16 de enero de 2024

Exabrupto

    Si no lo digo, reviento. Esa sucinta, archiconocida y más que sobada exclamación describe con acierto un problema del hombre moderno que los poderes públicos, la izquierda Twitter y las minorías airadas, entre otros, se empeñan en parchear a golpe de albañilería social. En juego está la doma moral de un ciudadano occidental cada vez más dúctil, cada vez más reprimido y sin embargo igual de violento, cuando no más. De un tiempo a esta parte, el lenguaje se me asemeja a aquellos rebaños de vacas en las películas del Oeste, resignadas a los ataques de cuatreros sin escrúpulos. Rebaños de palabras expoliados por sicólogos vendeprocuandoblemas, farmacéuticas venderemedios para esos mismos problemas (que devienen reales por el birlibirloque del análisis sesudo), políticos demagogos interesados en impostar polémicas irrelevantes, moralistas woke erigidos en censores universales, minorías revanchistas, influencers y otros esclavos de la monetización clickbait. Todo ello consentido y blanqueado (limpia y da esplendor) por la Real Academia de la Lengua, que últimamente anda como pollo sin cabeza a la caza y captura de neologismos de relumbrón y otros fetos idiomáticos inviables que quedarán obsoletos al cabo de unos meses pero -qué demonios- hay que darle gusto a la chavalada. Arder en Twitter mola. Si no me creen, pregúntenle a Pérez-Reverte.

    Malos tiempos para el lenguaje. Se acabó eso de al pan, pan y al vino, vino. La regresión sociológica hacia una moral victoriana pletórica de eufemismos y circunloquios está de moda, al tiempo que el habla acelera artificial y vertiginosamente su natural proceso evolutivo a la par del marketing del pierda usted diez kilos en tres días, aprenda inglés en dos semanas o nalgas de acero con sólo cinco minutos al día. Así es que, de repente, nos descubrimos gordofóbicos, edadistas, transfóbicos o machirulos. O dicho de otra forma, seres moralmente reprobables necesitados de terapia conductual urgente. Los enanos ya no son enanos sino acondroplásicos, los disminuidos, personas con discapacidad, lo que amerita una reforma constitucional (¡viva la política de hondura!), los calvos, alopécicos (¿discapacidad capilar?), los negros, moros y gitanos de toda la vida son ahora subsaharianos, magrebíes y personas de etnia gitana. Síntomas inequívocos de la conquista social de chichinabo: pareciera que cada vez hay menos maricas chulos putas gordos flacos chepudos gangosos subnormales cojos ciegos viejos espásticos... Se vé que, al vestirse de seda, la mona se transforma en príncipe azul y que lo que no se menta no existe. Ni ha existido: Cuelgamuros. La guerra se parece cada vez más a un conflicto armado y a mí me parece muy bien, porque la desaparición de las guerras era una exigencia del progreso humano en un mundo ahora plagado de operaciones especiales. Vamos avanzando.

    Se delimita con rigor intelectual la frontera del improperio, de la ordinariez. El género neutro se traviste y ahora es masculino y, por tanto, sospechoso. Se crean guetos idiomáticos que no han de frecuentar los españoles de bien. Se proscribe el insulto, se criminaliza el piropo. Más pronto que tarde, nuestras iras y emociones más primitivas hallarán alivio discreto en los blasfematorios insonorizados, que diría Forges. Nos pudriremos a fuego lento en la salsa de la neolengua, y puede que algún día tanta insatisfacción reprimida, -la implosión sistemática de nuestros arrebatos- nos pase factura. Menos mal que ahí estarán los sicólogos y, si estos fallan, los siquiatras con su arsenal químico de última generación (siquiatría de precisión, lo llaman) para sulfatar nuestras podredumbres mentales, permitiendo nuestro reingreso a un mundo cabal de autoestimas, empatías y mindfulness.

    Si se me permite la expresión, váyanse todos a tomar por culo. Si no lo digo, reviento.


30 de noviembre de 2023

Sapiens estreñido no caga pepitas

    Se va acabando el todogratis para según qué simios. Quiero decir que, por ejemplo, los gorilas residentes en las montañas Virunga -cada vez menos, y no precisamente porque la zona se esté gentrificando- podrán aún seguir zampándose ensaladas de selva a todo plan: bufet libre de frutas y tallos verdes, veinticuatro horas siete días. Ni tienen que pagar la cuenta ni tampoco dejar propina, salvo los pipos de semilla que, convenientemente cagados por sus culos peludos, retornan a la selva que los parió. Por su parte, la susodicha madre naturaleza es, de natural (valga la redundancia), generosa y además no entiende de propinas: una super-máquina de producir materia verde comestible hasta el infinito y más allá sin mano de obra alienada ni seguros sociales ni sindicatos que la defiendan. No es necesario. De forma similar, los forzudos primates viven ajenos al quid pro quo, ni maldita la falta que les hace: la vida es así. En realidad, la vida ha sido así durante ocho o nueve millones de años. Ocho o nueve millones de años comiendo tallos y defecando pepitas de las que nacerán nuevos tallos. Primitivo, pero eficaz. Para que luego venga Napoleón desde el cerro de una pirámide a epatarnos a todos con el rollo de los cuarenta siglos que nos contemplan. En el casino del universo la apuesta mínima no debiera bajar del millón de años.

    Me pregunto dónde están -o cuáles son- las pepitas que caga el homo sapiens que, sin entrar en precisiones taxonómicas, no es otra cosa que un simio venido a más, especialmente durante los últimos cuatro o cinco mil años (fracción temporal, por cierto, irrisoria si se computan los años por millones).

    Hace menos de un siglo que nos sacamos de la chistera la Declaración Universal de Derechos Humanos en la que básicamente se reconocía a la raza humana, como tal, el derecho inalienable a comer tallos verdes de calidad en un hábitat confortable en el que la salud esté garantizada y el trabajo sea justo y necesario, sin reyertas por el territorio y donde cada cuál sea libre de expresar lo que piensa, que para eso somos sapiens: pensamos e imaginamos.

    ¿Y las pepas? Bueno, la Declaración habla de derechos humanos, pero nada dice en cuanto a las obligaciones de base: sin casa no hay desahucio injusto, sin campo no hay cosecha que robar ni trabajador al que explotar, sin plantas no hay medicinas que racanearle a los pobres. Si se dejan de atender ciertas obligaciones, la película de los derechos humanos se queda sin guion que la sostenga. Y esa obligación fundamental, en la parte que le toca al simio que ya se imagina colonizando Marte, no es el ordeño eficiente de una teta natural que más pronto que tarde acabará secándose. Nuestra obligación, como la del resto de las especies, es encontrar la manera de devolver un préstamo que no es un regalo. Si no cagamos las pepitas que nos tocan, el círculo no se cierra y, comparado con los millones de años que los gorilas y otros seres vivos llevan en este bendito terruño, nos quedan dos Telediarios.

    Nuestra especie, diría yo, debe de llevar estreñida, como poco, esos cuatro mil años que decía Napoleón. Todo ese tiempo comiéndonos los tallos verdes de la Pachamama sin cagar una mísera pepita. Desde tiempos inmemoriales el homo sapiens ha obviado esa tarea fundamental que consiste en dar un mínimo mantenimiento al atrezzo natural sobre el que se sustenta el escenario de lo que llaman, acertadamente a mi juicio, nuestro Gran Teatro del Mundo. En ese escenario se han venido representando en clave de drama, comedia y, a menudo, farsa todas las superproducciones de la razón que conforman la Historia de los hombres: imperios, revoluciones, arte, ciencia, religión, guerras, masacres y otras catástrofes humanitarias y también -como no- lo que llamaríamos ese pequeño corto de autor que lleva por título Declaración Universal de los Derechos Humanos.

    Cuatro mil años estreñidos por avaricia descerebrada. Pienso, luego expolio. Pienso y digo que el mundo está mal repartido. Pienso y parece mentira que no me dé cuenta a estas alturas de que a la cabeza de ese reparto injusto, por delante de pobres y otros desheredados, está nuestro planeta de colores. Para nosotros todo y para la naturaleza nada, salvo agradecimientos retóricos de poetas y turistas enamorados.

    Llegará un día en que Narciso, incapaz de descubrir su propio reflejo en una ciénaga podrida de microplásticos, miasmas y chapapote exija ante las Naciones Unidas que se respete su derecho inalienable a la propia imagen, lo que seguramente dará pie a un intenso debate en los mundos de lo virtual en el que la cuestión de fondo se verá poco a poco sepultada bajo toneladas métricas de necedades, absurdeces y demagogias vertidas a lo largo y ancho de X, Tik-tok y otros foros en los que se fabrica lo real (El lookazo de Narciso con la mascarilla que no querrás dejar de ponerte este invierno (nuclear)). Y esa cuestión de fondo sobre la que ya nadie va a discutir no es hasta dónde nos puede llevar esta apuesta por las tecnologías de última generación, más puras, cuya primordial finalidad, a lo visto, pareciera ser el disfrute del aire acondicionado durante todo el verano a coste cero o que todos pudiéramos desplazarnos como pollo sin cabeza en vehículos autónomos descarbonizados.

    Lo cierto es que la paradoja de Jevons se cierne sobre los salvacionistas tecnológicos con mando en la lista Forbes. Sospecho que los hombres como Gates, Musk, Bezos, Zuckerberg y Ellison buscan, ante todo, acumular los miles y miles de millones necesarios para garantizar su propia supervivencia de lujos y egos filantrópicos y la de las macroestructuras financieras e industriales creadas para dar soporte a sus encomiables proyectos de futuro feliz. Cualquier beneficio para el entorno derivado de estas megalomanías ha pasado a ser un mero resultado colateral, cuando no pura casualidad. Otra vuelta de tuerca del capitalismo.

    Pero volvamos a la soslayada cuestión de fondo. La cuestión de fondo son las pepitas. Esas pepitas que el homo sapiens nunca ha cagado; ese pufo que le venimos dejando al planeta desde los tiempos del Antiguo Testamento a sabiendas de que el Infierno no existe. A veces pienso que ser sapiens no tiene otro mérito que el de haber sabido aprovecharse miserablemente del tonto bondadoso, del indefenso y del humilde a cambio de nada o, a lo sumo, de un poco de forraje, no sea que el bicho se muera y no pueda seguir trabajando. Dice una bienaventuranza que los mansos heredarán la Tierra. No podía estar yo más en desacuerdo: como buen Valle de Lágrimas que es, la Tierra la han heredado -legítima, mejora y libre disposición- unos primogénitos desalmados. Gente de puño cerrado que nunca ha hecho -ni hará- el más mínimo esfuerzo por plantearse cómo empezar a devolver al planeta todo lo que generosamente nos ha dado y nos sigue dando. Además de justicia, es una cuestión de supervivencia. Pero no, nosotros seguiremos a lo nuestro, declarando Derechos Humanos, pero sin cagar pepitas, aquejados de un estreñimiento crónico por los siglos de los siglos. No sé si será un volcán en Finandia o la Falla de San Andrés, pero algún día, más pronto que tarde, reventaremos. Y ya.