13 de octubre de 2020

Demasiado vestidos como para dejar de soñar

Observar es juzgar. Los juicios son cosa del yo, o de uno mismo, o cualquier otra variante del lenguaje con la que intentamos contraponernos a lo otro, al resto de lo que hay. Ese yo que no puede dejar de mirar ni de pensar en lo que mira, incapaz de detener el mecanismo cognitivo que lo sustenta en medio del todo que llamamos realidad, y que es el sumatorio del yo y de “lo otro”. Afirmar “esto es amarillo” no es distinto de decir “te amo” o “anoche escuché ruidos”. Contamos con un fondo de armario más o menos extenso con el que vestir (o juzgar) las cosas que nos pasan. De hecho, vivimos prisioneros en ese gigantesco armario ropero del que salir es, en efecto, posible, aunque con la condición de salir vestidos. Somos la opinión que tenemos de lo que nos rodea. Incluso tenemos una opinión sobre nosotros mismos. Sin esas opiniones estaríamos -en sentido figurado- muertos y, otra vez, desnudos.

Desnudos como Dios nos trajo al mundo, porque Dios nos creó vivos y desnudos, igual que al resto de los animales y también de las cosas, aunque las cosas estén vivas a su manera: desnudos como el basalto, los perros y las margaritas.

Hace cuatro millones de años, un simio desnudo, ahíto después de un atracón prehistórico, se durmió encaramado al tronco de un árbol y allí, por primera vez, se soñó a sí mismo. Y en ese sueño el simio se imaginó huyendo de lo que temía o acaso alcanzando algo que deseaba. Cuando despertó de aquella siesta, el sueño aún estaba allí pero, a la vez, no estaba. Aquello que lo amedrentaba o el objeto apetecido, no eran menos vívidos que la corteza rugosa del árbol sobre la que descansaba o la miríada de sonidos que poblaban el calor asfixiante del atardecer en la sabana. El simio se sintió confundido, porque nada de lo que era capaz de percibir en aquel instante aturdido del despertar se correspondía con aquello que había soñado. A aquel primer sueño siguieron otros parecidos, y el simio, cada vez más frustrado, no acertaba, por mucho que se empeñase, a olfatear ni ver ni, aún menos, a saborear aquellos higos sabrosos que acaba de recolectar hasta que, de nuevo, surgía ante sus ojos apenas entreabiertos el techo y la penumbra ocre de la caverna. Ni rastro de todo aquello.

Un día en que se hallaba especialmente cansado y muy hambriento después de varias jornadas sin llevarse un mal tallo a la boca, errabundo bajo el sol abrasador de la estación seca en una planicie arrasada por los incendios, el simio cesó de olfatear, porque era imposible captar algo que no fuesen cenizas humeantes y restos carbonizados de la sabana quemada, y desistió también de escuchar, porque sus oídos sólo alcanzaban a discriminar, disperso aquí y allá, el crepitar monótono de brasas agonizantes y los chasquidos de las acacias yertas tras la tortura de las llamas. Por fin, dejó también de otear un panorama sin atisbo de vida comestible, devastado hasta el confín del horizonte que, al anochecer, revelaba el pulso de fuegos aún vivos bajo la bóveda de un cielo limpio e inmisericorde, obstinado en perpetuar aquella sequía interminable.

Y fue entonces cuando, exhausto y quebrantado en aquel entorno sin esperanza, el simio soñó despierto y, por primera vez, atrajo al umbral de la primera memoria todo aquello que su naturaleza animal le había negado, subyugada desde el comienzo de los tiempos al mandato férreo de supervivencia y perpetuación de su raza. Aquel sueño primigenio fue la primera derrota del imperio natural de los instintos, a la que siguieron otras muchas. El simio desnudo desarrolló la habilidad de experimentar deseo o miedo a partir de lo soñado sin una causa objetiva que lo provocase. Poco a poco, su existencia animal monocorde adquirió una dimensión paralela en la que se fraguarían las primeras ficciones que, en un futuro aún muy lejano, desembocarán en un lenguaje cada vez más complejo sobre el que se armaría la civilización hipertecnológica de nuestro siglo XXI. Aquellas ficciones constituyeron las primeras vestimentas de la raza ancestral de simios desnudos que, embaucados por los sueños primigenios, acabarían prisioneros y estresados en su propio mundo de conceptos abstractos, encapsulados herméticamente en un lenguaje incapacitante, que les impediría, hoy por hoy, reconectar con ese “aquí y ahora” tan demandado por quienes ven en la meditación, entendida como vía de renuncia al yo, la solución a todos los conflictos y las obsesiones, a toda esa tristeza inexplicable que nos aqueja. Desandar un camino de cuatro millones de años no es tarea fácil.