31 de diciembre de 2013

2014


Esta maldita murria navideña me roba presencia de ánimo para sentarme enfrente del ordenador y escribir cuatro tonterías. Lo que verdaderamente deseo ahora mismo es fumarme algo cargadito y echarme a perder un poco, pero mis compromisos familiares me lo impiden: aún he de comerme los langostinos delante del televisor con las facultades mentales intactas. En la hora tonta de la San Silvestre vallecana toca esperar, servirse un culín de vino, fumarse una pipita, ponerse un poco de música (Harrison, All Things Must Pass, por ejemplo), echar la murria al cesto de los papeles y escribirles, precisamente, esas cuatro tonterías.

Me gustaría despedir el año con una reflexión edificante o la retórica tierna que todos ustedes se merecen en estas fechas, estimados Improbables. Por desgracia va a ser que ni la una ni la otra. Echo la vista atrás y recapitulo los hechos consumados del año que agoniza y, la verdad, si bien es cierto que no hay dos años iguales, joder, pareciera que todos los años igual. Desde este Watiblog sólo puedo desearles lo que ya quisiera yo para mí, y esto es que si por casualidad el año venidero resultase ser aquel en el que por fin se encontrasen con ustedes mismos, hagan por no discutir, no sean rencorosos y trátense con el cariño y el respecto que se merecen. Así que si tuviesen la gran fortuna de hallarse, hagan como les digo y el resto, coser y cantar, seguro, vendrá de serie. Feliz 2014.



22 de diciembre de 2013

La maldición de los Tupperware



Arrugado, roto, sucio, antipático y, sobre todo, abandonado a su suerte, el plástico, en sus múltiples formas y colores mancillados se alía con palomas insolentes, pintadas churreteras, meo latino y otros desechos urbanos para disipar eficazmente cualquier recuerdo benevolente, cualquier afecto que yo hubiera podido albergar por esta ciudad. Era ya una mierda Este Madrid en 1978 y, la verdad, con huelga de limpiadores o sin ella, Madrid sigue siendo una mierda a finales de 2013.

Las cadenas de supermercados nos cobran desde hace ya un tiempo unos centimillos por cada bolsa de plástico. Los clientes, tan políticamente correctos, tan concienciados, purgamos en la línea de cajas nuestros pecados contra el medio ambiente con bolsas de tela o carritos de la compra que, curiosamente, atiborramos de productos envasados con mucho más plástico del que el planeta es ya capaz de digerir. Una pequeña parte de todo ese plástico sobrero acabará engalanando el espacio urbano y, de paso, enrareciendo cada vez más mi relación con esta ciudad cochambrosa.

Cubo de basura amarillo o acera gris parece ser el destino inexorable de todo plástico que se desprecie, a excepción de los Tupperware que, aún siendo igualmente prescindibles, han llegado para quedarse por los siglos de los siglos en los armarios modulares de nuestras cocinas. A veces, la tartera de plástico viaja, cargada de restos de comida desde el armario modular de la cocina de la vivienda A hasta el refrigerador de la cocina de la vivienda B donde quedará temporalmente olvidada. Al cabo de un cierto tiempo, coincidiendo con una limpieza de primavera, los restos de comida momificada serán exhumados y arrojados a la basura y el Tupperware, previamente higienizado a base de Fairy y estropajo, pasará a ocupar su sitio en una esquina oscura del armario modular de la vivienda B, a la espera de que el ciclo se repita. No estará solo; compartirá rincón con otros tantos Tupperwares que en algún momento corrieron similar suerte, aunque las circunstancias precisas de su llegada nunca llegaran a aclararse. Nadie nunca los reclamará ni tampoco nadie adoptará decisión alguna en cuanto a su destino. Con el paso del tiempo los Tupperware se acumulan, desbordan los huecos modulares y colonizan nuevos espacios en los cajones y armarios de nuestras cocinas, pero la cosa no queda ahí. First we take Manhattan, then we take Berlin. El expansionismo contenedor no conoce fronteras y los Ciudadanos Empanados, presos de automatismos ecológicos, se estrujan el magín para inventar usos alternativos bajo la premisa fundamental de que cualquier conjunto de objetos dispersos ha de ser sometido a la disciplina del envase porque el orden es bueno. Por algún motivo misterioso, deshacerse de ellos de forma expeditiva (cubo amarillo) no es una opción, y así es que aparece en nuestras vidas el Tupperware-Costurero, el Tupperware-Botiquín, el Narcotupperware, el Tupperware-Ferretero, el Fototupperware, el Tupperware-Matrioska o Metatupperware, el Mementupperware (souvenirs intrascendentes), el Geypertupperware (amarracos, parchís, Pokemons, figurillas de ajedrez, billetes del Monopoly, Tazos...) y tantos otros que han venido para permanecer entre nosotros.

Por desgracia, los Tupperware se reproducen a mayor velocidad que cualquier idea creativa: Por mucho que intentemos improvisar almacenando en ellos -por poner un ejemplo- cargadores de teléfono, cables, euroconectores, mandos a distancia y otras inmundicias tecnológicas, las condenadas tarteras de plástico siguen infiltrándose en nuestros hogares sin prisa pero sin pausa desde las pollerías dominicales, los restaurantes chinos a domicilio y las cocinas de nuestras madres.

Nacidos para durar, útiles hasta la náusea, prolíficos, supervivientes a todo trance, el Homo Supermercatus está abocado a convivir con ellos. Piensen en tantas rupturas y divorcios en los que la media naranja descastada suele abandonar a su suerte los mementos inservibles de una vida anterior. Tarde o temprano esos objetos que perdieron su razón de ser acabarán en el cubo de la basura; aunque no así las cajas de plástico que los contenían, que regresarán indultadas y vacías a la oscuridad polvorienta de trasteros, armarios y maleteros.

Acérquense a sus respectivas cocinas, estimados Improbables, entreabran sus armarios modulares y pregúntense con cansino estupor de dónde demontre han podido salir todas esas tarteras apiladas irregularmente junto al rotador de pollos, las bolsas de legumbres o el grueso paquete de servilletas. Aunque su primer impulso sea cortar por lo sano y deshacerse de ellas, de sobra saben que no lo harán: Saldrán de la cocina, regresarán a sus quehaceres y por la noche bajarán la basura, quizás recordando vagamente los propósitos de esa mañana para descartarlos de inmediato, envenenados como estamos del temor atávico, supersticioso, del nunca se sabe, del tal vez algún día pueda necesitarlos, cuando la realidad es que vamos más que sobrados de todo en este mundo. Porca abundancia.

Para terminar, les diré que tras meditarlo brevemente (este blog no se caracteriza por la sesuda reflexión ni el músculo mental) se me ocurre que sólo la Solución Final (Endlösung der Tupperwarefrage) es capaz de resetear a cero el contador de plásticos, de conjurar de un solo golpe la maldición de los Tupperware. Drástico pero eficaz, el traslado a un nuevo domicilio es mano de santo para estos casos. Una mudanza es la ocasión inmejorable para desterrar de un solo plumazo y sin remordimientos todos esos enseres antipáticos que han encutrecido nuestra guarida desde tiempos inmemoriales. Borrón y cuenta nueva, llegó el Apocalipsis doméstico, y el entusiasmo interiorista de quien estrena una vivienda no conoce límites. Por fin, los Tupperwares son expulsados de sus escondrijos y acaban amontonados en el suelo de la cocina. Es entonces, y sólo entonces, cuando nos preguntamos si merece la pena el esfuerzo de exportarlos hasta el nuevo hogar. Si su respuesta es a la mierda, sean bienvenidos al club. Sueca y azul, Ikea nos aguarda.


Llevo ya unas cuantas semanas canturreando esta canción por lo bajini y a ratitos durante mis desplazamientos por la ciudad. Me gusta esa parte que dice the job is done, I go out, another boring day. I leave it all behind me now so many worlds away Me gusta el tono sádico-chulesco que le imprime el vocalista. Pero, sobre todo, me hubiera gustado ser el adolescente que con la complicidad de su chica le plantaba cara a una ciudad implacable, allá por los primeros ochenta.



2 de diciembre de 2013

El retorno de un traidor


Buenas noches, apreciados Improbables. Intuyo que al cabo de unos meses de sobrevenida e injustificada ausencia habrán ustedes perdido la escasa fe depositada en este Watiblog. No les culpo; les confesaré que también yo he estado a punto de renegar de la mía y reconvertirme en un cómodo Redactor Improbable que publica sin cesar en trayectos laborables, paseos solitarios y otros ratos muertos de esos que tanto abundan en mi vida. En mi vida mental, se entiende. 

No sé la suya, pero la mía es una vida mental simple y efímera en la que, aunque todo siga sucediendo, poco o nada permanece. Me inclino a creer que Dios me concedió una cuota limitada de experiencias, afectos y recuerdos que debió de agotarse un día que empecé a hacerme viejo. A partir de entonces se acabó atiborrar el macuto de vivencias indiscriminadas y ya cualquier progreso exigía un intercambio de rehenes: Podía escoger esta o aquella canción, sí, pero, a cambio, había de eliminar otra de la BSO de mi vida. Reciclar unas memorias inservibles si es que deseaba retener un atardecer y dos cervezas felices en una isla lejana. Abandonar un ideal obsoleto si quería contentar mi corazón de forma alternativa. 

Envejecer es quedarse poco a poco sin rehenes prescindibles hasta alcanzar un punto en el que cualquier canje es cruzar el umbral de la traición a uno mismo. Releo entradas antiguas y no me reconozco, como si este Watiblog lo hubiera escrito otro que no soy yo. Mi facilidad para extrañarme ante textos pasados denota una fidelidad perruna a mí mismo o, por ponerlo de otra forma, delata al carcamal en el que debo de haberme convertido. 

Así, durante estos meses de inactividad he oficiado como Redactor Improbable publicando incesante y silenciosamente mis apuntes y notas mentales en andenes, parques y siestas, pero no en este blog, sin darme cuenta de que al hacerlo así los condenaba al saco roto; los dejaba caducar y pudrirse, privándome de la sorpresa de no reconocerme, de discrepar conmigo mismo y, también, del equívoco placer de mirar al espejo y reflejarme en los ojos de un traidor que se resiste a envejecer.

Les veré (o, mejor, me verán) pronto. Hasta entonces, les regalo una canción de Tracy Chapman. Sencilla y bonita, y poco más, que dirían por ahí:


29 de agosto de 2013

Póngase los guantes


     Hace unos días reverdecieron las hostilidades entre un sujeto representante de un porcentaje indeterminado (pero sospecho que mayoritario) de la población mundial y mi humilde persona, que se representa a sí misma y, también, a un grupo de rebeldes imaginados, entre los que espero se hallen ustedes, clandestinos e Improbables Lectores. Claro que si no fuese así, siéntanse libres de desertar de este caótico lado mío e irse con el enemigo o, mejor, a tomarse unas cañitas a pie de acera si las finanzas acompañan.

     Decía que hace unos días andaba yo improvisando la compra de frutas, hortalizas y verduras variadas al cabo de la jodida jornada laboral, descorbatado y con la ropa sudada del gimnasio macerándose apelmazada en el fondo del macuto. La visita obligada a un supermercado de fruta al cabo de la jodida jornada laboral no es, como comprenderán, santo de mi devoción; pero un Soltero Indomable como yo no puede descuidarse con estas cosas de la alimentación: Abastecerse en el colmado chino fuera de horario comercial o resignarse a descongelar las pizzas del Doctor Oetkler o, peor, a masticar un Whopper con pataticas no es bueno ni para la salud ni para la autoestima. Uno podrá reírse de Homer Simpson y de los gordos norteamericanos, pero la posibilidad real de convertirse en uno de ellos no tiene ninguna gracia; así que, por favor, un esfuerzo vegetariano y de compras a la frutería, a la mayor gloria del estómago  y el cuerpo, que se lo agradecerán.

     Una vez erradicada la figura del frutero asesor que departía con uno sobre las bondades de este tomate de aquí o aquella lechuga de más alla, el capitalismo salvaje no nos deja otra opción más que buscarse la vida entre el granel del género: toque, compare, envase, pese, etiquete usted mismo y pase después por la línea de cajas, donde por lo general será atendido por un inmigrante cuyo salario sea con toda seguridad inmoral, aunque probablemente legal o, incluso, excesivo al decir del superfuncionario Rehn y otros europeistas amantes de los recortes ajenos. Ya empiezo a dispersarme, coño.

     Toque, compare, envase, pese y etiquete usted mismo el género pero -ojo- póngase los guantes. Nunca sin los guantes puestos. Me refiero a esos de plasticucho traslúcido de los que uno puede servirse en las gasolineras para no mancharse las manos que, presuntamente, están limpias. Parecería razonable pensar que ese sea el estado por defecto de nuestras manos, al menos dentro de las fronteras de un país civilizado como el nuestro, donde el río Manzanares no es el Ganges ni la Sierra de Gredos el Mato Grosso. Ya no quedan plagas en Europa como las de antiguo, esas superproducciones bacteriológicas que se cepillaban a un cuarto de la población en un santiamén, cuando todo eran emplastos, cataplasmas y oraciones, antes del advenimiento de los antibióticos y, con ellos, de las gigantescas corporaciones farmacéuticas y el Vademécum infinito de cápsulas, pastillas, solubles, vacunas, inhalables e inyectables capaces de curar enfermedades que ni ustedes ni yo sabíamos que existían, y también infinidad de dolencias que de todas formas se hubieran curado solas con reposo y un poco de paciencia, cualidades sintomáticas del perdedor inadaptado en estos tiempos vertiginosos de aquí te pillo, aquí te mato.

     A juzgar por los recursos que destinamos a preservarlas frente a toda suerte de amenazas biológicas, yo diría que nuestras vidas se venden cada vez más caras. Hoy más que nunca queremos vivir más y mejor, y para ello estamos dispuestos a pagar lo que haga falta para financia la revolución farmacológica que nos librará de todo mal (lo que, por cierto, vamos a tener que demostrar, a la vista del proceso de demolición controlada a que se está viendo sometido el sistema de sanidad pública).

    Como decía, queremos vivir más y también mejor pero, por desgracia, la puta realidad nos coloca sistemáticamente en una encrucijada en la que hay que elegir entre cantidad o calidad de vida que, como el valor y el precio, son dos conceptos semejantes pero no necesariamente equivalentes. Buena prueba de ello son esos ancianos momificados, verdaderos mártires de la revolución farmacológica, que languidecen en residencias y hospitales, incapaces de valerse por sí mismos, como muertos vivientes que engordan las estadísticas de la esperanza de vida en los países desarrollados.

     No quisiera ser agorero, estimados Improbables, pero mi natural pesimismo me lleva a aventurar un futuro no muy lejano en el que sus hijos andarán dejándose medio sueldo y/o malvendiendo el patrimonio que, de haberse muerto como Dios manda, hubieran heredado de ustedes, con la muy encomiable finalidad de mantenerlos orgánica y estadísticamente vivos. Sus estertores cronificados cumplirán con la dudosa función social de garantizar la buena salud (nunca mejor dicho) del sector farmacéutico y de todo el ecosistema sanitario-asistencial que lo rodea. A esas alturas, casi les garantizo que su longeva vida será una porquería, una caca, un colector que va a parar al mar que es el morir.

     Desengáñense. El progreso humano alcanzó hace tiempo ya un punto de inflexión en el que calidad y cantidad de vida dejaron de ser conceptos equivalentes para convertirse en magnitudes inversamente proporcionales. Lean ustedes entre las líneas del cúmulo de contraindicaciones y posibles efectos secundarios descritos en el prospecto de cualquier medicamento e intuirán una sofisticada métáfora del miedo obsesivo y cerval a la muerte. Es este miedo ancestral el que, en el fondo, justifica la acatación ciega de cualquier norma, conducta o comportamiento, por mamarracho que sea, que nos complicará la existencia cotidiana un poco más, como por ejemplo el ponerse los dichosos guantes de plástico en las fruterías. Prueben a no hacerlo y arriésguense a incurrir en la furia de una horda de pensionistas acomplejados y veteranísimas y relimpias amas de casa que defienden con uñas (naturales o postizas) y dientes (postizos en la mayoría de los casos) la Cultura de la Asepsia con mayúsculas en la que es dogma de fe que cualquier prójimo es un presunto foco de horrendas infecciones. Hoy se nos exigen los guantes, mañana será la mascarilla (atención a esos turistas orientales emboquillados) y, en un futuro plausible, el traje-preservativo integral termosellado (puedo ver a los amantes del diseño y la moda de vanguardia salivando).

     Ya no hay mayonesa en los bares, el tabaco produce impotencia, el alcohol ha de consumirse responsablemente, la muerte nos acecha en cada curva, tomar el sol sin protección nos aboca irremediablemente al melanoma y las dietas estrambóticas y el deporte a machamartillo contribuyen a la infelicidad íntima de mucha gente so pretexto de una vida sana y equilibrada. Póngase los guantes, estimados Improbables, estén atentos a la última edición revisada del catálogo mensual de miedos, amenazas depresiones y fobias. Sigan al pie de la letra las recomendaciones del Gobierno de España, de los suplementos de salud y las secciones de autoayuda en las revistas. Prolonguen su existencia hasta los límites de la esperanza de vida, y más allá, si es que se puede. Vivan la Vida Sin hasta el final (lejano) de sus días, si es que ese es su deseo: vida descafeinada, absolutamente depurada de vicios, pasteurizada, higienizada hasta la náusea. Ponganse los guantes y también la mascarilla si les parece razonable, si esa es su convicción pero, por favor, tengan mucho cuidado de no despertar a ese Michael Jackson que todos llevamos dentro. Y a mi, se lo ruego, déjenme comprar la fruta en paz.


Descubrí esta canción visionando entre bostezos la tercera entrega de Resacón en las Vegas. En un momento de la película a los guionistas parece que se les va la olla y, en un alarde de dramatismo incongruente con el tono general de los taquillazos de esta onda (joder, no se merece este análisis, pero en fin...), ponen a cantar a Mr. Chow (el actor Ken Jeong) en el Karaoke de un puticlub de inspiración country en las Vegas esta canción originariamente de la banda de Cleveland Nine Inch Nails (Wikipedia dixit), cuya versión interpretada por el joven Johnny Cash les acompaño en el hiperenlace que podrán ver más abajo. Les pido disculpas (i) por el vídeo, que es ciertamente patético y (ii) por el anuncio publicitario que probablemente tengan que tragarse antes de entrar en materia musical:

22 de julio de 2013

Brotes Verdes



La contemplación de la naturaleza, además del puro y simple gozo estético, ha sido, desde tiempos inmemoriales, fuente de inspiración inagotable para la ciencia y el progreso. Pensemos en la imitación controlada de fenómenos elementales como el fuego, en la observación de las aves como precusoras de la ciencia aeronáutica o en el crecimiento natural de las plantas en el caso de la agricultura. La palanca de Arquímedes, la manzana de Newton y, ya en los confines del presente, la moderna biomímesis, que sistematiza y enfoca el estudio del mundo natural hacia el resultado tecnológico.

Parece que hace ya un tiempo que nuestros esforzados políticos de ambos signos -positivo y negativo, ustedes deciden a qué formación le aplican una u otra magnitud- empezaron a tomar buena nota, embarcándose en el estudio detenido de la correlación entre ciertos procesos biológicos, una autocrítica profunda y los resultados palpables de su gestión en el conjunto social de los administrados.

Sin embargo, no es este Blog el lugar para exponer con rigor científico y en detalle las complejidades argumentales ni los finos razonamientos empleados por los dirigentes de nuestro país para dar con esta solución. Me limitaré, no obstante, a ser portador de buenas noticias y a proclamar que, finalmente, y tras casi dos legislaturas, el ministro de Economía y Competitividad, Luis de Guindos, acaba de validar la hipótesis formulada por el anterior presidente, José Luis Rodríguez Zapatero, y que preconiza, ya sin ningún género de dudas, el final de la crisis: Por fin, la luz al final del túnel.

En una cabriola científica sin precedentes, el Partido Popular ha conseguido hibridar lo macroeconómico, lo sociológico y lo natural para demostrar irrefutablemente no sólo la certeza de los anunciados “brotes verdes” sino que también ha hallado la fórmula para mantener el crecimiento sostenido de estos últimos. Como suele ser el caso con todos los grandes avances en el campo de la ciencia, la solución que documento gráficamente más abajo, mirada retrospectivamente, parece engañosamente simple; uno diría que incluso pedestre. Sin embargo, a poco que reflexionen, mis estimados Improbables, coincidirán conmigo en que, además de sol y playas sobreexplotadas, desde un tiempo a esta parte España se ha revelado como un priviliegiado productor de la materia fecal indispensable sobre la que hoy arraigan y fructifican los brotes verdes que van a garantizar nuestra subsistencia en los años venideros. Que vayan tomando nota los alemanes y, por añadidura, el resto de los países de la Unión Europea de que el futuro del primer mundo no reside, como erróneamente se había venido pensando hasta ahora, en las energías alternativas sino en la propia descomposición del sistema que, convenientemente metabolizada, garantiza su propia supervivencia. Enlodados como nos hallamos entre tanta corrupción, fraude, desmanes, estafas y abusos de todo tipo que campan sin control en lo que Enrique Gil Calvo ha dado en denominar un Estado cleptocrático de cohecho no veo descabellado afirmar que vivimos en un país de mierda y que, acaso precisamente por ello, somos un país con futuro.



23 de junio de 2013

Títeres

Y uno ya no sabe por dónde empezar, pero tiene la certeza de que todo lo que comienza acaba terminando. Se marchó el invierno por donde vino; tuvimos sus más y sus menos con las aguas que cayeron del cielo y como cada año resucitó la gotera del techo del salón en forma de mancha parduzca que no me sugiere nada en particular; si acaso mi propia desidia. Pasó febrero y dejó un rastro de muertos que ya no pudieron ver la primavera ni el verano, ni tampoco más de lo mismo que vendrá después. Busco refugio en las pequeñas cosas que me rodean y sólo encuentro resignación en la monotonía que también es sinónimo de seguridad. La vida sigue igual; ya no recuerdo cuándo empece a estar de vuelta de las cosas o tal vez es que fui tan poco que la ida se me confundió con el regreso. El eterno retorno al lugar del que uno nunca llegó a marchrse.

Nunca me fascinaron los títeres. Nunca conseguí no ver a los adultos que los manejaban, obvios detrás de las cortinas negras. Aunque participaba del regocijo y las risas generales y avisaba, a coro con los otros niños, a la mano disfrazada de príncipe de las aviesas intenciones de la otra mano que fingía ser dragón u ogro blandiendo su cachiporra, yo no le veía, en el fondo, demasiada gracia a todo aquello. Simplemente me sentía bien al abrigo del grupo. Feliz de ser uno más. Buscaba con el rabillo del ojo el escepticismo cómplice de mis compañeros y no hallaba más que caras entregadas incondicionalmente a la causa del príncipe en peligro.

Los domingos por la mañana suelo pasear por el parque del Retiro. En los alrededores del estanque o en el Paseo de Carruajes nunca falta un espectáculo de títeres con su pequeña audiencia improvisada de niños sentados en el suelo y la muralla de adultos vigilantes. Han pasado más de cuarenta años, los niños siguen embobados y yo sigo sin verle el encanto al asunto, más allá del interés morboso que me suscita la vida privada de los titiriteros, que suelen ser la tópica pareja joven, sudamericana, heterosexual y bohemia que yo imagino copulando artísticamente en la pensión o el piso compartido intercambiando los roles de ogro y princesa según las inclinaciones de cada cual.

Han pasado más de cuarenta años durante los cuales he podido reflexionar a ratos sueltos (comprenderán que uno no puede estar mirándose el ombligo constantemente) sobre esta predisposición al escepticismo que ha determinado, a veces para bien y otras para mal, el rumbo de mi vida. Escepticismo como distancia de seguridad que en muchas ocasiones me ha impedido abrazar una causa o a una mujer como debiera, siempre en guardia y atento a las miserias o, por qué no, a las virtudes del titiritero oculto detrás del artículo de opinión, la tragedia televisada o el esperpento de una sesión parlamentaria.

A menudo, y aunque no quiera, leo y escucho cosas que escriben o dicen otros. En el nivel más tosco, esos otros me recomiendan que acuda al cine o que me compre un coche, no porque verdaderamente deseen compartir las bondades de la película u honestamente crean en las soberbias prestaciones del vehículo sino porque en eso precisamente consiste su oficio. Aunque en estos casos parezca sencillo adivinar la mano aviesa del tititiritero mercenario oculta bajo el señuelo, lo cierto es que sobre esas burdas mentiras cien mil veces repetidas se erige el mundo tal y como lo entendemos hoy en día: nuestros bancos nos quieren, conduce esto y serás feliz, nunca habrás probado nada igual, ven y atrévete a disfrutar, el acontecimiento del año... Niños viejos embobados delante de títeres un poco -pero sólo un poco- más sofisticados.

La cosa se complica, claro, cuando no se trata ya de mentir por amor al consumo sino de elegir el color y el tamaño de la verdad. Así, una pequeña verdad multiplicada mil veces se convierte en una gran verdad que, en el fondo, viene a ser lo mismo que una mentira descomunal. O al revés: Verdades como puños jibarizadas, ninguneadas al tamaño de un anuncio en la sección de contactos de un periódico se vuelven intranscendentes, igual que una mentira piadosa o el pecadillo confesado en un rincón de la sacristía.

En el mundo de los títeres, cosas que parecen ser verdad resultan luego ser espejismos cuando no, directamente, falsedades: El otro día sin ir más lejos un juez, para íntima (y perversa) satisfacción de muchos apaleados por la crisis, entrulla (¡por fin!) a un banquero que al parecer era culpable como el pecado de haber comprado a sabiendas un banco quebrado. Días después, oh, sorpresa, sorpresa, resulta que no, que el asunto del banco era agua pasada y archivada; al igual que prescritos y finiquitados quedaron tiempo atrás los delitos del presidente de una gran compañía telefónica y amnistiados los cuatrocientos milloncetes que otro banquero tenía guardados a buen recaudo en una cuenta de Suiza. También la hija de un rey, cuyo reino no es de mi mundo, protagoniza un esperpento mediático anáĺogo al del banquero, basado también en un guión muy similar: el del delito que parece que es pero al final resulta no ser: Triunfa el bien (como no puede ser de otra forma en un Estado de Derecho con mayúsculas); el mal queda desterrado y el ministro y el visir se disculpan públicamente a toda portada, por cierto, sin que nadie se lo pida, lo que no deja de tener su gracia si pensamos en tanto fiasco legislativo, tanta gestión execrable, tanta corrupción probada. Tanta culpa sin disculpa.

Tragedias y comedias bufas se suceden una detrás de otra: Muchos son los imputados, pero pocos los condenados y menos aún los encarcelados. Otro final de traca en el gran teatro de monigotes: Los niños viejos jalean o abuchean hoy al ogro impune, mañana al príncipe ladrón y pasado al futbolista millonario, fielmente abonados al espectáculo en los Telediarios y otros medios, como esas viejitas que desde la grada jalean los mamporros de sus ídolos del pressing catch, probablemente sabedoras de que es pura filfa y, con todo, incapaces de sustraerse al embrujo seductor de una hostia bien dada.

Panem et circenses para todos los premiados: España le mete diez goles a Tahití, y uno se acuerda de Forges, empeñado desde un rincón en sus viñetas en que los españoles no hiciéramos oídos sordos a una tragedia de las de verdad, de esas tan feas y cutres que campan por esos mundos de Dios: “pero no te olvides de Haití”; y los españoles, me temo, recordaremos durante muchos años las hazañas futboleras de nuestra selección en Haití, pero con T. Han sido necesarios muchos años de esfuerzos y una ingente inversión de recursos financieros y creativos hasta conseguir que diez goles valgan más que todos esos muertos, horror y miseria que cada vez ocupan menos espacio en las portadas de los medios. Muertos sepultados -nunca mejor dicho- por el virtuosismo periodístico aplicado al deporte, a los avances tecnológicos estériles y a la opereta de los asuntos del corazón.

Manipuladores sublimes que levantan pasiones entre los niños viejos, sí, pero qué desperdicio de talento, a mayor gloria de una realidad cada vez más mezquina, embrutecida y monotemática en la que las únicas apuestas seguras, el taquillazo fijo, el blockbuster rompedor, son superproducciones noticiosas basadas en el sexo, el dinero y el erotísmo del poder; al gusto de un colectivo de niños viejos rendidos al arte del títere, así se caiga el mundo en pedazos.

En fin, apreciados Lectores Improbables, cierro el telón por hoy y les deseo buenas noches o buenos días según corresponda. Como es costumbre en mí, regreso a mis escepticismos, mis soledades y mis melancolías. Yo, a lo mío; ustedes, a lo suyo. Y todos a por uvas.

De postre, la música de otros; probablemente lo único que merezca la pena del blog. Hagan doble click en el enlace, escuchen al hijo y, los que tengan edad y/o fondo de armario musical, acuérdense del padre:


23 de abril de 2013

La Dictadura de los Niños


      Vaya por delante que yo no tengo, así que aquellos Improbables Lectores que en su día no hayan hecho oídos sordos al llamado de la naturaleza y se hayan reproducido podrán recriminarme ignorancia supina, típica del Soltero Indomable que, por puro aburrimiento, no tiene otra cosa que hacer que escribir lo primero que se le ocurre cuando no anda drogado o deprimido o ambas cosas. Yo, por mi parte, dejaré constancia aquí de mi más enérgica protesta, Improbables Señorías. ¡Protesto! Y, con la venia, argumentaré en mi defensa que es precisamente mi propia y yerma unipersonalidad la que me proporciona distancia ecuánime y sosiego reflexivo necesario para ponerle las peras al cuarto a todos estos progenitores insolidarios que sacrifican innecesariamente libertad y recursos económicos en aras del sueño atroz de una familia de teleserie norteamericana en la que los padres y los hijos se quieren verbal y constantemente, ejercen la honestidad sincera a todas horas, dialogan constructivamente como tertulianos en un programa de La 2, coleguean en truños deportivos auspiciados por el colegio bilingüe de turno y degustan coca-colas y hamburguesas en la barbacoa del adosado los domingos. En fin, padres e hijos que comparten artificiosamente penas y alegrías haciendo gala de un colegueo de nuevo cuño en el que el axioma sociológico cuando seas padre comerás huevos ha sido repudiado por fascistoide y carcamal.

      “Te odio papá” o “te quiero, mamá” a edades indecentemente tempranas. Retórica infantil mamada de la globalización televisiva, de tantas y tantas películas con moralina tramposa urdidas en los estudios Disney. Las vidas de los niños metropolitanos transcurren edulcoradas y empalagosas entre risas enlatadas del mundo adulto que les rodea y se desvive por ellos, procurándoles toda la logística diabólica que demandan cumpleaños, comuniones, deberes a machamartillo, tutorías y, por supuesto, las innumerables actividades extracurriculares. De unos años a esta parte, las agendas de los críos exigen dedicación secretarial que los padres, tan modernos y didácticos ellos, proporcionan aun a costa de sacrificar la cicatera cuota de vida propia que les resta descontado el curro y las horas de sueño.

      No tengo buena memoria. Mi infancia y preadolescencia no alcanza a ser más que un revoltijo de recuerdos dislocados, sin coherencia temporal. Recuerdos dispersos sin duda retocados una y otra vez por el Instagram de la memoria. Tal vez algunos domingos mi padre y yo le pegábamos patadas a un balón de reglamento en la Casa de Campo y tal vez mi madre me leyera un cuento a la hora de dormir. Y tal vez poco más. El resto fue calle, primos y tebeos, muchos tebeos. Supongo que mis viejos, que eran jóvenes por aquel entonces, harían lo posible por vivir sus vidas adultas en la España del tardofranquismo; yo sinceramente espero no haberles robado más que el tiempo imprescindible que requería mi educación estrictamente considerada. Por otra parte les agradezco, también sinceramente, que no hayan interferido más de lo necesario en el desarrollo de un tiempo de mi vida pletórico de inocencia, costras y descalabros, un tiempo de barrio en invierno y playa o pueblo en verano. Una época simplona y asilvestrada, una infancia de artesanía, en la que nos malcriábamos a nuestra manera.

      Niños apaleados, niños manipuladores y niños cabrones los ha habido siempre, claro. La diferencia es que los niños del siglo XXI son, además, niños educados en la sofisticación del consumidor de gustos complejos. Niños que habitan un mundo globalizado y prefabricado a su medida y sufragado a costa del bolsillo de sus mayores: Papá Noel, Hallow'een, semanas blancas, disfraces, sagas interminables de dibujos animados, videoconsolas y demás quincalla tecnológica infantil, pizzas o hamburguesas, chuches, yincana (se lo juro por la RAE), centros comerciales, entrenos tutelados en este o aquel deporte, juguetes ad nauseam, barbacoas, cupcakes, Micropolix, Disneyworld y sin olvidar, por supuesto, las comuniones y los cumpleaños, que de celebraciones sencillas de misa y caramelo han pasado a ser superproducciones familiares ruinosas necesitadas de apalancamiento financiero en las que los padres, algunos voluntariamente y otros a regañadientes, compiten cual magnates rusos por el fasto más hortera.

     La sobreprotección es cara, pero quién no desea un futuro mejor para sus hijos. Vivimos en un mundo donde más siempre es mejor; un mundo plagado de estadísticas diabólicas en las que la probabilidad infinitesimal se transmuta en posibilidad inminente. Por si acaso, todos nos la cogemos con papel de fumar: Defender a nuestros pequeñuelos contra los pederastas de las redes sociales, los acosadores en las escuelas, la violencia callejera, las drogas, los dientes pa fuera, las malas influencias, el lenguaje soez, el sexo a destiempo, los accidentes de trafico, se ha convertido en una cruzada que todo progenitor que se precie ha de abrazar con celo fundamentalista, cueste lo que cueste.

      Atrás quedó el despotismo ilustrado, la disciplina inglesa, el come y calla y otros anacronismos reaccionarios. Hoy, toda familia moderna y estructurada que se precie es una democracia dialogante en la que vota hasta el gato desalmado, que también tiene sus derechos el pobre animalico. Los niños manejan con asombrosa destreza la cuota de poder que les es dada y se dedican a chantajear candorosamente a sus padres que, atrapados en la pesadilla buenrrollista de la familia ejemplar de teleserie norteamericana, se las comen dobladas una detrás de otra. Parece que aquí nunca nadie con responsabilidades familiares se leyó El Señor de las Moscas; o si lo hicieron no tomaron buena nota de las consecuencias indeseables que puede acarrear la proyección del mundo adulto en el territorio de la tierna infancia.


Aprovechando que probablemente no me lean ni hoy ni mañana ni nunca, les haré partícipes -que no cómplices- de una de mis bajezas musicales. ¿Cómo pude? Y lo que es peor, ¿cómo puedo aún?


16 de marzo de 2013

Lagartas


Lucen sus cuerpos sinuosos al pie de un lienzo gigante serigrafiado de reclamos publicitarios que a menudo desmerecen hasta el oprobio unos cuerpos que la sabia naturaleza no ha manufacturado para patrocinar embutidos, cajas de ahorros o productos lácteos. Inmóviles, gesto petrificado y pupilas inasequibles al bombardeo de los flashes, las lagartas enseñan muslo y escote mientras son ametralladas, clac, clac, clac, por una multitud indistinta de fotógrafos mercenarios y sus cámaras de variados calibres. Criaturas hermosas por definición son, precisamente por ello, capaces de mimetizarse armónicamente con los hombres que las poseen o las franquicias a las que se deben. Qué bien que te queda esa compresa en la mano, cariño, pero igual podía ser un salchichón, un gañán adinerado, un cepillo de dientes o un negro desnutrido. Las lagartas son a la vez sujetos de glamour y objetos de poder capaces de concitar atenciones, envidias, deseos y hasta disertaciones en blogs mediocres como este que ahora se toman la molestia de hojear.

Reptiles vagamente acomplejados, pareciera que las lagartas se afanasen en demostrar a quien les pregunte que el mundo las venera por razones equivocadas; que bajo el terso canalillo late un corazón de oro y que detrás de la mirada cautivadora, detrás de las caritas lavadas, hay tesón y talento a raudales. Que ese coño suyo no es un coño cualquiera; al contrario, es un coño solidario, un coño bondadoso, un coño con estudios, oiga. Escarben, Improbables Lectores, entre las líneas de cualquier entrevista o tertulia al uso y no hallarán otra cosa que esta reivindicación básica que, por otra parte, no evidencia más que esta o aquella lagarta han hecho los deberes según los dictados del manual imaginario que llevaría por título La Redención del Reptil o Como Sacar Petróleo de la Herencia Biológica de Dios.

Noventa-sesenta-noventa es la tríada de números mágicos que delimita el umbral de discriminación estética que permitirá a las lagartas buenorras, aunque sin oficio ni beneficio, abrirse trocha en el mundo de los Hombres de Éxito con el consabido Par de Buenas Razones. Razones que constituyen un argumentario extremadamente simple pero eficaz y que, en último término, les garantizará la supervivencia, ligeritas de ropa, en la cubierta de una embarcación de recreo, un reportaje a todo color embutidas en faralaes durante la Semana Santa sevillana, el Todo Incluido entendido como estilo de vida por defecto y méritos curriculares sospechosos del tipo “modelo” o “empresaria”, pero suficientes para cubrir expediente en las revistas de mucho mirar y poco leer. Lagartas indolentes y afortunadas para las que siempre existirá un coleccionista de reptiles con posibles; por lo general un torero, un futbolista, un empresario, un político, un actor u otros oficios más o menos mediáticos en los que la fotogenia extrema es condición necesaria para las capitulaciones matrimoniales.

En las etapas más tempranas de su existencia debutan al calor de los focos de un Mundo Macho que consciente o inconscientemente se pasa por el arco del triunfo la igualdad de géneros porque, a fin de cuentas, la señorita se deja invitar y con toda naturalidad acepta fiestas, copas y drogas gratis y, llegado el caso, otros detalles golfos de mayor calado aunque si es lista (que no inteligente) una lagarta que se precie siempre se cuidará de reservar el derecho de admisión a la zona VIP allende sus bragas.

Seres efímeros como su belleza, las lagartas han de asegurarse cuanto antes el paso por la vicaría del Señor y la progenie que les procurará el sustento y la dignidad futuras, cuando la cirugía no pueda ya garantizar su hegemonía sexual en el terrario, forzándolas a abandonarlo discretamente pero con pensión alimenticia garantizada como señora de, serena divorciada o viuda del que fue, según los casos, y unas memorias que, bien por publicables o por impublicables, acaso valgan un dinerillo.

Claro que las hay que no se resignan a la decadencia y no aceptan la metamorfosis humillante e inevitable que determina el tránsito del reptil al mamífero. O de lagarta a vaca vieja, si se quiere. El final en estos últimos casos es previsible y por todos conocido, a pesar de lo cual les haré una breve síntesis: En un arrebato de furia tabloide la vaca vieja, con mayor o menor fortuna, se pone a su cirujano por montera, se traviste de lagarta recalcitrante y se arroja a una francachela de romance, sexo, caspa y botox. Las posibilidades comerciales de relanzar al estrellato mediático a la vaca vieja son cuidadosamente evaluadas en consejos editoriales y departamentos creativos. Una portada en el Interviú, tertuliana en un programa de chismorreo catódico, un cameo en alguna producción cinematográfica populachera, quizás la telerrealidad friki o, si todo lo demás falla, una corresponsalía o un tarot a deshoras en alguna teletienda. Y también -por qué no- la vana gloria de saberse ícono de jóvenes maricas de la vieja escuela.




7 de febrero de 2013

Crisis

Buenas noches estimados Lectores Improbables. Comienzo a escribir esta entrada en plena flojera espiritual por culpa de Bebo Valdés y su banda. Con lo que me cuesta ponerme a las teclas del ordenador, y los cubanos cabrones estos que me arrinconan en lugares de la cabeza donde las letras no significan nada, donde no hay más que desidia y deseo abstracto de convertirme en un objeto inanimado como un cenicero o un tomo del María Moliner y dejar que la música me llueva encima sin más. Ahora.

Descuiden, que no voy a explayarme a propósito de mis agonías estéticas. No es esa clase de crisis a la que me refiero con el título del encabezamiento. Les anticipo que esta noche escribiré o, mejor dicho, describiré mis impresiones sobre el mundo en el que vivo (que probablemente no coincida con el mundo en que viven ustedes) que, a mi modo de ver, se halla sumido en una crisis, entendida ésta en el mejor de los casos como situación dificultosa o complicada según la séptima acepción del término en el D.R.A.E.

Hay crisis cuando al cabo de su mandato el político -no importa su filiación- deja de servir, peor o mejor, a la comunidad y se reencarna en honrado traficante de influencias, de profesión asesor o consejero. Y esto a nadie le parece extraño, empezando por los medios de comunicación que, fieles a las verdaderas inquietudes de la ciudadanía, son mucho más receptivos, por ejemplo, a los problemas deportivos de un guardameta millonario con su millonario entrenador.

Hay crisis cuando un monarca que en sus ratos libres se dedica, entre otros ocios, a cazar de gorra y (al parecer) en buena compañía aprovecha, según murmuran, para traficar con influencias con la loable finalidad de beneficiar a un consorcio de empresas españolas del ramo de la construcción; y de ahí -digo yo- que los empresarios agradecidos le regalen un barco al monarca de vez en cuando. Curiosamente, la llaga dolorosa que levanta quejidos y lamentos en el colectivo social no es el paradero de una nube de seis mil setecientos millones de Euros que la gestión cinegética de S.M. ha desviado hacia los cielos patrios; eso al parecer suscita escaso interés, sino que el Soberano se vaya de caza y cuernos ¡con la que está cayendo! Parece como si todos intuyéramos resignadamente que esa cantidad estratosférica de pasta se quedará ahí flotando, inerte, hasta que algún viento financiero la desplace discreta e inexorablemente hacia los bolsillos adecuados; probablemente bajo la chilaba de algún miembro de la familia real saudí o en las cajas de seguridad de una cuenta bancaria en suiza u otro paraíso fiscal administrada por un testaferro fiel a la Voz de su Amo. Hay crisis cuando a la inmensa mayoría de un pueblo en paro no le importa realmente para quién o para qué trabaja un Rey y, en su lugar, se abandona dócilmente un lunes al sol sí y otro también a especular dócilmente sobre los elefantes y la entrepierna.

El mediático pulpo con dotes adivinatorias fue sólo un aviso de que lo peor estaba por llegar. Y llegó: Un perro imprime su pata peluda en el Paseo de la Fama en Hollywood sin que ningún crítico cinematográfico ponga el grito en el cielo al constatar que el animal carece de filmografía de calidad contrastada que avale ese (ya dudoso) honor. Hace dos mil años, Cayo Calígula nombraba senador a su caballo Incitatus y todos los que habíamos visto el capítulo de Yo Claudio teníamos claro que la cosa andaba mal, muy mal, por el Imperio; que al loco de Calígula le quedaban, como quien dice, dos telediarios. Como de hecho así fue, por obra y gracia de la guardia pretoriana (por cierto que, a diferencia de lo que ocurre con algún que otro infame Senador bípedo implume, el bueno de Incitatus no se dedicó durante su mandato a malversar el pecunio ajeno). Pues eso, que entre pulpos clarividentes y perros protagonistas digo yo, que también vi Yo Claudio, que la cosa debe de andar, como poco, mal.

Estamos gravemente enfermos de estupidez; y la estupidez es contagiosa. La estupidez -y no el sida, la malaria o el cáncer- se revela como la gran pandemia de este siglo. Twitter, Facebook y Whatsapp han demostrado ser focos de infección indestructibles. The Walking Dead como metáfora velada de la realidad: Una realidad en el que seres humanos de toda laya y condición deambulan absortos en la contemplación de las pantallas de sus telefonillos-intercomunicadores, en un estado de ensimismamiento apardalado, probablemente sintomático de deficiencias en el desarrollo intelectual que sin duda pasarán factura a las generaciones venideras.

Vivimos en un mundo esperpéntico en el que la historia se escribe a golpe de trending topic en los Muros de Facebook; un mundo espasmódico en el que quien no corre, vuela. Maricón el último bien sea para que asegurar una pole position ante las puertas de los grandes almacenes en época de rebajas sin tener ni puta idea de qué vaya a comprarse uno o para juntar setecientas mil o un millón firmas a toda hostia u organizar una flashmob de zombies encabronados para apedrear la sede de un partido político de cuyo nombre no quiero acordarme sin más razón que una primicia difundida por un medio de comunicación que les recuerdo que hace un par de semanas publicó también en primera página la fotografía de un dictador entubado que  tuvo que retirar a toda PRISA (píllenme el chiste, se lo ruego).

Y qué más da si donde dije digo, digo Diego [rogaría a cierto amigo no se dé por aludido]; si lo verdaderamente importante es que pasen y jueguen en esta feria global donde todo el mundo gana menos el que pierde; esto último en letra pequeña. Esa letra pequeña que esconde tanta mentira desfachatada o, según se mire, en la que acecha la verdad ratonera que nos ocultan las grandes campañas publicitarias de los comerciantes, los discursos grandilocuentes de los políticos o los exabruptos de los contertulios televisivos en el prime time de baja estofa. Un mundo de mentiras y letra pequeña hecho a la medida de los necios.

Un mundo en crisis, ya digo, en el que se da pábulo a las voces equivocadas mientras que aquellos que tendrían que hablar, los que podrían explicar y tal vez justificarse, se parapetan tras el discurso institucional, tras el comunicado oficial, tras estadísticas que avalan esto pero también, y si conviene, lo otro. O simplemente permanecen cómodamente instalados en el anonimato, mientras en la pista central el foco mediático no escatima luz ni taquígrafos ni analistas para desvelar los dimes y diretes del ciclista que se dopaba, la cantante embarazada o el futbolista descontento. Las responsabilidades, entre tanto,  fluctúan etéreas, incomprensibles e inaprensibles y se entremezclan con el montón estratosférico de pasta de tres o cuatro párrafos más arriba hasta diluirse por desinterés, aburrimiento o -no será la primera ni la última vez- prescripción.

Un mundo en crisis que nos impele hacia el consumo implacable, sin descanso, día y noche, seven twenty four ; hay que comprar más váteres para que los trabajadores de Roca no se vayan a la calle, más coches para que los amos del cotarro no deslocalicen esta o aquella cadena de montaje; adquirir más periódicos y más libros para que las editoriales y los libreros no se vayan al carajo; hay que seguir yendo en masa hasta El Corte Inglés, que a lo que parece ha empezado ya a recortar sueldos a la plantilla. Dejarnos los cuartos en los pequeños comercios, que están, como quien dice, a la última pregunta. Reavivar el tejido industrial necrosado antes de que sea demasiado tarde: más electrodomésticos redundantes, congeladoras, robots de cocina, un aire acondicionado con bomba de calor, otra televisión... y ropa, mucha ropa, que no falte la ropa; viva la República de Zara. Importar y exportar turistas para dar de comer a los empleados de las agencias de viaje, a los hosteleros y a los camareros del sector. Hay que comprar deuda pública, acciones, bonos, fondos, invertir y, en definitiva, apuntalar el statu quo financiero. El ciudadano en crisis se transmuta en especulador de poca monta que, paradójicamente, no ceja en aborrecer y denunciar esas mismas prácticas cuando, ejecutadas a gran escala con know-how y guante blanco, enriquecen a bancos, multinacionales y grandes conglomerados corporativos que, por otra parte y al mismo tiempo, proporcionan sustento a todo un ecosistema humano de secretarias, ejecutivos, burócratas y chupatintas de medio pelo entre los que me cuento.

Y la conclusión desoladora es que el consumo deshumanizado, el consumo intensivo; el consumo puro y duro, resulta ser el único lenitivo plausible para este crisis. La vida modesta y simple es insolidaria con el prójimo desempleado y sólo conduce a la quiebra de lo que hay. Rehenes del sistema, indignados o no, no tenemos otra elección que abandonarnos a esta especie de orgía infernal de shopping sin fin. La existencia parece haber entrado en un bucle infinito en el que los Siete Días de Oro o la Semana Fantástica o el Día sin IVA se repiten sin cesar. Corren malos tiempos de ruido y de furia; de ruido mediático y furia financiera. Los malos actores, los cantantes mediocres, los políticos corruptos, los monarcas anacrónicos, los aviesos banqueros y, en general,  los artistas de la pista se pavonean y agitan fugazmente ante millones de idiotas de todas las razas, religiones y extracción social que escriben la historia con minúsculas dentro de los ciento cuarenta caracteres de un Twitter.

Algún día, rebasada la última frontera de la estupidez, agotado el último trending topic, exhaustos los recursos del planeta, supongo que nos llegará la Liquidación Final por Cierre y Agotamiento de Existencias. Mientras tanto, aquí les dejo empantanados en medio de esta crisis rampante que enfrenta a estafadores y estafados del primer mundo. Esa crisis relativa que acontece en medio de un fango moral que lo ensucia todo y confunde quién es quién a estas alturas de la película. Dónde acaba una vida digna y empieza una existencia de despilfarro vergonzante. Cuándo se ha cruzado la frontera de la avaricia.  Cuánto es, en el fondo, prescindible y si el fondo de lo prescindible está verdaderamente en el bolsillo o en el corazón. Hasta pronto.



Con Vds, una hermosa canción que escuché por primera vez hace ya ¿veintitantos? años en la voz forastera de Harry Dean Stanton y que ahora devuelvo a sus legítimos orígenes. A César lo que es de César, híjole.









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