29 de agosto de 2013

Póngase los guantes


     Hace unos días reverdecieron las hostilidades entre un sujeto representante de un porcentaje indeterminado (pero sospecho que mayoritario) de la población mundial y mi humilde persona, que se representa a sí misma y, también, a un grupo de rebeldes imaginados, entre los que espero se hallen ustedes, clandestinos e Improbables Lectores. Claro que si no fuese así, siéntanse libres de desertar de este caótico lado mío e irse con el enemigo o, mejor, a tomarse unas cañitas a pie de acera si las finanzas acompañan.

     Decía que hace unos días andaba yo improvisando la compra de frutas, hortalizas y verduras variadas al cabo de la jodida jornada laboral, descorbatado y con la ropa sudada del gimnasio macerándose apelmazada en el fondo del macuto. La visita obligada a un supermercado de fruta al cabo de la jodida jornada laboral no es, como comprenderán, santo de mi devoción; pero un Soltero Indomable como yo no puede descuidarse con estas cosas de la alimentación: Abastecerse en el colmado chino fuera de horario comercial o resignarse a descongelar las pizzas del Doctor Oetkler o, peor, a masticar un Whopper con pataticas no es bueno ni para la salud ni para la autoestima. Uno podrá reírse de Homer Simpson y de los gordos norteamericanos, pero la posibilidad real de convertirse en uno de ellos no tiene ninguna gracia; así que, por favor, un esfuerzo vegetariano y de compras a la frutería, a la mayor gloria del estómago  y el cuerpo, que se lo agradecerán.

     Una vez erradicada la figura del frutero asesor que departía con uno sobre las bondades de este tomate de aquí o aquella lechuga de más alla, el capitalismo salvaje no nos deja otra opción más que buscarse la vida entre el granel del género: toque, compare, envase, pese, etiquete usted mismo y pase después por la línea de cajas, donde por lo general será atendido por un inmigrante cuyo salario sea con toda seguridad inmoral, aunque probablemente legal o, incluso, excesivo al decir del superfuncionario Rehn y otros europeistas amantes de los recortes ajenos. Ya empiezo a dispersarme, coño.

     Toque, compare, envase, pese y etiquete usted mismo el género pero -ojo- póngase los guantes. Nunca sin los guantes puestos. Me refiero a esos de plasticucho traslúcido de los que uno puede servirse en las gasolineras para no mancharse las manos que, presuntamente, están limpias. Parecería razonable pensar que ese sea el estado por defecto de nuestras manos, al menos dentro de las fronteras de un país civilizado como el nuestro, donde el río Manzanares no es el Ganges ni la Sierra de Gredos el Mato Grosso. Ya no quedan plagas en Europa como las de antiguo, esas superproducciones bacteriológicas que se cepillaban a un cuarto de la población en un santiamén, cuando todo eran emplastos, cataplasmas y oraciones, antes del advenimiento de los antibióticos y, con ellos, de las gigantescas corporaciones farmacéuticas y el Vademécum infinito de cápsulas, pastillas, solubles, vacunas, inhalables e inyectables capaces de curar enfermedades que ni ustedes ni yo sabíamos que existían, y también infinidad de dolencias que de todas formas se hubieran curado solas con reposo y un poco de paciencia, cualidades sintomáticas del perdedor inadaptado en estos tiempos vertiginosos de aquí te pillo, aquí te mato.

     A juzgar por los recursos que destinamos a preservarlas frente a toda suerte de amenazas biológicas, yo diría que nuestras vidas se venden cada vez más caras. Hoy más que nunca queremos vivir más y mejor, y para ello estamos dispuestos a pagar lo que haga falta para financia la revolución farmacológica que nos librará de todo mal (lo que, por cierto, vamos a tener que demostrar, a la vista del proceso de demolición controlada a que se está viendo sometido el sistema de sanidad pública).

    Como decía, queremos vivir más y también mejor pero, por desgracia, la puta realidad nos coloca sistemáticamente en una encrucijada en la que hay que elegir entre cantidad o calidad de vida que, como el valor y el precio, son dos conceptos semejantes pero no necesariamente equivalentes. Buena prueba de ello son esos ancianos momificados, verdaderos mártires de la revolución farmacológica, que languidecen en residencias y hospitales, incapaces de valerse por sí mismos, como muertos vivientes que engordan las estadísticas de la esperanza de vida en los países desarrollados.

     No quisiera ser agorero, estimados Improbables, pero mi natural pesimismo me lleva a aventurar un futuro no muy lejano en el que sus hijos andarán dejándose medio sueldo y/o malvendiendo el patrimonio que, de haberse muerto como Dios manda, hubieran heredado de ustedes, con la muy encomiable finalidad de mantenerlos orgánica y estadísticamente vivos. Sus estertores cronificados cumplirán con la dudosa función social de garantizar la buena salud (nunca mejor dicho) del sector farmacéutico y de todo el ecosistema sanitario-asistencial que lo rodea. A esas alturas, casi les garantizo que su longeva vida será una porquería, una caca, un colector que va a parar al mar que es el morir.

     Desengáñense. El progreso humano alcanzó hace tiempo ya un punto de inflexión en el que calidad y cantidad de vida dejaron de ser conceptos equivalentes para convertirse en magnitudes inversamente proporcionales. Lean ustedes entre las líneas del cúmulo de contraindicaciones y posibles efectos secundarios descritos en el prospecto de cualquier medicamento e intuirán una sofisticada métáfora del miedo obsesivo y cerval a la muerte. Es este miedo ancestral el que, en el fondo, justifica la acatación ciega de cualquier norma, conducta o comportamiento, por mamarracho que sea, que nos complicará la existencia cotidiana un poco más, como por ejemplo el ponerse los dichosos guantes de plástico en las fruterías. Prueben a no hacerlo y arriésguense a incurrir en la furia de una horda de pensionistas acomplejados y veteranísimas y relimpias amas de casa que defienden con uñas (naturales o postizas) y dientes (postizos en la mayoría de los casos) la Cultura de la Asepsia con mayúsculas en la que es dogma de fe que cualquier prójimo es un presunto foco de horrendas infecciones. Hoy se nos exigen los guantes, mañana será la mascarilla (atención a esos turistas orientales emboquillados) y, en un futuro plausible, el traje-preservativo integral termosellado (puedo ver a los amantes del diseño y la moda de vanguardia salivando).

     Ya no hay mayonesa en los bares, el tabaco produce impotencia, el alcohol ha de consumirse responsablemente, la muerte nos acecha en cada curva, tomar el sol sin protección nos aboca irremediablemente al melanoma y las dietas estrambóticas y el deporte a machamartillo contribuyen a la infelicidad íntima de mucha gente so pretexto de una vida sana y equilibrada. Póngase los guantes, estimados Improbables, estén atentos a la última edición revisada del catálogo mensual de miedos, amenazas depresiones y fobias. Sigan al pie de la letra las recomendaciones del Gobierno de España, de los suplementos de salud y las secciones de autoayuda en las revistas. Prolonguen su existencia hasta los límites de la esperanza de vida, y más allá, si es que se puede. Vivan la Vida Sin hasta el final (lejano) de sus días, si es que ese es su deseo: vida descafeinada, absolutamente depurada de vicios, pasteurizada, higienizada hasta la náusea. Ponganse los guantes y también la mascarilla si les parece razonable, si esa es su convicción pero, por favor, tengan mucho cuidado de no despertar a ese Michael Jackson que todos llevamos dentro. Y a mi, se lo ruego, déjenme comprar la fruta en paz.


Descubrí esta canción visionando entre bostezos la tercera entrega de Resacón en las Vegas. En un momento de la película a los guionistas parece que se les va la olla y, en un alarde de dramatismo incongruente con el tono general de los taquillazos de esta onda (joder, no se merece este análisis, pero en fin...), ponen a cantar a Mr. Chow (el actor Ken Jeong) en el Karaoke de un puticlub de inspiración country en las Vegas esta canción originariamente de la banda de Cleveland Nine Inch Nails (Wikipedia dixit), cuya versión interpretada por el joven Johnny Cash les acompaño en el hiperenlace que podrán ver más abajo. Les pido disculpas (i) por el vídeo, que es ciertamente patético y (ii) por el anuncio publicitario que probablemente tengan que tragarse antes de entrar en materia musical:

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