25 de diciembre de 2011

Navidad (y van dos)

Apreciados Lectores Improbables:

Por segundo año, en nombre del equipo unipersonal de redacción del Watiblog, espero pasen unas gratas y efervescentes fiestas navideñas. Disfruten de tanto vicio como sus neuronas, sus estómagos y sus vías respiratorias sean capaces de aguantar y practiquen tanta virtud y buenos sentimientos como quepan dentro de sus gastados corazones. Cuiden de no reventar como el Lagarto de Jaén, pero tampoco languidezcan más de lo estrictamente necesario en la contemplación de sus ombligos. Aun a riesgo de arrojar piedras sobre mi propia bitácora, les deseo que sean razonablemente felices, ahora y en lo que venga después.

Wat

21 de diciembre de 2011

Lotería

Todos los años igual, no escarmentamos. Venga a jugarse los cuartos, por si toca. Mucha crisis, mucho paro, la Unión Europea a un tris de irse a tomar viento, pero aquí parece que le sobra el dinero a todo el mundo. Dice la prensa estadística que las familias españolas se van a gastar la friolera de 622 Euros a cuenta de las celebraciones navideñas (menos que el año anterior, ojo al dato). Luego, esas familias seguirán inyectado pasta en la cuenta de resultados de los grandes almacenes con la peregrina excusa de las rebajas de enero. Llegará después la primavera, que por cielo, tierra y mar se espera e, impasible el ademán, esas mismas familias acudirán en tropel a esos mismos grandes almacenes a profanar con sus tarjetas de crédito las bocanas insaciables de los datáfonos a cambio de ropas, complementos y cachivaches que sustituyan a las ropas, complementos y cachivaches obsoletos que adquirieron doce meses antes con ocasión de las mismas rebajas estacionales. Les parecerá una tontería, pero tengo la impresión de que, en realidad, la gente no paga por las cosas que compra. La gente paga por el puro placer de comprar en abstracto. El gusto está en aforar la pasta, llevárselo puesto y a otra cosa, mariposa. Al final voy a tener que darle la razón al eslogan ripioso de una cadena que vende productos tecnológicos a mansalva: La Avaricia Me Vicia. Víctimas del inconformismo crónico, nos dedicamos todo el año a acaparar más de lo mismo -aunque sea la misma mierda inútil- pero de otro color y con novedosas prestaciones  irrisorias. ¿Que ya tiene una plancha? No importa, porque ahora hay una que es capaz de planchar... ¡plástico! Para amas de casa estrictas, sin duda. Ipad, ya de por sí capaz de colmar impecablemente nuestros deseos injertados, cuenta ahora con doscientas chuminadas extras; llamémosle incremento exponencial de nuestras fuentes inexploradas de felicidad. Relojes, relojes, relojes y más relojes; cámaras fotográficas que nunca llegamos a entender del todo son reemplazadas por otras aún más complejas, caras e ininteligibles. Prendas defenestradas por el vértigo de la moda se amontonan en los contenedores de las parroquias, vehículos prematuramente repudiados por sus dueños en venta como ganado viejo en los concesionarios de segunda mano, muebles en perfecto estado de revista acaban abandonados a pie de calle, junto a los cubos de basura comunitarios. Nada alcanza ya el final de su vida útil por obra y gracia del dinero que fluye incesante desde nuestros bolsillos y nuestras nóminas. Alimento y frontera mezquina de nuestros sueños, el dinero nos hace libres en el vasto territorio imaginado por una legión de artistas, políticos, mangantes, mercaderes y fabuladores. Peones supersticiosos en un juego de rol diabólico, la ciudadanía acude cada año por estas fechas a Doña Manolita o a la Bruja de Oro con la legítima esperanza de alzarse por la patilla con un botín redentor de todas esas pellas y pufos que les traen por el camino de la amargura. Sospecho que en la mayor parte de los casos un Premio Gordo, aunque suficiente para conjurar hipotecas y otros débitos más o menos acuciantes, no basta para tapar el boquete existencial o ese abismo de ocio en el que, botella de cava en mano, se precipitan cada año los afortunados del 22 de diciembre. Aquejados de miopía consumista, los premiados serán en su mayor parte incapaces de plantearse la existencia al margen de la cartografía fabulosa programada en el TomTom de la sociedad de consumo, y acabarán forzando la delicada maquinaria de sus vidas hasta amoldarlas al estereotipo del nuevo rico, heredero natural del reino de los horteras infelices. Luego está el resto de los desafortunados que, cuentan las estadísticas, se ha gastado nada menos que setenta Eurazos per capita a cambio de nada y que, curiosamente, son los mismos que ponen el grito en el cielo porque el pan, el pollo o el Metro  suben unos céntimos; y que también son exactamente los mismos que, a falta de premio, no tendrán más remedio que rascarse los bolsillos como sea para acudir en plena forma a las rebajas de enero pero -eso sí- una vez cumplimentado el trámite de los décimos del el Sorteo del Niño que, por supuesto, tampoco tocará este año.

Y sí, estimados Lectores Improbables, suponen bien. Tampoco yo escarmiento. También yo vivo rodeado de porquerías repetidas y prescindibles. También he fundido la tarjeta de débito primero y después la de crédito a la mayor gloria de los días de vino y rosas. No negaré que más de una vez he sucumbido a la fascinación de las rebajas y saldos de temporada. Conozco de primera mano la vaga sensación de cumplir con los designios inapelables del destino al comprar la lotería de los distintos departamentos de la empresa (les aseguro que en el caso de las multinacionales esto puede convertirse en un serio problema). Pero, en fin, qué les voy a contar; si escribo esto, por algo será. Así que este año se me ha ocurrido que, puestos a tirar el dinero a cambio de nada, igual podría ponerme el mundo por montera y, sólo por una vez en la vida, sólo por el puro y simple placer de saborear lo prohibido, he decidido ser egoísta y, en un alarde de incorrección política, he dejado de adquirir y compartir con mis semejantes esos billetes de lotería transmutados en ilusiones y felicidad gracias a las esmeradas campañas de marketing navideño. En su lugar, he destinado igual importe a una fundación o tal vez a una ONG, ahora mismo no lo tengo claro. La pasta no la voy a recuperar, pero igual me hubiera pasado con los niños repelentes de San Ildefonso y su bombo gordinflón. Por otra parte, me consuela pensar que con Urdangarín fuera de juego, las posibilidades de que a algún pobre desgraciado le  caiga algo se han incrementado un poco. Así que no me deseen suerte mañana. Para ustedes, que sin duda la merecen, toda la del mundo.

Les presento a un amor de juventud. Les recomiendo no escucharla más de la cuenta por sus efectos adictivos. Quedan advertidos.



10 de diciembre de 2011

El Basurero

No esperen mucho de esta entrada por dos razones. La primera, incógnitos lectores, porque probablemente la encuentren ustedes redundante: lo que no se haya escrito ya sobre el Basurero no lo voy a escribir yo. Siendo, como soy, un topo de pocas luces, vivo ensimismado en mis túneles y mis cosas, y de ahí mi precario entendimiento de lo que se cuece por ahí fuera. Confieso que tengo la bochornosa costumbre, al tiempo que escribo y reflexiono, de entusiasmarme con presuntos hallazgos que, expuestos a la luz de la realidad, no resultan ser más que ideas revenidas, planteamientos obsoletos y filosofías putrefactas desde tiempos inmemoriales. En segundo lugar, les confesaré que el Basurero es una cuestión que sangra y palpita en el ecuador caliente de mi subjetividad y, por ello, me resulta complicado escaparme hasta las regiones más frías -y frívolas- desde las que habitualmente perpetro estos pánfilos cronicones. Quedan, pues, advertidos.

Si leen ustedes cualquiera de las entradas anteriores del blog no les resultará complicado deducir que el autor no es más que un ignorante que recurre sin sonrojo a tópicos, resabios y lugares comunes que después intenta camuflar con letras. Debo admitir que, en parte, esto es así. En mi descargo alegaré que supongo que escribo este blog para dar testimonio de certezas y convicciones que me definan como individuo por oposición al montón de individuos al tiempo que busco respuestas, preferiblemente simples, que de antemano sé que no voy a encontrar, o al menos no en el Basurero.

El Basurero es ese lugar que se aparece delante del individuo simple que busca respuestas simples cuando se pone las gafas de pensar. Inmenso y desangelado, el Basurero es un infierno conceptual, una pesadilla inabarcable de normas, parlamentos, pensiones, huelgas, bonos, directivas, estadísticas, banca, corruptelas, informes, tratados, préstamos, reglamentos, diputaciones, crónicas, censos, tecnocracias, estatutos, ratings, quiebras, premios, dividendos, cohechos, aranceles, contabilidades, burocracias, cifras, fueros y desafueros, comisiones, conciertos, oligarcas, incentivos, protocolos, magistrados, ordenanzas, cuotas, decretos, congresos, trámites, pactos, licitaciones, información clasificada, renuncias y dimisiones, diplomacias, sondeos, huelgas, demandas, consensos, dietas, competencias, seguimientos, alternancia, hipotecas, coaliciones, deuda, instancias, tripartitos, aranceles, variables, hechos imponibles, ejecuciones, sinergias, percentiles, cotizaciones, disidencias, entes, subvenciones, lobbies, inflación, moratorias, prescripciones, planes, beneficios, sanciones, votos, fondos, patrocinios, negociados, inmovilizados, adjudicaciones, presupuestos, organigramas, amnistías, cátedras, flujos, concilios, intereses, recursos, prebendas, legislaturas, remuneración, corporaciones, sufragios, prorrogas, fiscalidades, consejerías, prejubilaciones, mayorías, conflictos, índices, economías de escala, trienios, recesos, correligionarios, inmunidades, estrategias, cargas, debates, costes, paridades, sobreprecios, comparecencias, órganos, privilegios, responsabilidades y un sinfín de conceptos desfigurados por la manipulación verbal sistemática, transmutados en desechos e inmundicias que se adhieren al tejido de lo real hasta asfixiar cualquier intento de ejercitar, siquiera mínimamente, una ciudadanía responsable. Y todo lo que nos queda es un sentimiento abstracto de indignación que apenas se traduce en artificios poéticos (mis sueños no caben en tus urnas) o en ripios toscos más propios de una competición deportiva (familia desahuciada, casa okupada). Fuegos fatuos que sólo alcanzan a iluminar un encabronamiento prehistórico, contrapunto paradójico del Mundo Feliz que acariciamos con la yema de los dedos en la pantalla iluminada de un Ipad.

El Basurero es el ecosistema en el que compiten, consumen y se pisan el cuello para sobrevivir con mayor o menor fortuna millones de ciudadanos empanados, dispuestos a sacrificar sus obtusas existencias en aras de una prosperidad mal entendida bajo la indubitada premisa de que Más siempre será Mejor para sí y para los suyos. La clase política se encarga de administrar y extender las fronteras del Basurero al tiempo que, desde sus corbatas, intentan convencer a sus votantes precisamente de lo contrario en ruedas de prensa, entrevistas, tertulias y comparecencias televisadas.

El Basurero requiere un mantenimiento cada vez más sofisticado. La montaña de basura, de proporciones bíblicas desde hace ya mucho tiempo, sigue creciendo y se hace necesario apuntalarla constantemente a golpe de legislación que ha de garantizar la expansión controlada y, a la vez, evitar que alcance una masa crítica, colapse y nos vayamos todos a hacer puñetas. En eso andan hoy, al parecer, los 17 países de la moneda única y seis de sus aliados.

Ahí tenemos a nuestros avezados políticos estrujándose el magín, para dar con soluciones que garanticen a medio plazo la sostenibilidad del Basurero, cuando en realidad a lo que tendrían que dedicarse es a diseñar fórmulas para su desmantelamiento controlado y, de paso, planificar cuidadosamente los mundos posibles que podrían surgir del reciclaje de tanta porquería. Naturalmente que esto resulta, por definición, imposible ya que de todos es bien sabido -o cuanto menos intuido- que cualquier político que se precie ha suscrito un pacto invisible con las fuerzas implacables que constituyen la esencia y la sinrazón última del Basurero. En su formulación más simplista, el pacto vendría a permutar un compromiso de acción política a cambio de un bien remunerado puesto de asesor en el consejo de administración en el seno de una multinacional planetaria (o una sinecura similar), una vez sorteado el enojoso trámite temporal que plantea la normativa en materia de incompatibilidades. Todo muy legal, faltaría más, porque, en el fondo, quién no comprende -y tolera- en su fuero más íntimo el derecho de cada cual a luchar por alcanzar la gloria trepando hasta las más altas cumbres de la miseria, aun a costa de malbaratar el futuro de millones de administrados, votantes o no.

Así las cosas, el mundo acaba transformado en una suerte de distopía orwelliana. En realidad el verdadero consumo responsable radica precisamente en consumir más; en realidad la solidaridad no conduce más que a la ruina de quienes malviven de vender aquello que filantrópicamente regalamos; en realidad el ahorro energético cierra fábricas, destruye empleo y engrosa las listas del paro; en realidad quién se atreve a negar que nuestra supervivencia está garantizada por los bancos; en realidad las empresas se sostienen y prosperan gracias a la dictadura incuestionada del patrón, si bien es también verdad que los marineros explotados, paradójicamente, vivan y voten en la democracia del Basurero; en realidad nuestra capacidad de compartir es directamente proporcional a la carencia de lo que compartiríamos; en realidad, y visto como circula el Metro a las ocho y media de la mañana, doy gracias a Dios de que las consignas municipales caigan en saco roto y gran parte del pujante lumpenproletariat del sector servicios se abstenga de utilizar el transporte público; en realidad el montante de nuestros sueldos integra el núcleo duro de nuestra más inviolable intimidad;  en realidad tenemos una habilidad asombrosa para acomodar nuestra desgracia a la medida exacta de nuestra circunstancia. Todo ese cúmulo de realidades distópicas, amén de otras muchas que aquí no menciono por no aburrirles más de la cuenta, constituyen los axiomas que la clase política tiene bien presentes a la hora de llevar a cabo las labores de reparación, conservación y ampliación sostenida del gran Basurero que, salvo deflagración nuclear, meteorito, Mourinho u otra fuerza mayor imprevisible, perpetuará su existencia hasta reventarnos a todos, aunque, bien pensado, también podría suceder que por una increíble ironía cósmica lo ético se torne rentable -eso sí- a corto plazo. Recemos por ello.

Les iba a regalar una de Pink Floyd, pero bueno...

9 de noviembre de 2011

Dedos

Esquivos a la mirada del observador, son capaces de transportar hasta una o mil ventanas luminosas un conjunto de pequeños espasmos controlados que, por virtud de convenciones y códigos matemáticos, emergen convenientemente organizados en cantidad y combinación suficientes como para cumplir, con mayor o menor fortuna, la misión encomendada por la voluntad bajo cuyo control se hallan.

Siguiendo órdenes, los dedos –mis dedos- acaban de enviar al blog un pequeño contingente de 1683 caracteres organizados en 278 palabras a su vez estructuradas en una clásica formación cuadrangular a la que, a falta de adjetivos o metáforas inspiradas, daremos en llamar “párrafo”.

A golpe, pues, de párrafo y teclazo se intenta poner cerco digital (en el doble sentido del término) a la fibra sensible de quienes observan y respiran, muy lejos, al otro lado de un monitor. Sé que es difícil socavar la resistencia pasiva de quien se limita a mirar y no lee, atrincherado en la convicción inconsciente, forjada con libros y papeles, de que sólo la letra impresa es capaz de conjurar la alquimia de los sentimientos.

O al menos así pensaba el dueño de estos dedos antes de ser acosado, cercado y derribado desde la interfaz de un procesador de textos. Después, todo cambió; hubo una gran convulsión interior y la vida ordenada, el futuro previsible y otros espejismos cómodos no fueron más. Pasaron veinte años y empecé a escribir este blog de derrota incierta pero segura. Derrota oscura que los dedos iluminan con haces de letras proyectadas más allá para ser devoradas de inmediato por más y más oscuridad circundante. Letras sin retorno ni tampoco horizonte. Letras que no tienen vuelta de hoja.

[Para Adela de Bara, que, supongo, no ha leído una sola letra de este blog]

30 de octubre de 2011

Gañán de fin de semana


Aquí me tienen, sentado en la silla plegable de rayas verdes y blancas con el netbook en el regazo reflexionando, no sin cierto alivio, sobre toda esa oferta de ocio ilustrado, todas esas tendencias en boga y guiños al buen gusto inútilmente desperdiciados en mi persona, refractaria e impenetrable a los encantos de la cultura del consumo, sospecho que por ignorancia crasa. Lo confieso: soy un gañán. Soy un gañán de fin de semana.

Escribo, como digo, sentado en la silla de playa pero igual podría estar apalancado delante del portalón de mi casa, a pie de la carretera nacional, en algún pueblo polvoriento dejado de la mano de Dios, mirando desapasionadamente pasar los coches de regreso a la capital el domingo por la tarde, sin preguntarse quiénes son, a dónde han ido o de dónde rayos vienen. Luego me bajaré al bar a ver al Madrid o a tomarme un café o algo. Aquí en Madrid tal vez no me baje a la tasca, pero siempre me queda derivar a la Fnac a dejarme unos eurillos en paperback barato. Rutinas de gañán.

Aborrezco la cultura de la gratuidad envenenada: el dos por uno, la tarjeta de socio, diez por ciento más de champú, el bono de los treinta masajes, por una compra superior a cien se lleva uno, el sexto café le sale gratis, rasque y gane... Una mañana de sábado, hace ahora tres semanas, arrojé a la primera papelera que encontré a mano una revista de moda amortajada en plástico transparente junto a un calendario de cartón geltex, un libreto encuadernado con ofertas surtidas en cupones recortables, la sábana roja plegable del Mediamarkt -antro de perdición donde los haya- y otra morralla publicitaria que ahora no recuerdo. Tras la parada técnica de desescombro editorial retomé mi camino hacia la cafetería no sin una vaga sensación de culpabilidad por no haber utilizado un contenedor dada la ingente cantidad de papel-cartón de la que acababa de deshacerme pero, qué demonios, yo sólo quería hojear el periódico al lado de un café y una caracola, sin más engorros. Lo cierto es que, despojos comerciales aparte, había abonado un sobreprecio de treinta céntimos al quiosquero por un semanario de moda que había acabado inédito en el fondo de una papelera. Con la mirada perdida en el Times New Roman del periódico (esa mañana había olvidado las gafas en casa) me dio por divagar pensando en las pencas de las acelgas, las cabezas de pescado, los esqueletos de pollo y tantos otros restos comestibles que, aun habiendo sido aforados al peso en la balanza del mercado, acabo injustamente abandonando a su suerte en el cubo de basura, pura y simplemente por racismo arraigado en la ignorancia y los prejuicios culinarios y, con toda probabilidad, en la confortable existencia de un baby boomer que -aún- no ha perdido su empleo. Mea culpa.

Rectificar es de sabios y también de gañanes, voto a Dios, así que me hice una nota mental para el sábado siguiente, en el que volví a abonar al quiosquero el sobreprecio del diario si bien esta vez tomé cumplida posesión del suplemento de moda que exhibía en portada la pulcrísima estampa de Scarlett Johanson (Actriz. Nueva York, 22 de diciembre de 1984) canibalizada por la luz cegadora de un flash inquisitorial y despiadado. La rubia Scarlett me dedicaba una mirada lasciva a la vez que suplicante (perdónenme la subjetividad) y un mensaje claro como el agua del Canal: Me verás, pero no me follarás. Mal empezamos. Decido ignorar los avances indecorosos de la fotogénica Johansson y comienzo a hojear la revista contra natura; es decir, desde atrás, como suelo. Nada reseñable al otro lado de la contraportada: una fotografía antigua de Peter Sellers, vagamente evocadora de un Austin Powers salido del armario, a modo de refrendo visual de un artículo firmado por Rossy de Palma (!) que glorifica de las virtudes del bolso masculino entendido como complemento ideal del hombre-florero del siglo XXI; glosa estéril donde las haya, sobre la que no dilapidaré el ya de por sí el escaso talento que Dios me ha dado. Tras el consabido horóscopo, como es de ley en cualquier revista de moda que se precie, me encuentro con una entrevista nada más y nada menos que con la Mala Rodríguez (Malamaría motherfuckers uh, uh). Encabronada por defecto con el Sistema, como también suele ser de ley en cualquier rimador que se precie, la rapera jerezana descongelaba recientemente un slogan un poco ramplón, de andar por casa vamos, en su cuenta de Twitter: “A la mierda las instituciones. Toda clase de partido, de gobierno y de tradiciones. Pero, oh, sorpresa, sorpresa: Al pie de la fotografía que ilustra la entrevista, algo rechina; algo no encaja con la indignada declaración de principios: “La Mala Rodríguez recogió el Premio de la Música 2011 al Mejor Álbum de hip hop vestida con un corsé de la colección Spellbound de Bibian Blue (www.bibian-blue.com) marca de la que es imagen. Bien pensado, lo cierto es que rapero también rima con ropero y -curioso hallazgo- con dinero.

Dinero. Gran parte de los cachivaches de moda y otros objetos de efímero deseo retratados a lo largo y ancho de cuarenta y dos páginas de la revista exhiben precios inflados hasta la desvergüenza, siempre y cuando este razonamiento emocional se haga clave de salario mínimo interprofesional que, a día de hoy, asciende a seiscientos cuarenta y un Euros. No hay que olvidar que se trata de accesorios por lo general fabricados en serie cuyo coste real de producción, de conocerse, ofrecería oportunidades insospechadas para el análisis de la avaricia y la estupidez humanas. Mención honorífica merece la mochila Alligator diseñada por las hermanas Olsen que cualquiera de ustedes podría adquirir por treinta y nueve mil Dólares si no estuviera -como leo- agotada. Muy recomendable también, en especial para mitómanos imbéciles, pasar una noche en la Suite Dior del hotel Saint Regis a cambio de seis mil trescientos Euros, experiencia exclusiva e inolvidable donde las haya reservada a los bolsillos más profundos que sin duda concitará la envidia de los aproximadamente seiscientos mil débiles mentales que han aforado veinte Euros cada uno (les ahorro el cálculo: suman doce millones de Euros) para contemplar nada más y nada menos que el vestido nupcial de la otrora plebeya -aunque pija- Middleton, hoy Duquesa de Cambridge.

Elena Benarroch, que es una peletera (quizá suene a insulto, pero no lo es), halla un espacio natural en el que darse pisto a la altura de la página veintisiete de la revista: “Tengo dos bolsos Birkin. Uno lo heredé de mi madre. El otro lo compré en un aeropuerto, sin necesidad de apuntarme a ninguna lista de espera.” Me late entre las líneas que semejante revelación oculta una frívola estupidez. El gañán que habita dentro de mí se revuelve y me exige a gritos que arroje la revista al cubo de la basura, pero el caso es que algún resorte oculto en lo más profundo de mi alma cateta me incita a continuar leyendo (pierdan cuidado, estimados Improbables, me lo haré mirar). Sea como fuere, y tras ilustrarme en Internet, ahora sé lo que es un bolso Birkin: Viene a ser como la mochila de las hermanas Olsen, pero un poco más barato. Lo que confirma mi intuición previa.

En la página contigua otra mamarrachada con forma de reportaje: Una “ubicua directora de moda y fashionista irredenta se convierte por un día en la monarca más famosa del mundo: Isabel II (...)”. Esta vez opto por economizar letras siguiendo elementales principios de higiene mental preventiva, así que no lo leo, si bien me demoro un momento en la contemplación de varias fotografías de Isabel II superpuestas en una especie de collage fotográfico. Fascinado, me percato de que en todas ellas viste básicamente igual, con guardapolvos, broche joyuno y sombrero comestible. Como una víctima de la cubeta del Photoshop la reina de Inglaterra, warholiana e idéntica a sí misma, se multiplica en gamas cromáticas maniqueas y contundentes. La verdad, se me ocurre, es que el papel del Oráculo en la trilogía Matrix le habría ido como anillo al dedo.

Continuo leyendo, ya decididamente en diagonal, y a veces casi en vertical, limitándome a contemplar el agradable paisaje fotográfico de reclamos publicitarios y bellas mujeres ligeras de peso y, sobre todo, de ropa, elemento este último molesto e incidental que me enturbia el garbeo visual. Detengo la mirada con estupor incrédulo en una fotografía de Antonio Muñoz Molina en la que el Académico se nos aparece en primer plano cual modelo de colonia parisina de las de a sesenta Euros el frasco. La fotografía, blanco y negro de diez por nueve centímetros, se ubica al pie de la entrevista con el autor del Invierno en Lisboa, curiosamente de dimensiones idénticas. Caben cinco preguntas con sus correspondientes -y lógicamente sucintas- respuestas además del título de la cabecera, que reza “Un cuentista con mucho arte” pero igual podía haber sido “Un ubicuo cuentista de moda y fashionista irredento” y, créanme, nadie se habría dado cuenta. Lo que, por cierto, me lleva a preguntarme, visto el milagro obrado con Muñoz Molina, qué demonios andará pensando el candidato Rubalcaba, tan volcado en capturar el voto indeciso, que no se hace inmediatamente con los servicios del retratista. En este mundo de masas empanadas las cosas son como en las “pelis” del chico americano, donde el guapo es el bueno y los malos son muy malos (la bastardilla es de Adolfo “Fito” Cabrales).

No es que me enorgullezca especialmente por ser un gañán de fin de semana, no vayan a pensar ustedes, apreciados e Improbables Lectores, que no soy consciente de las limitaciones, carencias abismales e inconvenientes que todo ello comporta. Misántropos inadaptados, exiliados de las hermandades deportivas, políticamente fuera de juego, poco cultivados, egoístas, solipistas y también un poco pajilleros, somos una estirpe abocada a la extinción sin pena ni tampoco gloria. En la página ciento veintidós de la revista hay un tipo que considera que al regalar flores “jamás se puede sustituir un ramo por una planta. Precisamente en lo efímero de la belleza reside la fuerza de unas flores cortadas. Qué imbécil. En este mundo, sobramos o él o yo y, saben, realista como soy me temo que voy a ser yo. En fin, doy por concluida esta entrada y arrojo -ahora sí- la revista de moda en la papelera del salón. Con su permiso, agarro la bicicleta y me voy al Rastro a comprar un pijama de franela sin firma ni glamour, un pijama de gañán, que no obstante espero sea eficaz contra el invierno que se avecina. Saludos cordiales.

Hoy no hay música, más allá de los acordes simplones de la Canción  Mixteca que se escuchan al fondo del monólogo de Harry Dean Stanton en un peep show en algun lugar de Paris, Texas. Va por mí, aunque espero que ustedes también lo disfruten.


 

13 de octubre de 2011

Tautología




"Knowledge exists only when it is given. Like love"




Courtesy of David Mitchell. The Thousand Autumns of Jacob De Zoet 




1 de octubre de 2011

Torrents

Por la ese deducirán que no voy a escribir nada sobre el municipio de Valencia que, si de justicia poética se tratase, debiera ostentar el liderazgo de descargas ilegales o constituirse en la sede natural de cualquier simposio alternativo de piratería informática. La soledad sin televisión de algunos fines de semana alienta en mí ciertos hábitos poco saludables entre los que se cuentan la lectura mecánica, la ingesta sistemática de latas de cerveza, la navegación indiscriminada por Internet, la masturbación ex fastidium y, últimamente, la contemplación arrobada de ciertas teleseries de la cadena norteamericana HBO. Salvo en el caso de las latas de cerveza (y tras la adquisición de un costoso libro electrónico) mi misantropismo sedentario se afianza cada vez más en una gratuidad que se me antoja mano de santo en medio de esta emocionante crisis mundial de la que todos tomamos buena nota por obra y gracia de los medios de comunicación.

Me gusta que las cosas que de verdad importan sean gratis, aunque sólo sea un espejismo; quicir que no me opongo a financiarlas solapadamente a base de impuestos; ya saben: ojos que no ven, corazón que no siente. Así resulta que la calle es mía (y de todos); y lo mismo el aire, los parques, los ambulatorios de la Seguridad Social, las bibliotecas, las playas con bandera azul, los informativos de la radio, las escuelas públicas, los museos y un largo etcétera que a la postre estructura un gran teatro del mundo en el que escenificar una vida digna sin importar quién uno sea, cuánto valga ni de dónde venga. Dentro de ese largo etcétera de cosas realmente importantes incluyo el arte y la cultura en todas sus vertientes, aunque por coherencia con la entrada de hoy únicamente me referiré a la música, las imágenes y los textos escritos.

La evolución imparable de la tecnología durante los últimos años ha descentralizado el poder de distribuir canciones, películas y libros. De la noche a la mañana, editoriales, discográficas, artistas y literatos de renombre han visto amenazado un modelo de prosperidad financiera apalancado en masas de consumidoras tradicionalmente condenados a pagar por ver, oír o leer determinados productos presuntamente artísticos o presuntamente culturales; o al menos eso podría deducirse de las sofisticadas campañas de mercadotecnia orquestadas para promocionarlos con el apoyo incondicional -por asalariado- de según que críticos, columnistas, opinadores u otros respetables mercenarios de la letra impresa, capaces de avalar por igual un espantajo mal parido que una obra honestamente encomiable.

En toda reacción química, la masa los reactivos es igual a la masa de los productos; esto es, se conserva la masa del sistema. Con permiso de Lavoiser y las licencias poéticas que procedan, me atrevo a reformularlo a la medida de la entrada de hoy: En toda reacción financiera, la masa monetaria es igual a la masa de los productos; esto es, se conserva la masa del sistema o dicho de otra forma, el dinero no se destruye: simplemente cambia de manos. Lo que ustedes dejan de gastarse en música, en entradas de cine o en libros se lo llevan muerto los fabricantes de ordenadores, mega televisores, reproductores mp3, e-books y demás parafernalia tecnológica fructíferamente asociada a los anteriores. La llantina de los editores y las pataletas de las productoras tradicionales se transmutan en brindis en los burdeles hi-tech de Palo Alto, donde jóvenes emprendedores y visionarios copulan con los amos del dinero y engendran criaturas punto com cuya supervivencia comercial depende de una parasitosis de dimensiones planetarias. Les diré, por si no se hubieran dado cuenta, que ustedes y yo formamos parte de la plaga de piojos amorrada al pellejo de las mastodónticas criaturas: Windows, E-Bay, Meetic, Facebook, Twitter, Amazon, Google, Blogger, Flickr, Youtube, Spotify y otros estandartes del bestiario virtual de Internet.

Piojos, sí, más con capacidad de raciocinio y, por tanto, piojos enamorados (qué tontería). Ejem, habida cuenta de que el parasitismo es el proceso por el que una especie amplía su capacidad de supervivencia, bien podríamos decir que la expansión parasitaria de nuestras necesidades culturales creadas pasa por explotar de manera inteligente y provechosa (léase despiadada) el medio cultural virtual.

En los títulos de crédito de su última película, Pedro Almodóvar (prestigioso empresario y también -que todo hay que decirlo- director de cine en sus ratos libres) proclama el apoyo financiero del Instituto de Crédito Oficial, de Televisión Española y Canal + España, del Instituto de Cinematografía y de las Artes Visuales, y también el aval económico de entes autonómicos como la Xunta de Galicia y la comunidad de Castilla la Mancha. Semejante arropo institucional no halla reflejo correlativo en el precio de las entradas a las salas cinematográficas ni, desde luego, en la calidad de la película, todo lo cual yo interpreto como una arenga solapada al espectador solidario de a pie para que se rasque el bolsillo por el bien del cine español, al parecer bajo mínimos económicos, a mayor gloria de la tesis económica negacionista del aforismo que reza:

“Todo necio/confunde valor y precio” 

O, dicho de otra forma, todo fracaso cultural es inversamente proporcional a la cantidad de recursos económicos invertidos. Por tanto, cualquier película, cualquier libro, cualquier canción mediocre explica su fracaso en la asignación insuficiente de medios.

Y, pensándolo bien, quizá los negacionistas tengan razón, si tenemos en cuenta que a coste cero el 99 por ciento del botín intelectual pirateado por medios ilícitos en Internet es, pura y simplemente, una mierda; no vale nada. Si hacen ustedes el favor de conectarse a http://thepiratebay.org/ que viene a ser como la Meca sueca de los piojos aventajados y le echan un vistazo al ranking de películas descargadas, se encontrarán con esto:

1º Transformers 3: El Lado Oscuro de la Luna
2º Quiero Matar a mi Jefe
3º Green Lantern (Linterna Verde)
4º Con Derecho a Roce
5º Fast and Furious 5
6º Thor

En lo que se refiere a libros electrónicos, y con la honrosa excepción de la pole position, los libros de autoayuda se llevan la palma. Les supongo avezados en la lengua de Shakespeare:

1º Porn Star Secrets of Sex: Over 100 mind-blowing tips...
2º Never Be Lied to Again: How to Get the Truth In 5 Minutes Or Less
3º How to Instantly Connect with Anyone: 96 All-New Little Tricks
4º How to Win Every Argument : The Use and Abuse of Logic...
5º Men's Fitness - 12 Minute Workout
6º The Complete Book of Questions :1001 Conversation Starters...

Claro que si bien yo opino que lo descargado tiene valor cultural igual a cero pelotero, comprendo que no todo el mundo comulgue  con mis cálculos radicales. Al decir de un informe elaborado por la siniestra Coalición de Creadores e Industrias de Contenidos (a.k.a. Lobby Feroz) la piratería de música, videojuegos, películas y libros a través de Internet costó en 2010 a la industria cultural española la friolera de 11.000 millones de Euros. Asumiendo esta mareante revelación financiera, y recordado al decapitado Lavoisier, me pregunto qué demonios habrán hecho los corsarios virtuales con tamaño botín. Desde luego me alegro de que no haya acabado engrosando las arcas de los negacionistas, que con toda seguridad se habrían fundido la pasta en utilidades marginales siempre decrecientes: en más Almodóvares o Torrentes, en el Método Dukan Ilustrado, en una secuela de los Transformers, la resurrección del finado Harry Potter u otras deslumbrantes maniobras comerciales de escasa -por no decir nula- rentabilidad cultural.

Francamente, que los empresarios y las instituciones se rasguen las vestiduras lamentándose amargamente por el gran perjuicio que estos supuestos expolios de la propiedad intelectual infligen a la sociedad me da risa. Tal vez llegue un día en que el hecho cultural sea cierto y no una filfa comercial; cuando la creación original sea una fuente de subsistencia digna para el artista y no un pretexto para que intermediarios y fantoches desfilen por mullidas alfombras rojas para recoger, entre ovaciones, flashes y risas enlatadas, galardones espurios a mayor gloria de un mundo ávido de dinero que, hoy por hoy, quebranta sistemáticamente los principios que inspiran la licencia Creative Commons cuyo logotipo pueden ustedes ver seriegrafiada -es un decir- en el margen derecho del Blog. Hasta entonces, este parásito anónimo seguirá chupando del gran saco de mierda sin remordimientos.

P.s. Tengan por seguro que si descubro el paradero de esos 11.000 millones de Euros se lo haré saber publicando una edición especial del Watiblog que, por supuesto, incluirá los correspondientes enlaces de descarga. Vayan ustedes con Dios.

A propósito de la propiedad intelectual y los fantoches, iba a regalarles una de Ramoncín, pero como en el fondo se les quiere, ahí va esta:

13 de septiembre de 2011

Un Post-It en la nevera

Recién llegué del supermercado, de hacer la compra pa rellenar mi nevera abandonada. Para tu Satisfacción íntima te diré que ahora descansan (¡o tal vez no, tal vez sea cerrar el portón y empezar la Fiesta de las Frutas!) en la oscuridad un montón de ciruelas del color de este post-it, picotas de postrera generación (dulces coágulos de julio) y melocotones deportados de Aragón. Aún siguen cumpliendo condena el trozo de sandía y las naranjas, estas últimas encerradas en módulo aparte como terroristas cítricos.
Por lo demás, algunos lácteos, dos cuajadas (soy un tipo raro, lo reconozco; incluso sospechoso), seis latas de cerveza de baja graduación y pan rebanao, de ese que dura una eternidad, que te podrías comer tranquilamente después de una deflagración nuclear en un mundo devastado: cadáveres putrefactos, amasijos de hierro retorcido, escombros y, de repente una bolsa cochambrosa llena de rebanadas de pan... ¡tierno!
Se me había olvidado el contorno de ojos (Contour des Yeux, para ti que sabes francés) de andar por casa, de droguería de barrio, porque yo a mis arrugas les doy la importancia justa y necesaria, de esa importancia que en verdad es justa y necesaria para darse un beso y la paz de Dios por las mañanas, después de la ducha, delante del espejo.
El resto del día no merece relato que lo reseñe, así que como el resto de todos los días iguales -aunque no hay dos días iguales- lo relego al olvido en el saco donde guardo los pensamientos desechables que, o bien me sirven para compost cerebral o como moneda de cambio para guardar novedades de interés en una cabeza que no da ya mucho más de sí.

A tus pies,
Wat
  
Mano de santo para que los demonios convalecientes recobren  el resuello perdido después de la Santísima Pájara del Verano. Que la disfruten, por decir algo:

19 de agosto de 2011

Relatillo de verano

Aquella tarde de agosto follamos sin complejos como se follan dos desconocidos que se desean y al mismo tiempo se desprecian. Fue una breve coreografía arrítmica, en un crescendo de sudores, gruñidos y jadeos. Me corrí dentro y ella no dijo nada. Después sólo hubo silencio y siesta pesada, sin sueños. Cuando desperté, estaba solo en la habitación. Sentí frío e instintivamente crucé las manos sobre los restos de fluidos semi secos apelmazados en el pubis. Permanecí un rato tumbado, tiritando bajo el rebufo glacial del aire acondicionado. Al anochecer salimos a dar una vuelta. Hablamos poco; más de lo habitual en cualquier caso. Entramos en un bar. Con el segundo whisky a medio terminar en la mano me recordó que apenas nos quedaba dinero ese mes después de haberle comprado el cacharro a la Verónica. Le pedí al camarero que pusiera dos más, con poco hielo.

De madrugada, en la cama, mis dedos se aferraban con violencia a la carne estriada de sus nalgas, en un intento vano de acompasar sus movimientos encima de mí y de alguna forma demorar lo inevitable. Volví a eyacular en su interior tibio y viscoso. Me miró inexpresiva con los ojos hinchados, enrojecidos por el alcohol. En las tetas le brillaban aún restos de saliva, allí donde minutos antes había clavado los dientes con una violencia ahora extinguida. Permanecimos en silencio, ella inmóvil a horcajadas sobre mí. El runrun del aire acondicionado invadía el espacio inerte del dormitorio. Al cabo, dijo sin mirar a ningún lugar en especial:

- ¿Sabes? Creo que las putas de la Verónica deben de haber follado mucho, mucho debajo de este aparato.

Ella, por supuesto, había fingido su placer.


La canción de hoy, de Tricky, a tono con el relatillo:

1 de agosto de 2011

Ubuntu

Imagínense cuatro ruedas apiladas en la esquina de en un taller mecánico. Llévenselas a su casa. Diríjanse ahora a una tienda de accesorios del automóvil y adquieran un par de espejos retrovisores. Después, acérquense al desguace que les quede más a mano y regateen por cuatro puertas y un chasis en buen estado, preferiblemente del mismo color. Por si no lo sabían, en Ebay pueden agenciarse con un buen motor diésel o gasolina a precios razonables. Búsquense la vida según Dios les dé a entender y vayan haciendo acopio mental de asientos, parachoques, cinturones de seguridad, limpiaparabrisas, carburador, amortiguadores y demás piezas que componen el sumatorio fragmentado de un vehículo cualquiera.

Si el montaje de las miniaturas que acechan en el interior de un huevo Kinder ya supone un reto diabólico las más de las veces insuperable para el ser humano corriente, piensen ustedes en el coche desmantelado de más arriba. Por descontado que no les voy a pedir que me lo ensamblen, ni  falta que hace, por dos razones obvias: La primera es que esto no pretende ser más que un ejemplo ilustrativo y la segunda es que para eso están las cadenas de montaje de un puñado de conglomerados industriales que ya le han hecho a ustedes el favor de armarles el coche a cambio de los doce mil Euros de vellón que les van a cobrar en cualquier concesionario si es que se lo quisieran llevar puesto.

A lo que vamos. Ya puestos, háganme el favor de imaginarse ahora un conjunto heterogéneo de programas informáticos que, como las piezas dispersas del coche imaginario de más arriba, tienen funciones perfectamente definidas: Un procesador de textos, el navegador de Internet, una utilidad de diseño gráfico, un gestor de descargas legales o ilegales (eso lo deciden ustedes), un impagable sudoku, un programa para chatear con su amante o con su cuñado de Melbourne en las largas noches de invierno, un reproductor de Dvd y un sinnúmero de artilugios virtuales que no voy a seguir enumerando por cuestiones de espacio y sobre todo para no aburrirles más de lo estrictamente necesario. El denominador común de todos estos programas informáticos, por ser condición necesaria para el funcionamiento de todos ellos, es -llamémosle- un motor especial denominado Linux, pero que también se podía haber llamado Matthiux, Juanix o Bertux, sólo que el tipo que se lo inventó es un finlandés de la quinta del 69 que se llama Linus; Linus Torvalds para más señas, y que actualmente vive en los Estados Unidos cuando no anda dando conferencias por ahí. Si desearan documentarse sobre la vida y milagros de Torvalds, sean tan amables de consultar la Wikipedia, que para estos menesteres siempre viene de perilla.

Igual que las cuatro ruedas arrumbadas en el rincón del taller del primer párrafo no cobran pleno sentido hasta que, alineadas en sus ejes, reciben el impulso explosivo de un motor de cuatro tiempos y les transportan hasta Benalmádena o al Carrefour, a ustedes no les va a funcionar ninguno de los susodichos programas sin un motor Linux instalado bajo el chasis de su ordenador.

Para terminar con esta fastidiosa introducción al epígrafe de la entrada, me restaría añadir algo que parece obvio cuando el referente resulta ser el mundo del automóvil, pero que quizá no lo sea tanto cuando nos movemos en el campo de la informática. Si, dependiendo del tamaño de su bolsillo y/o de su ego, pueden ustedes optar por comprarse este o aquel vehículo entre las más de cincuenta marcas de coches que actualmente se comercializan en España, parecería lógico que algo similar sucediera con ese otro producto de consumo masivo -el motor y los programas- que habita y corretea por el conglomerado de circuitería impresa, transistores, ternillas, cartílagos y otros huesitos y miniaturas tecnológicas de plástico, silicio y baquelita que, ensambladas, forman el cuerpo de los de más de mil millones de ordenadores que hoy por hoy existen en el mundo. Curiosamente esto no es así.

¿Qué es Ubuntu? Ubuntu es, precisamente, ese conjunto de programas o utilidades informáticas de los que les hablaba al principio convenientemente ensamblados en torno al motor Linux, y empaquetados como un solo producto bajo ese nombre. Ubuntu vendría a ser como el Yo que anima y da vida al mecanismo inerte de un ordenador. El resto de la ecuación orteguiana; o sea, la Circunstancia, la ponen ustedes con sus vídeos caseros, el salvapantallas de Justin Bieber, sus documentos personalísimos y, por supuesto, todo ese contingente de música y películas comprimidas que hacen de la mayoría de sus máquinas verdaderos templos consagrados a la anarquía cultural. Ubuntu es un producto prêt-à-porter o mejor dicho prête à installer en esos reductos independentistas, rebeldes y comprometidos con el reciclaje y las teleseries de la HBO que, sin duda, son sus hogares.

Si ustedes, Improbables Lectores, anduvieran buscando sistema operativo y una suite de programas a juego con su salvapantallas de Justin Bieber y, de paso, el resto de su respetable Circunstancia Tecnológica, sigan mi consejo e instálense Ubuntu, lo que podrán realizar sin mayores complicaciones por cualquiera de los múltiples orificios que sus complacientes máquinas disponen para ello, si exceptuamos -no me sean brutos- la toma de corriente, claro está.

Para ser franco, les confesaré que ya me había dado cuenta de que probablemente ninguno de ustedes se haya desayunado esta mañana con la idea de instalarse un sistema operativo nuevo, entre otras cosas porque el mero hecho de que anden ustedes leyendo (en diagonal, seguramente) estas líneas, evidencia que en su ordenador ya reside un Yo que alberga su Circunstancia Tecnológica lo que, en términos utilitaristas, desaconseja embarcarse en este tipo de empresas. Cierto. Pero permítanme recordarles que el consumo tontorrón de bienes redundantes es lo que a la postre, y hoy por hoy, sostiene la tramoya del Gran Teatro del Mundo en que habitamos. No creo, por tanto, que las cuestiones prácticas deban suponer un escollo insalvable: Donde cabe un sistema operativo caben dos y, créanme, se les van a seguir saliendo los gigabytes por las orejas. Por desgracia GNU/Linux, y por extensión Ubuntu, es gratuito, lo que a priori descarta glamurosas campañas publicitarias que reorienten convenientemente la brújula de sus deseos y les hagan, por fin, darse cuenta de que necesitan instalar Ubuntu en su ordenador. La realidad está llena de televisores planos, Angry Birds, Ipads y zapatones MBT. Repitan conmigo: Mindfucking, mindfucking, mindfucking...  El caso es que todos hemos perdido ya hace tiempo la virginidad cerebral, mal que nos pese, así que espero que no me lo tengan en cuenta si entre estas líneas hallan, encubierta, un poco de publicidad bienintencionada y, por supuesto, gratuita, toda vez que quien esto escribe no obtiene otro beneficio que la satisfacción que le producen sus esporádicas visitas.

Si a su disco duro le sobran veinticinco Gigabytes, allí podrá encontrarle un hueco a Ubuntu sin mayores problemas. El programa de instalación constatará imparcialmente que su Yo de usted y su actual Circunstancia, también de usted, ocupan, pongamos que cien Gigabytes o 100 Gb para los amantes de los apócopes y los guarismos. A continuación, el programa le preguntará (cual tendero o camello) que cuánto espacio quiere. Veinticinco Gigabytes serán suficientes para instalar Ubuntu y, con él, su flamante otro Yo y su futura Circunstancia. Y ahora prepárese para disfrutar de los perversos placeres de que le va a proporcionar la bigamia informática, porque la próxima vez que arranque su ordenador podrá elegir entre hacer el amor con su pareja de toda la vida o follar con la reina del baile. La más hermosa escoja usted.

A quienes continúen leyendo, les anticipo que, más allá de lo indicado arriba, no hallarán aquí ningún tipo de instrucciones de instalación específicas. Únicamente les reiteraré que no es necesario eliminar lo que ya existe, si es que lo que ya existe resulta ser un sistema operativo patentado por una multinacional domiciliada en Redmond, Washington bajo la denominación de un popular elemento arquitectónico, lo que probablemente sea el caso. Por lo demás, les animo a que tecleen “Ubuntu” en la celdilla del navegador, y permitan que su sentido común se encargue del resto. A falta de instrucciones, les compensaré con razones. Y buenas:

La primera ya la he apuntado más arriba: Ubuntu es gratis et amore como el aire, como casi todos los besos o como los periodiquillos que reparten en los bares y las estaciones del Metro. Desde luego, obtenerlo por nada tiene sus inconvenientes técnicos, aunque no son insuperables. Me limitaré a decir aquí que basta con que ustedes entiendan en qué consiste guardar en su ordenador cosas que existen fuera de él y también que, una vez almacenadas en el interior de sus máquinas, sean capaces de trasladar permanentemente esas cosas a la superficie especular de un Compact-Disc o CD para los incondicionales de los acrónimos. Dicho lo cual, y sin ánimo de humillar, debo informarles de que si llegados a este punto no se les alcanza lo que quiero decir, y tienen menos de cincuenta años, mejor abandonen el empeño, sin más. Si se me permite, además, les recomendaría encarecidamente que hicieran un ejercicio de instrospección preventiva por si, inadvertidamente, hubieran decidido apearse del mundo en marcha antes de tiempo. En cualquier caso, las dudas a este respecto se las podrá aclarar con total solvencia su hija de doce años.

La segunda razón cae por su propio peso. Hasta ahora, Ubuntu se ha mostrado inmune a los virus informáticos. Aunque suene a eslogan televisivo, elegir Ubuntu es apostar por un Yo informático saludable, en el que su Circunstancia se desarrollará rubia, florida y rozagante aun cuando usted, en el fondo, resulte ser un politoxicómano virtual execrable, de esos que se saltan sin sonrojo los controles de audiencias y triplican la tasa de lo políticamente correcto. Aún a costa de hacer un poquito de realismo sucio, permítanme susurrarles en el oído que la inmunidad vírica reporta ventajas innegables, tales como el acceso sin recelo ni melindres a los casinos de juego o a los dominios web que alojan los proverbiales torrents y, cómo no, a las telecasas de lenocinio visual o páginas guarras, para entendernos. Hasta donde yo sé, no son éstas actividades ilegales en sí mismas y me consta que cuentan con una nutrida base de usuarios curtidos en troyanos, sifilazos, gonorreas y otras dolencias punto com, que estarían encantados de abonarse a un sistema operativo que les permitiera navegar con patente de corso por esas pantanosas aguas virtuales. No veo por qué esta ventaja comparativa, aunque venial y prosaica, no pueda incorporarse al elenco de virtudes y excelencias de Ubuntu y como tal ser difundida sin complejos. Igual que no tiene sentido tachar de pesetero o roñoso al que encuentra atractiva la gratuidad de Ubuntu, tampoco debiera deducirse que quien preste oídos al argumento que aquí se propone sea un putero, un ludópata o un saboteador... O sí, pero allá cada quien con sus pareceres.

En tercer lugar, Ubuntu cuenta en todo el mundo con una extensa red de usuarios que, por la razón que sea -yo aún no lo tengo claro- se empeñan en quebrar una y otra vez las leyes de la lógica mercantil, proporcionando e intercambiando asesoría y conocimientos sobre el sistema operativo de Torvalds/Stallman a cambio de nada. Una masa de Gente Anónima que incomprensiblemente sacrifica su precioso tiempo en el noble empeño de desfacer entuertos, aliviar cuitas y prestar la ayuda que sea necesaria para solucionar las cagadas del usuario novel y -por qué no reconocerlo- las deficiencias del sistema, que también las tiene. Entendámonos: si usted se compra un utilitario para ir a trabajar y acercarse con la familia a la playa o copular con su pareja en el asiento de atrás, usted sabe positivamente que no se ha comprado el Ferrari de Fernando Alonso que; entre otras cosas, carece de asiento de atrás. Y no hace falta que algún conocido se lo recuerde con ánimo de polemizar disfrazando de desventajas lo que sencillamente no es más que ausencia de prestaciones de rendimiento extremo y utilidad marginal casi nula. O dicho de otra forma: si usted es de los Improbables Lectores que se lamentan amargamente porque el programa para renderizar fractales incluido en Ubuntu no cuenta con ésta o aquélla funcionalidad que sí tienen determinados programas de pago, entonces Ubuntu tal vez no sea para usted o, sencillamente, es que no ha buscado lo suficiente... Bueno, el caso es andaba yo quitándome el sombrero delante de la masa de Gente Anónima que se parte el pecho por el prójimo informático, lo cual me consta porque yo he sido -y aún soy- prójimo informático y grumo de esa masa bondadosa que, a otro nivel, aún me hace albergar esperanzas de futuro para esta humanidad de lobos en crisis. A los hechos me remito, para lo cual, y si tienen interés, les recomiendo se den una vuelta por aquí.

Me consta que llevan años gastándose un pico de dinero en adquirir licencias de sistemas operativos privativos o bien ahorrándose ese pico de dinero chuleándole de matute esas mismas licencias a determinadas multinacionales omnipotentes. No se engañen: Esas multinacionales saben quienes son ustedes y se han quedado con su cara (o con su IP), pero hacen la vista gorda por la sencilla razón de que, en el fondo, no están más que adiestrándoles en el uso de tecnologías de pago privativas, recortando primero y puliendo después sus aptitudes informáticas para hacer de ustedes piezas que encajen sin fisuras en el rompecabezas empresarial del sector terciario. Empresas como Microsoft o Apple no son en el fondo más que la encarnación de una perversa metonimia cultural de proporciones universales donde la parte está a punto de suplantar con éxito al todo. Es por ello por lo que quisiera recordarles que, además del alféizar de las ventanas de William Gates Tercero, existen otras formas de asomarse a la pantalla de su ordenador. Y, por cierto, la manzana no es la única fruta del jardín. Desde aquí les invito a que salgan a conocer mundo, a buscarse la vida virtual. No se arrepentirán.

Ustedes, estimados Lectores Improbables, tienen elección. Ustedes pueden. No se me amilanen anticipando dificultades y retos tecnológicos insalvables; no hace falta haber superado máster en bioingeniería para que uno sea capaz de manejarse a sus anchas en el entorno intuitivo y amigable que les proporciona Ubuntu. No obstante, sí es cierto que existe un requisito indispensable que deben cumplir a priori para congraciarse con el sistema, y éste consiste en dominar el arte de copiar primero y pegar después cadenas de texto en un pequeño televisor o "Consola" que no es más que una pequeña ventana negra receptora de instrucciones o comandos específicos a través de la cual, y entre otras cosas, podrán apañar esporádicos desajustes. Para que me entiendan, si un buen día les duele la cabeza, no tienen más que bajar a la farmacia y adquirir una caja de aspirinas. La posología es sencilla como el asa de un cubo: abren ustedes la boca y se administran la píldora de ácido acetilsalicílico. Considero que a ninguno de ustedes le ha producido mayor angustia ni remordimiento el desconocer los procesos industriales que conducen a la fabricación de la aspirina (“el ácido salicílico y el anhídrido acético se alimentan a un reactor de acero inoxidable. La temperatura debe mantenerse a menos de 90ºC, con buen control de temperatura a lo largo del ciclo. Tras dos o tres horas, la masa de reacción se bombea a un filtro, y de allí a un cristalizador, donde se mantiene a 0ºC. Los cristales obtenidos se centrifugan, lavan y secan (0'5% humedad); el licor madre se recircula (...)”. Ustedes se conforman con saber que al rato de haberse administrado un pastillazo por vía oral probablemente se sientan mejor, y dejan el por qué y las razones de fondo en manos de la farmacopea y la química, que bastante tienen ya con currar y ser expertos en lo suyo, que es con lo que a fin de cuentas se ganan el sustento. Bien, pues en el caso de Ubuntu este razonamiento es, o debiera ser, sustancialmente el mismo. Pongamos que a alguno de ustedes esta entrada le ha pillado con las convicciones laxas y la mente abierta y lubricada, así que decide descargarse Ubuntu e instalarlo en su portátil o en su ordenador de sobremesa, lo cual le llevará unos veinte minutos en el peor de los casos. Dicho y hecho: Tras arrancar el ordenador e indicarle que no desea ponerlo en marcha a las órdenes de El Otro Sistema Operativo, empieza a trastear con el bicho y no pasa mucho tiempo hasta que descubre que usted no es capaz de reproducir música en formato mp3. El remedio es simple: abra usted la mentada Consola y, aunque le suene a chino, no se agobie y teclee sin miedo el siguiente remedio: sudo apt-get install ubuntu-restricted-extras. Ahora pulse Enter. Al Igual que la aspirina es mano de santo para el dolor de cabeza, esta suerte de galimatías obra milagros cuando de reproducir archivos mp3 se trata. En Ubuntu, la solución para la mayor parte de los problemas del usuario corriente y moliente reside, simplemente, en copiar primero y pegar después en la Consola ciertas fórmulas arcanas, cual si de un hechizo de Harry Potter se tratara, como la que acabo de reproducir más arriba, que le serán revelados tras una simple búsqueda en Google. En resumidas cuentas, lo que quisiera dejar claro aquí es que la falta de conocimientos informáticos especializados no debiera ser motivo o excusa para que ustedes den por imposible la tarea de instalar y después manipular Ubuntu a sus anchas, salvo que también se les antoje insuperable combatir la jaqueca mediante la ingesta de una aspirina cuya génesis y funcionamiento no alcanzan a comprender del todo.

Existen también razones de índole ética por las que no sólo ustedes, estimados e Improbables Lectores, sino también los restantes seis o siete mil millones de personas que aún no han visitado este Blog, debieran utilizar Ubuntu u otros derivados de GNU/Linux en lugar de los actuales sistemas privativos de pago. De eso sabe bastante un hombre con aspecto de Jesucristo cervecero llamado Richard Stallman, que desde comienzos de los ochenta anda defendiendo a capa y espada la idea de “software libre”, que es toda creación de software sobre la que no se imponen trabas de índole legal o económico, de tal forma que quienes la usen puedan hacerlo en el sentido más amplio del término; esto es, copiarla, estudiarla, modificarla y distribuirla a sus anchas. El ideario que defiende Stallman es relativamente complejo, o al menos va más allá de las pretensiones lúdico-divulgativas de esto que aquí escribo, así que me conformaré con decirles que a mí me parece una muy buena cosa que nadie acapare o esté en disposición de acaparar, al abrigo de las leyes, aquello sobre lo que se sustenta gran parte de nuestro futuro; porque al final siempre es lo mismo: Los que pagan tienen futuro y los que no, aunque quieran y lo merezcan, que la chupen y sigan chupando, que diría Maradona.

Para terminar, les diré que Ubuntu es una palabra hermosa. A mí me gusta más que Querétaro. Ubuntu se nos aparece en la imaginación sin apenas esfuerzo: un lugar exótico y hermoso; un capricho de jeque viajero, lejos de bodorrios reales de conveniencia, tragedias griegas, desfalcos institucionales, excesos dionisiacos, psicópatas noruegos, Dominique Strauss-Kahn y demás postales desoladoras con las que cada mañana nos desayunamos sin excepción. Si usted, amigo Lector Improbable, está en paro o de vacaciones -o ambas cosas- no se lo piense dos veces: descorche su mejor lata de cerveza, dele gusto a su viejo portátil (con Ubuntu le funcionará más rápido, se lo aseguro) y póngase manos a la obra:


Sin más, este Usuario Razonablemente Infeliz les desea pasen un agradable verano de siestas, diletancias y remojos.


La canción de hoy, especialmente recomendada para purgar con eficacia las secuelas del stress pre-vacacional:

17 de junio de 2011

El Ninja de Los Caños

Andaba yo tumbado sobre las mullidas arenas de una playa de Cádiz, hace dos o tres semanas... Quiero decir, para ser más exactos, que yacía yo postrado panza arriba encima de un pareo étnico de colores desplegado sobre las mullidas arenas de una playa nudista en los Caños de Meca. Aclaración necesaria para el caso de que mis Improbables Lectores hayan imaginado que quien esto escribe tiene la costumbre de desplazarse trabajosamente a cuatro patas como un Gollum cualquiera en busca de su tesoro. Aunque tal vez pudiera deducirse de la lectura de entradas anteriores de este blog, les aseguro que no es así, que (discapacidades mentales al margen) soy un bípedo normosómico del montón.

El caso es que disfrutaba yo de un mediodía de agosto en la playa, a comienzos del mes de mayo....

[NOTA: aquí, el presente se difumina; empiezan Vds. a leer mi voz en off mientras viajan al pasado reciente de este cronista Razonablemente Infeliz, que ahora se les aparece setecientos kilómetros al sur de la península, semi desnudo y embadurnado de protector solar de saldo, casi reflectante, en un mundo Technicolor donde reinan la toalla y el tinto de verano, y el estar mojado o estar seco marca el límite de la trascendencia de las cosas, como un Ser o No Ser apto para todas las edades mentales.]

...repantigado encima del pareo étnico, mi miniyo pudorosamente oculto bajo la licra del bañador, mientras a mi alrededor, por contra, todo es carne trémula en pelota picada. Deslumbrado por la luz, entrecierro los ojos debajo de la visera del gorrito mientras medito con perezosa lascivia sobre las virtudes y miserias del tetamen de la muchacha que retoza con su pareja unos metros más allá, casi al borde de las olas, dóciles tras la tormenta de la noche anterior. Un par de tetas rotundas y salvajes recién salidas del agua, pero que con el correr de los minutos han perdido gran parte de su atractivo, recalentadas al sol y, finalmente, reblandecidas hasta la derrota por esas cosas de la gravedad inexorable (a lo que probablemente también contribuya el manoseo desganado de su pareja). Qué tristeza contemplar cómo unos pezones netos, oscuros y disciplinados mutan y se tornan desvaídos, derrotados e imprecisos. Regresa sin demora, muchacha, pienso yo, regresa al agua salada y no retornes hasta que todo vuelva a estar en su sitio... La muchacha tiene las piernas cortas y el pubis rasurado con la melancolía geométrica de una tira de cinta aislante.

Entre calada y calada dejo transcurrir plácidamente la mañana desde el balcón de mi gorro,  mirando a los bañistas pasear por la orilla como Dios los había traído al mundo: cuerpos musculados hasta la deformidad tras demasiadas sesiones de gimnasio, carnes tatuadas con mejor o (generalmente) peor fortuna, sexos de ambos sexos depilados con esmero anatómico-forense que me traen a la cabeza palabras como “glande”, “vulva” o “prolapso”, barrigones cerveceros, sirenas de biomanán y neptunos de clembuterol. Al fondo, el mar y el cielo, cada uno azul a su manera, restan importancia a todas las cosas.

Por el único acceso medianamente transitable entre la escarpa de rocas y pinos que protege la playa desciende hasta la arena una comparsa de adolescentes, todos ocultos tras enormes gafas de sol de patilla gorda. Uno de ellos, embutido hasta los tobillos en un bañador-toldo de pesadilla hawaiana, se acerca hasta donde yo me hallo y me pide fuego con acento andaluz para el porro que lleva en la mano. En la otra porta un móvil que supura una melodía ratonera. Saco el mechero de la mochila, se enciende el porro y luego se aleja en pos de su cuadrilla dejando tras de si una estela de música y humo adulterado.

A ratos, no sucede nada, pero yo tampoco me decido a retomar la lectura del ensayo de Slavoj Žižek porque lo abra por donde lo abra, el libro se empeña en amargarme las vacaciones. Después de leer cosas como “(...) en pocas palabras: la alborozada logomaquia deconstruccionista enfocada en el esencialismo y en las identidades fijas lucha a fin de cuentas contra un hombre de paja -lejos de contener algún tipo de potencial subversivo, el disperso y plural sujeto (...)” a uno se le queda la autoestima por los suelos y se acuerda de ladrillo de Stieg Larsson que se dejó Madrid en un arrebato de soberbia intelectual. En fin, a pesar de nuestras limitaciones, fumemos. El plural mayestático siempre es consolador. Fumo y observo pensativo la línea del horizonte con las piernas cruzadas y la estética de un Buda que ha conocido mejores tiempos. El horizonte, como un encefalograma plano, es una metáfora perfecta de mi estado mental. No soy más que un trozo de carne que mira y respira. Om.

En plena pájara existencial deshago la postura místico-gallarda antes de que aquello degenere en una lesión de fisioterapeuta y aprovecho para reorientar el cuerpo anquilosado sobre el pareo, de forma que vuelvo a enfilar la mirada hasta las rocas desde las que se accede a la playa. Al cabo, entra en escena una pareja de holandeses con dos querubines rubios plagados de mocos. Llevan consigo una batería de complementos veraniegos muy vistosos y aventureros, de aspecto ecológico. Ella es pecosa, frisosajona, contundente, y luce unos gemelos que ya quisiera para sí un futbolista de primera división. Él, sin embargo, es rubiajo a medio cocer y mas bien delicadito, por no decir enclenque, lo que me hace pensar en ella como autora carnal directa y en él, en un discreto segundo plano, como el mero inductor intelectual de los dos mocosos que ya corren, chillando de júbilo, hacia el agua. Pasan de largo los holandeses y sus bártulos en busca de un pedazo de playa que colonizar; algo así como poner una pica en Flandes, pero al revés; y más fácil, pienso yo si trocamos pica por sombrilla y nacionalizamos el chemin des Espagnols... En estas disquisiciones trascendentales me hallo sumido cuando, de repente, un bulto inmóvil al filo de una roca llama mi atención. Por la forma y volumen y, sobre todo, por las gafas de espejo con montura azul que rematan el conjunto, podría asegurar que lo que hay debajo de la palestina de cuadritos rojos y blancos es una cabeza humana, como una especie de versión macarra-revolucionaria del Hombre Invisible. No soy el único que se ha percatado de la situación. La dueña de las tetas deflacionarias y su pareja han dejado en suspenso los escarceos amorosos y ahora también observan con curiosidad. El sol se refracta con intensidad castrense en los cristales de las gafas y resalta con violencia cromática el colorido de la palestina. Con un balanceo sutil a uno y otro lado la cabeza mercenaria inspecciona pausadamente el entorno que, militarmente hablando, carece de relevancia estratégica: los mocosos holandeses juegan a su bola en la orilla y un perroflauta renegrido y flaco, cargado de rastas, piercings y tatuajes diversos atraviesa la escena a grandes zancadas y se va perdiendo de vista casi al tiempo que las olas borran sus huellas.

Al volver la mirada hasta las rocas compruebo que la situación ha cambiado. A la cabeza mercenaria se suma ahora medio cuerpo completamente tapado por una camisa de manga larga estampada con grandes cuadros verdes, abotonada hasta el cuello y las muñecas; una camisa de esas de franela con estética de leñador que se amontonan en los saldos y rebajas de los grandes almacenes en cualquier época del año. La cabeza continúa pivotando con suavidad mientras el resto visible permanece inmóvil, los brazos separados en tensa alerta, las manos desplegadas fuera de los puños de la camisa. El conjunto me recuerda ahora a una especie de neotuareg fundamentalista de colores chabacanos. De repente, todo se precipita. Dos saltos consecutivos para encaramarse primero a la roca y, desde allí, cuajar un aterrizaje de impacto sordo sobre la arena, cuya onda expansiva ha transformado en viñeta de cómic la realidad circundante en un perímetro de diez metros a la redonda. Al fin revelado en todo su esplendor, este inclasificable action-man ahora posicionado en actitud de combate contra nadie en particular luce un foulard con el que ciñe a la cintura la camisa de cuadros verdes. Bajo los faldones de la camisa, remata el conjunto un par de calzones de neopreno oscuro ajustados hasta los tobillos y  escarpines a juego.  Al fondo, el fru-fru monótono de las olas y los chillidos lejanos de los críos retozando en la orilla subrayan la incongruencia sublime del momento. Nuestro hombre, ligeramente encorvado, inicia un movimiento evasivo lateral que yo definiría como una mezcla entre el trote de los cangrejos y el crusaito de Rodolfo Chiquilicuatre. Sin dejar en ningún momento de escrutar el entorno tras las gafas, tal vez en busca de un archienemigo que se retrasa, esta leyenda urbana continua su desplazamiento escorado y se aleja por idéntico camino por el que minutos antes ha desaparecido el perroflauta. Aquí nadie ha dicho esta boca es mía.

Calculo que transcurren unos sesenta segundos estupefactos (no sólo la lectura de Slavoj Žižek me provoca episodios de bloqueo mental) hasta que por fin enderezo el timón de la realidad. La pareja de tórtolos nudistas parece comentar lo sucedido entre risas mientras dirigen insistentemente sus miradas al lugar por el que se pierde el rastro del del Ninja de los Caños. Me enciendo otro cigarro solitario. Los cigarros saben peor en la playa y se consumen muy rápido, no me pregunten por qué.

El tiempo se me escurre suavemente como arena entre los dedos mientras la playa se va llenando poco a poco de tópicos como un retablo luminoso y seriegrafiado hasta la devaluación: Surferos de poca monta, clanes de lugareños cargados con neveras, sillas de tijera, una sombrilla y la abuela enlutada de rigor (qué opinará de los nudistas), mirones con aspecto apaletado, turistas de la tercera edad desprovistos de ropa y de complejos y, por supuesto, tipos como yo, que han agotado su tiempo narrativo y ahora precisan regresar a la pantalla de sus ordenadores portátiles o de sobremesa, para lo cual les diré que, al abandonar la playa de regreso al hotel un par de horas después, me encuentro, semioculta en la arena, casualmente en las inmediaciones donde había aterrizado el Ninja, una bolsita parecida a esas en las que los ciudadanos mansos y responsables depositan las heces de sus mascotas, pero adornada con logogramas orientales. ¡Ah -me digo- mi pasaporte de vuelta al blog! Cojo la bolsita con una mano, la levanto por encima de la cabeza y la estampo con fuerza contra una roca. La bolsa explota con impacto seco y, como no puede ser de otra forma en estas historias, me veo rodeado por una densa nube de humo verdoso... etc.

La canción de hoy, de tambaleo veraniego. A colocarse y al loro, estimados Improbables Lectores

13 de mayo de 2011

Frikis

Hoy día los frikis son legión, lo cual en cierta forma se da de cabezazos contra el significado original del término entendido como anomalía, rareza o renglón torcido de Dios. Cuatro décadas atrás, el coleccionista de pelos de coño, el tonto de los palotes, el turista de camposantos o el asesino de cucarachas en serie malvivía ignorado por el resto del mundo, alimentando subrepticiamente sus manías impresentables en la oscuridad de su gusanera mientras el resto de la peña andaba engolfada en lo suyo; es decir, en el deporte bien entendido, el sexo decúbito supino, las drogas populares y el Rockanroll de tachuelas y melena. Los frikis entre tanto cultivaban amorosamente sus desviaciones singulares con el pundonor sectario de quien se sabe rara avis en un ecosistema hostil plagado de inquisidores, murmuradores, husmiajos y cotillas en estado de alerta permanente, sabedores de que vive y deja vivir nunca ha sido un aforismo especialmente popular entre los borregos y borregas del rebaño. Cierto es que de todo tenía que haber en la Viña del Señor pero, entendámonos: de todo tipo de uvas. Las guindillas no contaban.

Los frikis de la era analógica disponían de un pequeño foro sepultado entre las páginas de la revista cultural Hola! en el que reivindicaban sus causas estrambóticas (las políticamente correctas) debajo de los epígrafes Para Gritar, Para Reír o Para Llorar, aunque tal vez lo que más invitara al grito, la risa o el llanto fuese la pésima calidad de las fotografías que pretendían dar testimonio gráfico de lo increíble pero cierto: el blanco y negro desvaído y granuloso de contornos imprecisos que llevaba a miles de amas de casa a albergar dudas razonables sobre si los sixtillizos de Bloomington, Kentucky no eran en realidad mas que la fotografía traspapelada de los chopitos encebollados en el recetario de la sección contigua de la revista.

Los frikis de antaño acaso soñasen con que un buen día llamara a su puerta el Sr. Guinness para homologar sus excentricidades en el inventario universal de chaladuras coleccionables, acopios titánicos de insignificancias o mierdecitas sin más sentido que su propia multiplicidad desmesurada. El Sr. Guinness les daría, por fin, la razón, y con ella un cheque de cinco mil Dólares o al revés que en el fondo lo mismo da, puesto que desde tiempos inmemoriales es bien sabido que razón y dinero resultan ser elementos absolutamente fungibles en este nuestro mundo de viñedos y guindillas.

Con el advenimiento de la Era de Internet las cosas han cambiado. Y mucho. Todos sin excepción nos hemos vuelto un poco más mentales, porque sólo mentalmente es posible empezar a colonizar el espacio sin límites que la Red despliega ante nuestros ojos incrédulos. Blogueros, pederastas, poetas, mercachifles, prostitutas, editores, fumetas, oráculos, terroristas, curas, ideólogos, cocineros, políticos, espiritistas, desempleados, traficantes, anoréxicas y las madres y las abuelas de todos ellos se apresuran a ocupar un nicho visible en el vasto microcosmos virtual salpicado de ceros y unos como polvo de estrellas infinito, ingrediente básico con el que cocinar el recetario de los sueños o las pesadillas de cada cual.

También los frikis del nuevo milenio han encontrado en el pastizal de la Red territorio fértil en el que procrear y alimentar sus exotismos marginales o, dicho de otra forma más prosaica, un Gran Coño Planetario capaz de insuflar vida y sentido al desecho de cualquier paja mental, por improbable que pueda éste parecer. No tienen ustedes más que conjurar al algoritmo de Google y teclear al azar, por ejemplo, “coleccionismo de ojetes”, “mi menopausia”, “manual del ninja”, “palíndromos largos”, “enamorada de mi hermano”, “chistes de Chuck Norris” o “como depilarse los testículos”. O lo que se les ocurra, que colores hay para todos los gustos. En un mundo alternativo todavía por estrenar los neofrikis ya no tienen reparo en proclamar a los cuatro vientos sus pasiones antaño inconfesables a sabiendas de que en todos los casos serán fervientemente coreadas o amargamente denostadas, da igual,  por una masa de seguidores hastiados sin nada mejor que hacer que rellenar tiempos muertos navegando a la buena de Dios, allá donde el ratón les lleve, entre los que por supuesto me incluyo. El resultado paradójico es la normalización mercantil del fenómeno: probablemente los ojetes coticen en E-bay, Chuck Norris revise al alza su caché por la nueva temporada de Walker, Texas Ranger y las esteticienes hagan su agosto sádico a costa de los huevos peludos de más de un metrosexual militante. Quién sabe, hasta puede que los políticos de turno, que no dan un voto por perdido, propongan algún tipo de rebaja fiscal para el colectivo menopáusico en sus programas electorales. El caso es que, una vez convenientemente digerido y regurgitado por el mercado, el frikismo bien entendido pierde sustancia, se vulgariza irremediablemente, y todo lo que nos queda es un contingente de plastas exhibicionistas que orean sus miserias de serie B a la espera de un qué me dices que los redima de su patética mediocridad generalmente plagada de faltas de ortografía.

Las guindillas se extinguieron hace tiempo y, por desgracia, ya sólo hay uvas disfrazadas en la Viña del Señor. Espero sepan disculpar a este Usuario Razonablemente Infeliz, improbables lectores, si no brinda por ello.

Hoy les dejo en compañía de Jeff Lynne y su Electric Light Orchestra que, a principios de los Ochenta,  testimoniaron en su obra Time el aquí y el ahora con cinco aciertos más el complementario.

21 de abril de 2011

Tirrias confesables (I)

O manías, o fobias, que era lo que iba a plantar a la cabeza de esta entrada, pero una vez consultadas la Wikipedia y el Diccionario de a Real Academia me doy cuenta de que, en sentido estricto, ambos términos aluden a oscuros trastornos de la personalidad en lugar del montoncito de ojerizas coloquiales a las que quiero referirme aquí y ahora. Cada cual tiene a gala sus tirrias y esconde -o es incapaz de detectar- sus manías. Con las primeras no dudamos en exhibir convencidos ante propios y extraños nuestra personalidad singular, exótica y molona. Las segundas forman parte de ese territorio personal escabroso cuya cartografía probablemente sea evidente para cualquier observador externo y, paradójicamente, terra incognita para quien las padece.

La exhibición impúdica y desenfadada de nuestras tirrias lleva aparejado el riesgo de que propios y extraños (sobre todo, estos últimos) nos consideren un poco -o bastante- gilipollas. Qué puedo decirles, es un riesgo alto, pero asumible. Salvo Roberto Carlos y tal vez un puñado de obsesos del Facebook, no sé de nadie que quiera tener un millón de amigos (sin acuerdos comerciales con el patrocinador de turno, claro está). Por el contrario, quién no conoce a más de uno que haciendo propio el legendario lema de Isabel Pantoja no ha dudado en proclamar a los cuatro vientos “yo soy esa” (o ese), le pese a quien le pese. Porque nuestras tirrias dicen mucho, y probablemente digan bien, de nosotros.

Intento hacer inventario de las múltiples tirrias latentes que dormitan apalancadas entre los pliegues de mi conciencia a la espera de que un suceso cotidiano las arranque de su letargo para soliviantarme los ánimos y me doy cuenta de que no resulta sencillo hacer una selección representativa, pero habrá que intentarlo.

Empezaré con los diálogos de oficina prefabricados o, dicho de otro modo, por ciertos intercambios verbales huecos que por lo general suelen acontecer entre jóvenes licenciados que incomprensiblemente han decidido que lo que desean hacer en esta vida es dirigir una empresa, cuanto más grande mejor, para lo cual sus progenitores, que comprenden y respaldan las abstractas inquietudes de sus cachorros, han invertido veinte o treinta mil Euros en un Máster que al parecer los prepara para ello. Los jóvenes y acicalados emprendedores generan ingentes cantidades de antimateria comunicacional en los pasillos de las oficinas y, sobre todo, durante los encuentros profesionales fortuitos en el interior de las cabinas de los ascensores mastodónticos que horadan silenciosos, a una velocidad uniforme de diez metros por segundo, las entrañas de las corporaciones:

Nudo de corbata: “Hola
Oso de Tous: “Hola. ¿Qué tal?
Nudo de corbata: “Aquí. Bien... ¿Tú qué tal?
Oso de Tous: “Bien. ¿Mucho lío?
Nudo de corbata: “Ufff. Hasta arriba. ¿Y vosotros?
Oso de Tous: “Igual... Mucho trabajo

Arrinconado en una esquina del ascensor, he sido testigo de esta misma conversación, aunque con ligerísimas variaciones, durante más años de los que quisiera recordar. A veces me pregunto si la exposición reiterada a esta suerte de antimateria pueda producir a largo plazo efectos secundarios imprevisibles. Me sorprende, por otra parte, que los científicos del CERN no hayan concentrado esfuerzos en analizar este fenómeno capaz de producir, a coste cero, bosones Higgs para dar y tomar.

Aun a riesgo de perder Improbables Lectores (son ustedes pocos y valientes), no me queda más remedio que hacer un esfuerzo de honestidad intelectual y referirme aquí a todos aquellos que se empeñan en abrazar y defender con encono causas trilladas y facilonas. A los aficionados del Real Madrid, por poner un ejemplo: gente pleonástica que se obstina en demostrar al mundo cómo arrostran los golpes y dardos de la insultante fortuna, cómo se alzan en armas contra un piélago de calamidades y, haciéndoles frente, acaban con ellas. Bardos de barrio que se ufanan, desafiantes, en cantar los triunfos de su equipo multimillonario en domingos épicos de gloria y tapa de calamares, igual que podría yo vanagloriarme de los cientos de pulgones aniquilados tras un sanguinario combate escenificado en el marco incomparable de las macetas de mi terraza y, después, malherido en combate, aún me han restado fuerzas para arrancar la anilla de un cartón de leche y prepararme un café antes de la rueda de prensa.

Más allá de los pasillos de las oficinas y el tránsito silencioso de los ascensores mastodónticos, un nudo de corbata y un oso de Tous están indefectiblemente abocados a naufragar otro domingo cualquiera de gloria bajo el fragor ceremonial de una tormenta perfecta de arroz bajo las arquivoltas de una iglesia. Nuestros protagonistas, que supuestamente ya saben dirigir una empresa, aunque de momento se conformen con hacer fotocopias, armar presentaciones en PowerPoint© o lo que se les pida (todo se andará), han decidido formalizar lo suyo, para lo cual es requisito imprescindible naufragar a la manera descrita más arriba, y hundirse después en ese océano abisal de miseria cateta que son las bodas católicas de principios de siglo veintiuno. Las bodas entendidas como negocio, con cuenta abierta en los almacenes de El Corte Inglés, limusina de alquiler y luna de miel en un gueto resort tercermundista: Todo Incluido, 2Pax, cesta de flores y transporte desde y hasta el aeropuerto en microbús con aire acondicionado. Los jóvenes emprendedores, ahora también contrayentes, contribuyen al sainete ceremonial y tajan a dúo el primer trozo de tarta nupcial a golpe de espadón de atrezzo mientras un fotógrafo mercenario, a sueldo de la parroquia, los acribilla con el flash hasta el infinito. Luego podrán llevarse el espadón como recuerdo. Los amigos y parientes, incómodamente adosados codo con codo en mesas redondas infestadas de platos y cubiertos, aplauden y gritan consignas casposas. Algún invitado sin escrúpulos estéticos, amparado en el anonimato, les ha regalado una figurilla de Lladró.

Aunque no sólo de tirrias de inspiración clásica se nutre el imaginario de mis disgustos y sinsabores. La juventud (¿divino tesoro?) también aporta su granito, sin duda: Huestes de adolescentes desorientados -probablemente por el consumo indiscriminado de cannabis, cerveza, anuncios de televisión y gominolas- se afanan en emborronar con sus garabatos mugrientos muros, suelos, farolas, bancos y demás espacios urbanos. Jóvenes deficientes y empanados que aún no dominan, y probablemente nunca lleguen a dominar, el arte elemental de hacer una O con un canuto confunden por impulso artístico la pulsión animal que lleva a los perros a mearse en cualquier esquina. Chavales que dan palos de ciego en busca de su identidad y apalean inmisericordemente el entorno mientras los críticos se posicionan ante las maldades estéticas del puente de Moneo y los cubos de Calatrava o al revés, porque a mí esas son exquisiteces del alma que igual me dan; a mí lo que de verdad me jode es deambular por una ciudad podrida de pintadas sin sentido. Y el resto no es más que discusión estéril por la conveniencia de esta o aquella escobilla de diseño en la inmundicia de un retrete de campaña.

En fin, como escribía al principio no es tarea fácil, por extensa, conjurar todas esas ojerizas latentes que emergen puntualmente y me amargan transitoriamente la existencia para luego, como un herpes, desaparecer hasta nueva orden. Si sigo al pie de este Blog les prometo regresar en algún momento indeterminado del futuro imperfecto con la segunda parte de esta crónica inacabada. Hasta entonces, queden ustedes con Dios.

La copla de hoy, autoexplicativa