13 de septiembre de 2020

Ciudadanos Putrefactos

Estoy podrida con la mascarilla” me dice una amiga mientras paseamos cuesta arriba por la calle Atocha. Mi amiga se fuma un cigarro liado y, por automatismos de la conversación, dejo de ignorar que la llevaba puesta. Noto las gotas de sudor en el labio superior y la respiración estanca, caliente. Pienso que también yo estoy podrido con esta situación, podrido con toda la batería de medidas cosméticas, inútiles, con las que los poderes políticos intentan salvar la cara frente al electorado a costa de putrefactar la vida diaria de los ciudadanos. Los medios de comunicación afines al poder se encargan de avalarlas estadísticamente y, también, científicamente, y los de sesgo contrario se rasgan las vestiduras por la insuficiencia o el destiempo de las mismas, e igualmente manejan estadísticas -aunque otras- e informes de expertos epidemiólogos más acordes con su visión más catastrófica de las cosas. Los telediarios seleccionan con precisión quirúrgica en sus reportajes, bien a los corifeos que mejor ilustran la noticia televisada o bien a los indignaditos de laboratorio que claman al cielo porque la medida no soluciona su peculiar problema. Vaselina mediática, en fin, para que el grueso de los ciudadanos de a pie se trague sin rechistar y doblada la medida en cuestión. Y a estas alturas del verano todos un poco más podridos con las mascarillas puestas en los espacios abiertos y sin poder fumar, y diciendo amén Jesús a los confinamientos selectivos decididos por alcaldes que se la cogen con papel de fumar, por si las moscas… Se me ocurre que toda esta situación, en el fondo, no es más que uno de esos sueños de la razón que ha devenido en una pesadilla en la que se mezclan desinformación, miseria política y mínimos de inevitabilidad a partes iguales. La pandemia es real, como también lo es el cómputo del muertos que arrastra: una cifra mareante en términos absolutos pero, a mi modo de ver, insignificante si la consideramos en términos relativos y a escala planetaria. Con ello no quisiera restarle importancia a los fallecidos por coronavirus del primer mundo (aunque también tengo la desagradable impresión de que, a la vista del dengue, ébola, malaria y otras epidemias rampantes al otro lado del muro de la riqueza, nuestro querido primer mundo es un colectivo social acomodado y moralmente flexible que canta sin despeinarse aquello del riega, riega, la manga riega y aquí no llega). Una simple consulta en la web nos informa de que la cifra de cánceres diagnosticados en España en 2020 probablemente alcance los 277.394 casos, y que en 2018 fallecieron por esta enfermedad en nuestro país 112.714 personas. Y lo dejo ahí: no trato de reconducir esta descomposición anímica que nos aqueja a la batalla de las cifras porque a mí, a partir del cien, las cosas se me empiezan a enturbiar y, más allá del mil, todo se convierte en un reto insoportable para la imaginación, y ya no me queda más remedio que confiar o no en el broker de estadísticas que intente convencerme de que la cosa va bien o mal, según los casos.

Me pregunto en qué momento de toda esta historia se ha perdido el sentido común, la intuición y las facultades críticas y de observación propias. A eso, algunos le llamarán subirse al monte de la propia ignorancia y desde ahí atisbar el panorama, pero lo cierto es que, considerando la evolución de la pandemia, (que es una, grande y, a lo que parece, libre) a lo largo de los meses, y vistas las distintas estrategias de contención -casi siempre contradictorias- adoptadas por los gobiernos en los diversos países, y visto el mundo distópico amplificado a golpe de noticia chusca por medios de comunicación supuestamente serios (el botellón de la juventud contagiadora, la surfera con coronavirus, los satánicos negacionistas, el positivo en el colegio de la infanta, el embaucador de la lejía, la boda de los infectados, la mascarilla superventas de Zara, las fiestas de la Covid, Naomi Campbell vestida de marciano, las paparruchas de Donald Trump…) y también vistas todas esas macrocifras erráticas y volubles, al menos a mí no me ha quedado más remedio que juzgar las cosas por mis propios medios y desde el pequeño rincón del mundo en el que me ha tocado vivir.

Ya desde el comienzo de la pandemia en el mes de marzo, me dio por pensar que dónde demonios podía encontrar yo gel hidroalcohólico y mascarillas, cosa que me resultó poco menos que imposible en pleno confinamiento. Curiosamente, el gobierno no hizo de la cuestión caballo de batalla (i.e. advertir a la población de la obligatoriedad, centrar el foco del debate en las virtudes frente al contagio) hasta casi cuatro meses después, cuando las mascarillas y los geles desinfectantes ya estaban disponibles en los estantes de las grandes cadenas de supermercados.

Creo darme cuenta de que esta lógica implacable de las cosas a toro pasado halla un encaje perfecto e idéntico con el asunto de la realización de las pruebas PCR, que probablemente se generalice para el grueso de la población a través de los centros de salud en un par de meses, momento en que presumiblemente el Gobierno, a través de plúmbeas comparecencias a cargo de Salvador Illa o de Fernando Simón en vivo y en directo a la hora de comer (lentejas con estadísticas, filete con estadísticas y postre o café con estadísticas), informará a una ciudadanía cada vez más desgastada y apática de las virtudes del diagnóstico previo como arma de lucha contra la pandemia y nos anuncie la necesidad de dictar normativa a todos los niveles al respecto, y la obligatoriedad de someterse a los test. Modestamente opino que, al tiempo en que se inició entre los países la carrera para hallar la vacuna, debiera habérsele otorgado mucha más relevancia (y fondos europeos sobre todo) a las investigaciones encaminadas a crear pruebas de detección preliminar masivas, baratas y fiables en lugar de desperdiciar tanta munición legislativa y mediática en amargarnos la vida a todos y, por ende, mandar al carajo a la economía. Han pasado seis meses y muchos muertos desde que empezó todo esto, y resulta que es a estas alturas de la pandemia cuando desde las instituciones se empieza a planificar la aplicación de PCR a grandes colectivos.

Hoy día, y para vergüenza de la profesión, todo medio de comunicación que se precie está al acecho de la noticia esperpéntica, del cotilleo de calidad y de la necrológica de portada. Pensemos en Pau Donés (cáncer), en Jota mayúscula (infarto) o en Joaquín Carbonell (73 años). No hace falta echar mano de la hemeroteca para afirmar que al Cuarto Poder no hay prohombre finado que se le escape. Siendo esto así, me doy cuenta de que, salvo los ancianos ilustres, no parece haber famosos fallecidos a causa del coronavirus: Irene Montero, Pedro Simón, Díaz Ayuso, Boris Johnson, Jair Bolsonaro, Diego Pablo Simeone, Tom Hanks, el Príncipe Carlos, Antonio Banderas, Flavio Briatore, Silvio Berlusconi, Plácido Domingo, Esperanza Aguirre, Idris Elba, Santiago Abascal, Ana Pastor y sigan contando. Si cualquiera de los anteriormente enumerados hubiera pasado a mejor vida, no hay duda de que nos enteraríamos de la noticia por los periódicos. Si tenemos en cuenta que el conjunto de todas estas personas, en atención a su sexo y diferentes edades, representa una suerte de muestra estadística del conjunto de la población, ello nos puede dar una idea aproximada de la letalidad real de la pandemia. Tengo la impresión de que si desde un primer momento se hubiese aplicado tanto cacumen y esfuerzos, tantas medidas y tanto despliegue mediático para proteger a nuestros mayores, las verdaderas víctimas de la pandemia, como el que se está demostrando a la hora de organizar la vuelta al colegio de los críos, a lo mejor -sólo a lo mejor- se habrían salvado unos cuantos en las residencias. Que no es lo mismo que el muchacho repita curso que se nos muera la abuela. Vamos, digo yo.

Y aquí les dejo, podrido y cabizbajo, como mi amiga (que para más inri, tiene un bar), a la espera de que algún gerifalte avispado de la industria textil con el aval de un estudio científico contundente, demuestre que, a diferencia del algodón, las licras no retienen las miasmas de la Covid. Y todos vestidos de superhéroes.


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