27 de julio de 2020

Una redacción escolar

Se llama Roberta, forma parte del selecto Club de los Artefactos Perfectos ideados por el ser humano: un martillo, una cafetera italiana, tal vez un libro y, desde luego, una bicicleta. Mi bicicleta -ya lo he dicho- se llama Roberta, y es de color negro mate. Carece de marcas distintivas o seriegrafías agresivas. Simple, discreta y elegante, Roberta calza llantas plateadas, aunque no bruñidas, cubiertas de goma negra ni muy gruesas ni muy delgadas, y en la parte de arriba un asiento de cuero oscuro con remaches de cobre, un poco pijo, no apto para según qué tipo de culos. Apenas dos cables interrumpen la austeridad rectilínea de sus formas. Sin piñones, desviadores, pastillas de freno ni otros mecanismos expuestos a la vista, se podría decir que es una máquina pudorosa. El manillar, rematado por puños encintados en cuero negro a juego con el sillín, dibuja un arco suave que le confiere un cierto aire retro-deportivo, aunque por supuesto no es una bicicleta diseñada para la competición. Sólida, hermosa y funcional, quise a Roberta lejos de talleres, ajustes y mantenimientos, al igual -supongo- que hubiera querido yo verme lejos de hospitales, médicos y burocracias sanitarias. Me acompañó al trabajo a diario durante los últimos tiempos de mi vida profesional de corbata y nómina, y también después, en mis otros desplazamientos por Madrid. A día de hoy, y salvo un par de pinchazos, Roberta ha demostrado una resiliencia digna de aplauso. Tan es así que esta mañana (por eso se me ha antojado escribir esto) la he llevado por primera vez en ocho años a un mecánico de bicicletas que, tras examinarla a fondo, le ha recetado unas gotitas de lubricante en la cadena y, extraño en estos tiempos que corren, no me ha cobrado nada. Se me ocurren dos cosas ahora mismo: La primera es que, de haber sido Juan Ramón Jiménez, habría podido comenzar este texto tal que Roberta es pequeña, peluda, suave... La segunda es que, como obviamente no soy Juan Ramón Jiménez, y dadas las considerables limitaciones/discapacidades que padezco en estas cosas del escribir, esto bien podría ser una redacción escolar; uno de esos tópicos que el maestro o la señorita de turno encargaban escribir a los niños, sin duda para rellenar la hora que duraba la clase de lengua. Sea como fuere, quede en la nube y, por tanto, para la posteridad, que una vez fui orgulloso propietario de una bicicleta de color negro mate, que se llamaba Roberta, y que por pertenecer al selecto Club de los Artefactos Perfectos sobrevivió con holgura a su dueño, que sucumbió, como sucumben todos, a la maldición de los hospitales, médicos y demás burocracias hospitalarias. Memento mori.