27 de septiembre de 2020

5G

“Latencia”. ¿Qué demonios es eso? Leía yo un artículo de prensa, posiblemente patrocinado, en el que se glosaban las virtudes de la conectividad 5G, entre las que figuraba, enigmática, la susodicha latencia. A pesar de que suelo leer este tipo de artículos en diagonal, la rareza del término hizo que la curiosidad pudiera conmigo y abrí una nueva pestaña en el navegador. Según pude entender, “latencia” es una magnitud que determina la velocidad de transmisión de la información empaquetada que se envía por las autopistas de internet. Al parecer, esta novedosa tecnología (5G) permite un incremento exponencial de la latencia y por ende una interconexión tremendamente más veloz entre las máquinas del futuro que -ahora sí, y no cuando nos lo anunciaba la canción de Radio Futura- ya está aquí. A juzgar por el artículo, el incremento de la latencia tendrá una repercusión considerable en la calidad de vida de los usuarios poseedores de artefactos capaces de interconectarse a través de 5G, lo que nos lleva a otro concepto más bien abstracto: el “internet de las cosas” que, tal y como lo entiendo yo, consiste básicamente en interconectar eficazmente automóviles, ordenadores, teléfonos, satisfyers, aspiradoras Roomba, cafeteras Nespresso, Playstation y, en fin, cualquier electrodoméstico/aparato/chisme con electrónica de última generación.

El artículo rezumaba entre líneas optimismo bienintencionado: qué felices y qué libres seremos y qué entretenidos estaremos cuando sobrevenga el 5G. El coche sin conductor nos transportará de casa al trabajo mientras reprogramamos desde el teléfono móvil, por ejemplo, la temperatura de la nevera o, mejor, teletrabajar al volante (es un decir) y aligerar el saco de marrones que nos espera en la oficina o, mejor aún, revisitar un capítulo de nuestra serie favorita mientras encargamos un Glovo o chequeamos el paradero de nuestro pedido de Amazon, y todo ello con la sensación de feliz impunidad frente a sanciones de tráfico prehistóricas. El 5G nos promete un control tecnológico absoluto y en tiempo real sobre un contingente de máquinas-vasallo entregadas incondicionalmente a la construcción de nuestra felicidad material. Me dio por pensar en uno de estos juegos de rol on-line en los que un pedazo de tierra baldía se transforma en un imperio de la abundancia a través de la administración eficiente de recursos virtuales que el jugador enganchado va adquiriendo con encomiable paciencia y, en casos extremos, a cambio de dinero real.

Pero, claro, bien mirado el asunto tiene sus claroscuros. La primera sombra: los recursos financieros. A diferencia de los juegos de rol, aquí la pasta va por delante. Digo yo que, ante todo, habrá que adquirir aparatos con tecnología de última generación. Si usted quiere ser el orgulloso propietario de una nevera-mayordomo que le enfríe los tomates en el compartimento de las hortalizas a temperatura gourmet cuando se lo requiera, ya puede empezar a calentar la Visa, porque probablemente se vaya a dejar unos buenos dineros en un refrigerador de última generación dispuesto a darle gusto desde donde quiera que se halle. Y la nevera vieja, a Wallapop o, simplemente, a la basura. Lo que me lleva a considerar la segunda sombra: el tremendo coste en recursos naturales que el planeta va a tener que afrontar desde la perspectiva de los procesos industriales involucrados, primero, en la destrucción/reciclaje de los aparatos analógicos obsoletos y, segundo, en la creación/comercialización de los nuevos: nuevos teléfonos, nuevos coches, nuevos televisores, nuevos electrodomésticos… A mí me hace bastante gracia escuchar que tal y tal novedosa tecnología es más “limpia” y mas “barata” cuando la realidad ha demostrado siempre que (i) el consumo masivo de las cosas producidas con dicha tecnología tensa cada vez más la sostenibilidad del planeta y (ii) el abaratamiento del coste de las energías limpias se verá cumplidamente compensado con impuestos o con sobrecostes que rentabilicen para los gobiernos o para las empresas privadas, según proceda, la comercialización de lo nuevo. Así que, mejor desengañarse de antemano, porque el advenimiento del 5G nos va a dejar, primero, más entrampados e, irónicamente, cada vez más sensibilizados/escandalizados ante la cuestión del calentamiento global: ¡El mundo se está yendo a la mierda y los gobiernos no hacen nada!

Nos lo merecemos por tontos o mejor dicho, por entontecidos. Tercera sombra: Creo que el adocenamiento y la ausencia de pensamiento crítico es uno de los subproductos de la creciente tecnologización de nuestras existencias. Si ustedes piensan que la hipercomunicación que vendrá con el 5G nos hará mejores como personas o como colectivo social, desengáñense. La otra gran falacia del progreso tecnológico, pregonada sistemáticamente desde todas las instancias del sistema es el ahorro del tiempo; la simplificación -cuando no la erradicación definitiva-, gracias a los deslumbrantes avances técnicos, de tareas odiosas que plagaban nuestra existencia cotidiana. La falta de tiempo es la principal responsable de una sociedad estresada, egoísta y encabronada con el prójimo, esclava de su trabajo e incapaz de generar espacios de calma y reflexión en los que podamos ser felices, comer perdices y darle un beso a la abuela. No hace falta que les diga que todo ese tiempo supuestamente liberado lo vamos a desperdiciar (i) consumiendo compulsivamente a través de la red, (ii) aprendiendo a gestionar lo consumido hasta el absurdo, (iii) quebrándonos la cabeza para solucionar las incidencias de mantenimiento de los nuevos productos inteligentes derivadas de dicha gestión y (iv) trabajando con mayor denuedo si cabe para alcanzar, a costa de nuestras nóminas, nuevos horizontes tecnológicos, siempre en expansión, cada vez más lejanos e inabarcables, en los que mora La Gran Zanahoria Mecánica de las leyendas del futuro. En definitiva, dilapidaremos lastimosamente el tiempo ahorrado indagando sobre cómo habilitar el modo nocturno en Whatsapp, optimizando la visualización de nuestras estadísticas cardíacas en el Smartwatch, videocontrolando el tedio y las persianas de nuestra casa vacía o seleccionando un Glovo, dos Glovos, tres Glovos con esto, aquello o lo de más allá: la construcción del Yo Sibarita del siglo XXI precisa de cantidades indecentes de tiempo y de dinero.

El 5G aportará también, y sin duda, su granito de arena a la disociación progresiva entre cuerpo y la mente en favor de esta última, que resulta ser un rasgo característico de las civilizaciones superiores, al menos en las novelas de ciencia ficción. Salvo que sea de pago (gimnasio, entrenador personal, fisioterapeuta, rutas organizadas, material deportivo de precios astronómicos...), la cosa motriz cada vez tiene peor encaje en nuestro mundo de hoy: levantarse del sofá, subir unas escaleras, caminar hasta el centro de salud, permanecer de pie, portar una mochila con libros, cerrar el maletero del coche, cargar con las bolsas de la compra y, por lo general, la interacción cotidiana con el mundo físico está cada vez peor vista: se considera otra de esas pérdidas de tiempo y de energía y, por tanto, terreno óptimamente abonado para la siembra de cachivaches futuristas: “Alexia, enciende la luz y ponme el Teletienda de Luxe y caliéntame el sofá a 35º, luego llama al médico de Sanitas que la puta espalda me está matando”. Lo que empezó con el mando a distancia de la televisión y las ventanillas de los automóviles, degeneró en tendencia gracias a la natural pachorra del ser humano, y ha acabado convirtiéndose en una verdadera plaga de automatismos innecesarios que nos está transformando en una raza de valetudinarios con preocupantes deficiencias mentales.

En definitiva, sedentarismo consumista de encefalograma plano por la senda del 5G. Pues eso, la latencia. Y las tecnologías que vendrán.


13 de septiembre de 2020

Ciudadanos Putrefactos

Estoy podrida con la mascarilla” me dice una amiga mientras paseamos cuesta arriba por la calle Atocha. Mi amiga se fuma un cigarro liado y, por automatismos de la conversación, dejo de ignorar que la llevaba puesta. Noto las gotas de sudor en el labio superior y la respiración estanca, caliente. Pienso que también yo estoy podrido con esta situación, podrido con toda la batería de medidas cosméticas, inútiles, con las que los poderes políticos intentan salvar la cara frente al electorado a costa de putrefactar la vida diaria de los ciudadanos. Los medios de comunicación afines al poder se encargan de avalarlas estadísticamente y, también, científicamente, y los de sesgo contrario se rasgan las vestiduras por la insuficiencia o el destiempo de las mismas, e igualmente manejan estadísticas -aunque otras- e informes de expertos epidemiólogos más acordes con su visión más catastrófica de las cosas. Los telediarios seleccionan con precisión quirúrgica en sus reportajes, bien a los corifeos que mejor ilustran la noticia televisada o bien a los indignaditos de laboratorio que claman al cielo porque la medida no soluciona su peculiar problema. Vaselina mediática, en fin, para que el grueso de los ciudadanos de a pie se trague sin rechistar y doblada la medida en cuestión. Y a estas alturas del verano todos un poco más podridos con las mascarillas puestas en los espacios abiertos y sin poder fumar, y diciendo amén Jesús a los confinamientos selectivos decididos por alcaldes que se la cogen con papel de fumar, por si las moscas… Se me ocurre que toda esta situación, en el fondo, no es más que uno de esos sueños de la razón que ha devenido en una pesadilla en la que se mezclan desinformación, miseria política y mínimos de inevitabilidad a partes iguales. La pandemia es real, como también lo es el cómputo del muertos que arrastra: una cifra mareante en términos absolutos pero, a mi modo de ver, insignificante si la consideramos en términos relativos y a escala planetaria. Con ello no quisiera restarle importancia a los fallecidos por coronavirus del primer mundo (aunque también tengo la desagradable impresión de que, a la vista del dengue, ébola, malaria y otras epidemias rampantes al otro lado del muro de la riqueza, nuestro querido primer mundo es un colectivo social acomodado y moralmente flexible que canta sin despeinarse aquello del riega, riega, la manga riega y aquí no llega). Una simple consulta en la web nos informa de que la cifra de cánceres diagnosticados en España en 2020 probablemente alcance los 277.394 casos, y que en 2018 fallecieron por esta enfermedad en nuestro país 112.714 personas. Y lo dejo ahí: no trato de reconducir esta descomposición anímica que nos aqueja a la batalla de las cifras porque a mí, a partir del cien, las cosas se me empiezan a enturbiar y, más allá del mil, todo se convierte en un reto insoportable para la imaginación, y ya no me queda más remedio que confiar o no en el broker de estadísticas que intente convencerme de que la cosa va bien o mal, según los casos.

Me pregunto en qué momento de toda esta historia se ha perdido el sentido común, la intuición y las facultades críticas y de observación propias. A eso, algunos le llamarán subirse al monte de la propia ignorancia y desde ahí atisbar el panorama, pero lo cierto es que, considerando la evolución de la pandemia, (que es una, grande y, a lo que parece, libre) a lo largo de los meses, y vistas las distintas estrategias de contención -casi siempre contradictorias- adoptadas por los gobiernos en los diversos países, y visto el mundo distópico amplificado a golpe de noticia chusca por medios de comunicación supuestamente serios (el botellón de la juventud contagiadora, la surfera con coronavirus, los satánicos negacionistas, el positivo en el colegio de la infanta, el embaucador de la lejía, la boda de los infectados, la mascarilla superventas de Zara, las fiestas de la Covid, Naomi Campbell vestida de marciano, las paparruchas de Donald Trump…) y también vistas todas esas macrocifras erráticas y volubles, al menos a mí no me ha quedado más remedio que juzgar las cosas por mis propios medios y desde el pequeño rincón del mundo en el que me ha tocado vivir.

Ya desde el comienzo de la pandemia en el mes de marzo, me dio por pensar que dónde demonios podía encontrar yo gel hidroalcohólico y mascarillas, cosa que me resultó poco menos que imposible en pleno confinamiento. Curiosamente, el gobierno no hizo de la cuestión caballo de batalla (i.e. advertir a la población de la obligatoriedad, centrar el foco del debate en las virtudes frente al contagio) hasta casi cuatro meses después, cuando las mascarillas y los geles desinfectantes ya estaban disponibles en los estantes de las grandes cadenas de supermercados.

Creo darme cuenta de que esta lógica implacable de las cosas a toro pasado halla un encaje perfecto e idéntico con el asunto de la realización de las pruebas PCR, que probablemente se generalice para el grueso de la población a través de los centros de salud en un par de meses, momento en que presumiblemente el Gobierno, a través de plúmbeas comparecencias a cargo de Salvador Illa o de Fernando Simón en vivo y en directo a la hora de comer (lentejas con estadísticas, filete con estadísticas y postre o café con estadísticas), informará a una ciudadanía cada vez más desgastada y apática de las virtudes del diagnóstico previo como arma de lucha contra la pandemia y nos anuncie la necesidad de dictar normativa a todos los niveles al respecto, y la obligatoriedad de someterse a los test. Modestamente opino que, al tiempo en que se inició entre los países la carrera para hallar la vacuna, debiera habérsele otorgado mucha más relevancia (y fondos europeos sobre todo) a las investigaciones encaminadas a crear pruebas de detección preliminar masivas, baratas y fiables en lugar de desperdiciar tanta munición legislativa y mediática en amargarnos la vida a todos y, por ende, mandar al carajo a la economía. Han pasado seis meses y muchos muertos desde que empezó todo esto, y resulta que es a estas alturas de la pandemia cuando desde las instituciones se empieza a planificar la aplicación de PCR a grandes colectivos.

Hoy día, y para vergüenza de la profesión, todo medio de comunicación que se precie está al acecho de la noticia esperpéntica, del cotilleo de calidad y de la necrológica de portada. Pensemos en Pau Donés (cáncer), en Jota mayúscula (infarto) o en Joaquín Carbonell (73 años). No hace falta echar mano de la hemeroteca para afirmar que al Cuarto Poder no hay prohombre finado que se le escape. Siendo esto así, me doy cuenta de que, salvo los ancianos ilustres, no parece haber famosos fallecidos a causa del coronavirus: Irene Montero, Pedro Simón, Díaz Ayuso, Boris Johnson, Jair Bolsonaro, Diego Pablo Simeone, Tom Hanks, el Príncipe Carlos, Antonio Banderas, Flavio Briatore, Silvio Berlusconi, Plácido Domingo, Esperanza Aguirre, Idris Elba, Santiago Abascal, Ana Pastor y sigan contando. Si cualquiera de los anteriormente enumerados hubiera pasado a mejor vida, no hay duda de que nos enteraríamos de la noticia por los periódicos. Si tenemos en cuenta que el conjunto de todas estas personas, en atención a su sexo y diferentes edades, representa una suerte de muestra estadística del conjunto de la población, ello nos puede dar una idea aproximada de la letalidad real de la pandemia. Tengo la impresión de que si desde un primer momento se hubiese aplicado tanto cacumen y esfuerzos, tantas medidas y tanto despliegue mediático para proteger a nuestros mayores, las verdaderas víctimas de la pandemia, como el que se está demostrando a la hora de organizar la vuelta al colegio de los críos, a lo mejor -sólo a lo mejor- se habrían salvado unos cuantos en las residencias. Que no es lo mismo que el muchacho repita curso que se nos muera la abuela. Vamos, digo yo.

Y aquí les dejo, podrido y cabizbajo, como mi amiga (que para más inri, tiene un bar), a la espera de que algún gerifalte avispado de la industria textil con el aval de un estudio científico contundente, demuestre que, a diferencia del algodón, las licras no retienen las miasmas de la Covid. Y todos vestidos de superhéroes.