitas de lubricante en la cadena y, extraño en estos tiempos que corren, no me ha cobrado nada. Se me ocurren dos cosas ahora mismo: La primera es que, de haber sido Juan Ramón Jiménez, habría podido comenzar este texto tal que Roberta es pequeña, peluda, suave... La segunda es que, como obviamente no soy Juan Ramón Jiménez, y dadas las considerables limitaciones/discapacidades que padezco en estas cosas del escribir, esto bien podría ser una redacción escolar; uno de esos tópicos que el maestro o la señorita de turno encargaban escribir a los niños, sin duda para rellenar la hora que duraba la clase de lengua. Sea como fuere, quede en la nube y, por tanto, para la posteridad, que una vez fui orgulloso propietario de una bicicleta de color negro mate, que se llamaba Roberta, y que por pertenecer al selecto Club de los Artefactos Perfectos sobrevivió con holgura a su dueño, que sucumbió, como sucumben todos, a la maldición de los hospitales, médicos y demás burocracias hospitalarias. Memento mori.


23 de febrero de 2020

¿Hace ya casi un año de todo aquello?

Realmente no tengo nada que contar. A veces temo que este Blog se averíe de no usarlo, como un coche con pocos kilómetros aparcado y polvoriento en la plaza de garaje de alguien que se murió sin familia ni amigos ni nada. Hace casi ya un año de todo aquello y aunque es verdad que todo ha cambiado, todo sigue, en cierta forma, igual: la misma playa, el mismo mar, los mismos bares en invierno. Curro Jaramago sigue sonriendo a quien quiera mirarlo, con un palillo en la boca, sentado en su sillita de tijera al lado del río. Y Curro Jaramago es inasequible al desaliento porque, después de todo, no es más que una estatua de bronce. Las rutinas del expatriado, a veces placenteras y otras asfixiantes. Es verdad, dejé de escribir cartas hace ya tiempo. Bebo menos, leo menos. Duermo más. Me duelen más los huesos; el caso -supongo- es cambiar unos dolores por otros, pero algo tiene que doler. Si publico, es porque algo me tiene que doler, porque aún no he aprendido a ser como Curro Jaramago. Estoy en ello.