27 de noviembre de 2012

Un gordo real o imaginario

Es hora de sincerarse con nuestras barrigas. Gordos y gordas del mundo civilizado, hagan el favor de desnudarse frente al espejo del cuarto de baño y déjense la ropa interior puesta para evitar distracciones innecesarias. Les concederé que la iluminación del water (cuando no está tuneada) no suele ser la más favorecedora; al contrario, entorpece cualquier intento de autojustificación corporal, devalúa los réditos del gimnasio y nos muestra en nuestra espléndida ordinariez de nalgas estriadas, ojeras, arrugas, lunares, vientre inflado y tetillas tristes. Vístanse o apaguen la luz, según, e intenten olvidar. Si se han visto no se acuerdan.


Dice Steven Pinker que la lectura de una novela proyecta al lector en la mente de otro y le permite vivir otras vidas. Me atrevo a añadir que la mirada del gordo real o imaginario traslada su cuerpo a través del papel couché y le permite colonizar, por ejemplo, el de David Beckham. Y hay que ver qué agustito que se está en el cuerpo de David Beckham.

Al Quijote se le fue la olla de tanto leer novelas de caballería; se proyectó más de la cuenta, que diría Steven Pinker; y el resto ya lo saben, queridos Lectores Improbables: confío en que, como yo, habrán leído al menos la versión infantil abreviada, tan socorrida para superar sin pena ni gloria los desafíos lectivos del Instituto. Hoy día el gordo real o imaginario lee poco pero mira mucho. Y cuanto más viaja a otros cuerpos gloriosos, más duro se hace el retorno al realismo sucio del espejo del cuarto de baño. Adoctrinado desde su más tierna infancia en el mito de las tres comidas diarias, la merienda, los tentempiés y el botellón de Cocacola fresquita en la puerta del refrigerador, el gordo real o imaginario, que tal vez no naciera para gordo, se hace gordo. Biológicamente ya lo ha dado todo; tiene los huevos negros y es capaz de transitar por la vida a velocidad de crucero sin suplementos alimenticios. Va sobrado de calorías que luego se le pudrirán camino del trabajo al volante de su primer coche de segunda mano y, en general, se le seguirán pudriendo imperceptiblemente mientras desgasta las neuronas frente a la pantalla del pecé desde el lunes hasta el viernes o mientras aniquila alienígenas en la videoconsola o embebe, uno tras otro, los Telediarios, las carreras y los encuentros de fútbol en esta o aquella cadena. El gordo real o imaginario se ha hecho mayor en un mundo en el que los tres Reyes Magos han abdicado en favor de una tríada de fuerzas más abstractas que representan el corolario moderno de anhelos que ocupan su razón y su corazón: Belleza, dinero y poder encarnan todo aquello que su reflejo en el cuarto de baño se empeña en negarle cada mañana de su vida adulta.

Pletórico de calorías infrautilizadas, sedentario y en un estado de deterioro que ya empieza a ser alarmante, el gordo real o imaginario se dedica a marear la perdiz y continua  proyectándose desde la poltrona del sofá en David Beckham, Cristiano Ronaldo o cualquier otro macho mediático. El gordo real o imaginario que cree que ya no cree en los Reyes Magos se apunta a un gimnasio, y un miércoles cualquiera empieza a consumir proteínas en polvo de un bidón de plástico que le han recomendado en una tienda de nutrición deportiva. Por la noche se acostará sin comer nada que le aproveche más allá de una loncha de pavo, un par de rebanadas de pan tostado industrial y una pieza de fruta. El miércoles siguiente, avalado por la experiencia que le proporciona una semana de entrenos y agujetas en el gimnasio, adoctrinará a sus compañeros de oficina sobre los beneficios de una dieta hipocalórica, a los que por supuesto ha renunciado el fin de semana (esto no lo comenta). Después, en el vestuario del gimnasio, ingerirá su empalagoso batido de proteínas y, de propina, dos barritas de muesli y una Cocacola cero. El gordo real o imaginario se masturbará esa noche con el estómago vacío de comida útil a la salud de alguna modelo de su devoción cuyos méritos genéticos -que no deportivos- le han otorgado un lugar de honor en las páginas centrales del Men's Health de ese mes.

Pasan las semanas y el peso de la báscula rivaliza con el tiempo del reloj como magnitud que da razón de la existencia rutinaria del gordo real o imaginario. Los kilos van y vienen de forma misteriosa. Cada cerveza, cada sauna, cada deposición computa en el debe o el haber de unas cuentas que nunca llegan a cuadrar delante del espejo acusador: La vida está llena de trampas y tapas, de cenas y sobremesas y de sábados por la noche en los que corre el alcohol. Los propósitos de enmienda del gordo real o imaginario pasan por un aumento del gasto en productos de farmacopea que han captado su atención durante los insomnios de Teletienda o en el escaparate de alguna parafarmacia que prometen resultados sin otro esfuerzo que el de deslizar la tarjeta de crédito por la raja del datáfono. Como es un hombre de criterio, descarta la dieta del sirope de arce porque le parece una mamarrachada y se decanta por el método que le promete ese cuerpazo que se merece sin pasar hambre.Porque puede hacer cinco comidas al día. ¡Cinco! Durante la próxima quincena, redoblará sus esfuerzos en el gimnasio y, a pie de taquilla, seguirá fiel al batido de proteínas, las barritas de muesli y la Cocacola cero. Y una manzana.

Aunque siga fallando fin de semana sí y al otro también, el gordo real o imaginario por lo menos ya no anda lampando los días laborables, aunque a veces pierda la cuenta de las comidas que hace. También se ha descargado un programa de control de calorías que ha instalado en su teléfono móvil. Los kilos llegan y se van mientras en su revistero se amontonan los ejemplares de Peso Perfecto que no tiene tiempo de leer. Una rotura fibrilar primero y un viaje de trabajo después le apartarán durante un tiempo del camino deportivo de virtud. Ya con la moral minada, seguirá haciendo las cinco comidas diarias aunque alguna de ellas sea de postre o café y chupito de hierbas. Sus comparecencias ante el espejo se limitan ahora a lo estrictamente necesario y las noticias de la báscula no resultan precisamente alentadoras. Decide sustituir la quinta comida por el batido de proteínas y la manzana, y traslada las barritas de muesli al desayuno junto con las tostadas, las dos piezas de fruta, el queso fresco, el jamón york y el café con leche desnatada. Lo cual tiene pleno sentido porque, aunque le queden cuatro, el desayuno es la comida más importante del día o, mejor dicho, del día en el que no comparte menú con los compañeros y si descontamos, claro está, algún que otro ágape dominical con sobremesa.

El retorno al gimnasio es un propósito de enmienda que aún tardará un par de semanas en materializarse porque el gordo, ahora un poco más real que imaginario, no está por la labor, no encuentra el momento. El sábado por la mañana temprano se va a correr al parque y a su regreso, desfallecido, decide reponer fuerzas con un copioso desayuno, que no es cuestión de jugarse la salud. Después, bajo el agua caliente de la ducha reconsidera la dieta del sirope de arce y decide que ese mismo lunes empezará a pasar hambre.

Llegados a este punto creo que es hora de abandonar a mi gordo imaginario a su suerte, a la espera de un lunes que permanecerá inédito sine die en los anales de este blog. La suya no es más que la historia de tantos gordos y gordas descontentos, cuando no indignados, consigo mismos al verse incapaces de alcanzar la belleza tantas veces prometida en un mundo en el que querer -eso dicen- es poder y el fracaso no existe salvo para los fracasados, que naturalmente son esos seres tristes, anodinos y dignos de compasión que viven atrapados para siempre en el espejo de un cuarto de baño cualquiera en una ciudad cualquiera.

23 de octubre de 2012

Bicicleta


Un sábado de hace tres o cuatro años alquilé una bicicleta por horas en una tienda de los alrededores del parque del Retiro. Vivir solo y sin televisión a veces tiene sus inconvenientes; y entre ellos está el que uno tiene que inventarse quehaceres para rellenar con estopa los tiempos muertos del fin de semana en el noble intento de construirse una vida personal digna, aunque sea una vida personal disecada. Cuando el placer de leer se vuelve tostón, desasosiego y culo requemado en el sillón favorito y se ha superado con creces el cupo de tareas domésticas admisibles, llega ese momento en el que a uno no le queda más remedio que echarse a la calle a lo que salga. Y lo que salió fue alquilarse una bicicleta, y como una cosa lleva a la otra los pedales me llevaron desde el Retiro hasta las inmediaciones de la Torre Blanca, mi lugar de trabajo, la cuna de mis ingresos y también, probablemente, la tumba de mi vida laboral. Eso era lo que debía haber yo reflexionado allí y entonces si hubiera estado escribiendo un blog en lugar de medir mis fuerzas, pero en realidad lo que hice fue no pensar nada en especial y regresar hasta el portal de mi casa y de ahí hasta la tienda de bicicletas otra vez, procurando sudar lo justo, una hora y diez minutos después. Por abreviar, les diré que una vez en posesión de una razón para vivir (y que conste que no es infrecuente vivir sin razones especiales para ello) el domingo transcurrió en la paz relativa del lobo estepario y el lunes por la tarde me gasté ciento diez Euros en una bicicleta híbrida que me robaron vilmente al viernes siguiente y que volví a comprar en la misma tienda unas horas después del suceso, esta vez por ciento treinta Euros. Los veinte extras me los gasté en un buen candado, uno de combinación que a fecha de hoy aún conservo y encripto cada día entre las ruedas de esa misma bicicleta que, por si les interesa (seguro que no, pero bueno), es una Conor Atlantic, vintage 2007; un pedazo de hierro polvoriento, correoso y familiar, entrañable en su simplicidad grasienta de piñones y frenos permanentemente estrábicos que ocupa ya un merecido lugar entre mis objetos de culto. A lo mejor les suena extraño, pero mientras escribo esto me invade una sensación como de nostalgia anticipada por su pérdida. Propendo al drama.

Así que de lunes a viernes voy y regreso del trabajo a lomos de una bicicleta. No llevo casco y voy ataviado con la indumentaria de brega corporativa: pantalones, camisa y los zapatos de vestir. Y la corbata, claro. La corbata me la dejo puesta en invierno, porque aunque parezca mentira algo abriga (la única utilidad que le he encontrado, hoy por hoy). Por estas fechas acostumbro a guardarla con el nudo hecho en las entrañas malolientes de la bolsa de deportes. Recuerdo que al principio ponía especial esmero en recogerme el bajo de los pantalones con unos clips hasta que me percaté de que las manchas de grasa y el gris marengo se mimetizan a la perfección y desde entonces no me preocupo, como tampoco le otorgo mayor importancia a los sudores y sofocos que van de suyo al cabo de rodar casi siete kilómetros por las calles al filo de las nueve de la madrugada. Cada mañana el cuerpo mío va duchado de serie, el sudor es volátil y, suponen bien queridos Improbables,  no soy yo precisamente un dandi.

No hace falta ser una lumbrera para percatarse de que Madrid no es ciudad para bicicletas. Si uno no desea acabar apabullado -cuando no ahogarse- en el torrente de coches que inunda las arterias principales de esta ciudad a cualquier hora es mejor buscarse la vida por las aceras y las calles asequibles, de esas que son de una sola dirección, y por las que los conductores estresados no tienen más elección que chupar farolillo rojo o pasar por encima de tu cadáver. En esas calles el ciclista no es más que otro de tantos incordios que jalonan la vida urbana junto con los semáforos, los camiones de mudanzas, los pasos de cebra, las señoras aparcando o los servicios municipales de limpieza mantenimiento. Somos lo que somos y las cosas son lo que son y quien no entienda eso mejor se vaya a vivir al campo. Un utilitario de andar por casa pesa alrededor de una tonelada y esa tonelada es capaz de desplazarse a gran velocidad por vías diseñadas a su imagen y semejanza; creadas precisamente para facilitar y potenciar sus asombrosas posibilidades mecánicas. Miro en Internet y hay en Madrid, al parecer, unos dos millones de coches; dos millones de toneladas, ciento ochenta millones de caballos omnipotentes galopando por praderas de asfalto planificado que son suyas de hecho y por derecho. Mi bicicleta y yo apenas sumamos setenta y cinco kilos. No soy tan rápido ni tan fuerte ni tan potente ni tan caro, pero sí en cambio liviano, versátil, molón y minoritario. Afortunadamente, ni las leyes administrativas ni la maquinaria burocrática municipal han hecho aún mella en este mundo maravillosamente anárquico y  marginal por el que rueda el pedaleante urbano. De momento, la simbiosis con la todopoderosa masa del parque móvil sucede de forma natural y la tutela perversa de los poderes públicos, siempre empeñada en salvar al ciudadano tonto e indefenso de sí mismo, aún no ha terciado en el asunto, aunque empiezan a soplar malos vientos: Las asociaciones de ciclistas, supongo que convenientemente auspiciadas y alentadas por los empresarios del ramo, demandan carriles excluyentes, privativos para el uso de bicicleta enarbolando argumentos-comodín, de esos que igual valen para un roto como para un descosido: ecología, victimismo social de las minorías, salud cardiovascular o buenrollismo bohemio y global. Si se fijan, son consignas que lo mismo sirven para demandar libertad sexual y plátanos para todos. El caso es que de vez en cuando le da al colectivo ciclista por colapsar festivamente el tráfico rodado del Paseo de la Castellana y yo no puedo evitar pensar en las grandes urbes chinas y esas masas proletarias de toda edad y condición que pedalean cansina y resignadamente camino de la fábrica, la tienda o la oficina. El otro día leí en un periódico que el kilómetro de carril-bici cotiza a ciento setenta mil Euros. En los escaparates de las tiendas especializadas se ofrecen a la venta con toda naturalidad ejemplares ultraligeros por cuatro mil o más Euros. Las grandes superficies no escatiman metros cuadrados cuando se trata de ofertar bicicletas y complementos afines. Los medios de prensa económica especulan sobre la eclosión ciclista y la crisis del carburante  y, de paso, aprovechan para exhibir modelos y precios en precario y sospechoso equilibrio entre la información periodística y la publicidad encubierta. Los recintos  feriales ofrecen sus pabellones a mayor gloria de la bicicleta a seis Euros la visita. Las bicicletas son, en definitiva, trending topic, y precisamente por ello una mina de dinero, dinero y más dinero.

La unión hace la fuerza bruta. El ciclista solitario se vuelve pelotón y clama por el reconocimiento oficial de su derecho a circular por la ciudad igual que las parejas de hecho optan por formalizar su unión ante la ley que después les exigirá sangre, sudor y lágrimas a la hora de divorciarse. Creo que ya lo he dicho antes: Madrid no está preparado para las bicicletas y esto es algo que no va cambiar porque se otorgue una Carta Fundamental de Derechos del Ciclista. Con o sin carta de derechos, seguiremos teniendo que buscarnos la vida, pactando con conductores y peatones, aprovechando los retales de asfalto que nos quedan allí donde los neumáticos no llegan.

El ciclista como sujeto de obligaciones sancionables es una perita en dulce que pide a gritos rentabilizar el pelotón en aras del bienestar social y, sobre todo, de las arcas del Ayuntamiento, tan menguadas en estos últimos tiempos. Hace ahora algunos años fui a Londres y recuerdo que, aparte de representar la obligada comedia del turista (pues qué otro sentido tiene hoy el tiempo libre si no es gastarlo en comprar y mirar lo que te digan), tuve la ocasión de percatarme de que las ordenanzas municipales de la City prohibían candar la bicicleta en farolas, vallas y demás mobiliario urbano so pena de confiscación y multa. Reflexioné con una cierta desazón que esa norma no debía de ser más que la punta del iceberg de un corpus punitivo que seguramente sería moneda común de todas las sociedades sensatas y civilizadas en las que el pedaleo ha dejado de ser ejercicio de libertad individual para convertirse en responsabilidad colectiva.

Permítanme visualizar un futuro imperfecto a tono con el gris cenizo de este blog: El pelotón pedirá carril-bici, se manifestará una y otra vez, organizará fiestas y concentraciones y, por fin, tal vez aprovechando el atropello y muerte de algún mártir de la causa en época electoral le será concedido, si bien convenientemente envuelto en ordenanzas municipales que harán obligatorio portar casco y uniforme reflectante, quedará prohibido circular por las aceras, se gravará con un canon el precio de compra de las bicicletas a cuenta del uso u amortización del carril y, por supuesto un pack  punitivo-recaudatorio que, entre otros, sancionará sin miramientos a los ciclistas que rebasen la cicatera tasa de alcohol en sangre permitida por las autoridades, cosa esta última que me va a joder  especialmente, ahora que había descubierto las ventajas de salir a tomar copas y otras cosas por el centro de Madrid y orear la curda de regreso al fresco de la madrugada, pian piano, disipando malos vapores a lomos de la bicicleta. Qué agradable que es llegar a casa, ovillarse debajo del edredón y dejarse vencer por el sueño, ebrio y tonificado (no Gin-Tonificado) a partes iguales. Perdonen la digresión, pero es que cada  vez escribo peor; entre otras razones porque el tiempo precioso que antes solía dedicar a mis incómodas lecturas en los vagones del Metro camino del trabajo ahora lo empleo en quemarme los muslos un día sí y otro también. ¡Mis piernas de acero pedalean incansables en una suerte de involución diabólica hacia el analfabetismo funcional!

Distopías aparte, les confesaré que no puedo evitar sentirme un poco fuera de lugar cuando circulo por una de esas pistas de la Señorita Pepis que el Ayuntamiento ha construido en las zonas verdes, cuya única utilidad parece ser el garbeo desde un parque hasta el parque siguiente los fines de semana que hace bueno. Ruedo en paralelo con familias que pedalean unidas y también peatones que se obstinan en sacarle partido al carril como área de paseo alternativa, con o sin el perro cagón. De vez en cuando me veo violentamente rebasado por oficinistas que pedalean embutidos en mallas de colores como superhéroes fondones que hacen promoción gratuita de bebidas refrescantes, corporaciones bancarias, publicaciones deportivas y otros engendros hipertrofiados del capitalismo salvaje. Equipados con cantimploras, pulsómetros y cascos como de garrapata futurista apabullan a los niños en sus triciclos con ruedines y también a mujeres que montan en bicicletas rosas. Los superhéroes fondones y sudorosos circulan por las pistas de juguete y lucen piernas inquietantemente depiladas.

Bien pensado, esos carriles no van a ninguna parte. Para eso -para ir a los sitios, quiero decir- ya están puestas las calles de toda la vida, que cumplen esa misión con creces y que son las que hay que conquistar a golpe de pedal, finta y frenazo si es que uno quiere realmente desplazarse por Madrid con fines prácticos en lugar de hacer el ganso.

A veces me pregunto por qué lo hago; por qué pedaleo y sacrifico preciosos minutos de lectura diaria; qué gano a mi edad reventándome las piernas cada mañana para volver a dar baqueta al cuerpo más tarde en los salones sudados de uno de esos gimnasios para ejecutivos de medio pelo que proliferan por la zona de los Nuevos Ministerios. Al cabo de la semana laboral, de regreso a casa los viernes por la tarde, no soy más que materia orgánica desechable, y les aseguro que a estas alturas de mi vida la siesta ya no basta para recuperar la condición humana... Escribía al comienzo de esta entrada que el origen de todo esto no fueron más que razones improvisadas para vivir durante el tiempo muerto de un fin de semana y debo añadir que aquel experimento acabó cuajando en hábito rutinario. Mentiría si les dijera que doy pedales por no contaminar o por ahorrar los cincuenta Eurazos del abono de transportes o por la gloria bohemia o en aras del sueño neoyorkino. No. En realidad pienso que el hábito hace al tonto, le ofrece una excusa para vivir sin pensar demasiado... Estimados Lectores Improbables, me acojo al derecho constitucional de no seguir escribiendo contra mí mismo porque me temo que, si no lo ha hecho ya, cualquier argumento o justificación no hará sino poner de manifiesto el poco seso de esta cabeza, capaz de abonarse fielmente a cualquier rutina. Incluso a este triste Blog.



Hacía tiempo que nadie me llamaba Zooey. Zooey fui, aunque haya perdido todas mis cuentas de correo con ese apodo. Rebusco en el baúl de los recuerdos y encuentro algo en la Despensa de Merlín:


-----------º------------


¿Tú qué me dirías?

¿Qué me dirías
si me vieras sólo pierna y media?

Si me tuvieras enfrente
y mirándote a los ojos.

Tú, sentado en ese banco
y yo en el de enfrente.

Tú, con veinte dedos.
Yo con quince.

A tí, doliéndote un pie.
A mí, el pie.

Tú, ¿qué me dirías?


--------º----------


7 de julio de 2012

Sara Carbonero


En realidad esta entrada debería haberse titulado algo así como “Feria del Libro” o “Feriantes”, puesto que hacía ya varias semanas que me había había hecho el propósito de escribir algo sobre ese parque temático que cada año es más parque y menos temático, en el que los libros importan ya poco y lo verdaderamente reseñable es el muñeco viviente de Gerónimo Stilton, la exposición fotográfica ecosaludable, el mega-camión blanco de Caja Madrid coronado con una enigmática antena parabólica, los restaurantes de quita y pon y los Calippo a dos Euros con cincuenta. Y la gente: Una multitud heteróclita que desfila o participa con sus hijos en las distintas actividades accesorias organizadas por los Feriantes a lo largo y ancho del Paseo de Carruajes del Retiro que, como podrán suponer, poco o nada tienen que ver con la lectura entendida como goce o entretenimiento de ámbito interno e inmaterial, sin otra proyección física exterior que la de el libro-contenedor que, como tal, no ofrece más divertimento que el que pueda proporcionarnos un ladrillo o una tableta de turrón. Disculpen este insulto a su inteligencia, pero un libro no es un balón; no es una canción ni tampoco una flor o un tinto de verano. Y sin embargo los libros venden, así que hay que celebrarlo como sea y, si hace falta, fichar a Gerónimo Stilton o incluso a Camilla Läckberg para que niños y mayores hagan colas y lo pasen bien y, de paso, degusten un bocadillo de panceta o una paella de guerrilla.

Pero, como les decía al principio, ese no va a ser el motivo de esta entrada; principalmente porque cuando por fin me decido a mover el culo y perpetrarles algo a propósito de la Feria del Libro, la Feria del Libro no es más que historia obsoleta. La realidad comentable, lo que está pasando aquí y ahora precisa de agilidad, inspiración, voluntad y recursos narrativos de los que carezco; ya quisiera yo publicarles una entrada un día sí y otro también, pero la falta de talento se alía con mis obligaciones laborales y otras miserias cotidianas y al final no me queda otra que recurrir a Sara Carbonero, trending topic perdurable y facilón donde los haya. Empezando por los datos objetivos, les diré que la protagonista interina de esta entrada no ha cumplido aún los treinta años. Me doy cuenta con relativa tristeza de que su tiempo biológico equidista del mío en los roles de hija y amante y me siento viejo pero no verde. Continuo con los hechos puros y duros: Para ser de un pueblo de Toledo Sara es, cuanto menos, exótica, con esos ojos de color verde ultraterreno y el pantone sublime de su piel inocente de granos, merecedora por sí sola de un Club de Amigos en Facebook. Busco en Internet Sara Carbonero en bikini y confirmo su corporeidad privilegiada, refrendada por las murmuraciones de muchos opinadores que sostienen su excesiva delgadez, tal vez para justificar la propia genética de saldo o un endomorfismo retro desde hace ya cientos de años. También dicen en Internet que Sara no ha terminado la carrera de periodismo. Probablemente sea cierto, pero si  mi modesta opinión al respecto sirve de algo, les diré que una licenciatura no es más prueba de la valía intelectual o profesional de una persona que el valor certificado en la cartilla militar de millones de varones del tardofranquismo (entre los que me cuento). Siempre me han hecho gracia las jeremiadas de los jóvenes mamertos que confían en sus licenciaturas y sus posgrados como antídoto infalible contra el paro, sus reproches al sistema fundamentados en este axioma demagógico que es en realidad una cómoda falacia arrojadiza desde cualquier militancia política atrincherada en la oposición. Pero me doy cuenta de que eso es material para otra entrada impublicable, así que continuaré con Sara, aunque ahora me enfangaré en cuestiones más subjetivas; son ustedes libres de discrepar si así lo desean. Sara es bonita; Sara Carbonero está bien buena: Micrófono en mano y unos vaqueros ceñidos se basta y se sobra para emputecer sin remedio el postpartido de cualquier vestuario de la Liga BBVA. Ni sus preguntas ni las respuestas de los jugadores importan; son todas prefabricadas, entrevistas sin chicha ni limonada, exentas de gracia, para todos los públicos. Entrevistas que Sara ejecuta sin tomar los riesgos mediáticos que cabría esperar de una redactora (algunos dicen que Subirectora) de deportes a sueldo de Telecinco. Sara no enseña los dientes, no manda callar con la fuerza de los hechos profesionales consumados y, por ello, es incapaz de ganarse el respeto de todos los que cada domingo nos reafirmamos en la creencia de que no es más que un pobre florero mediático víctima de unas circunstancias que ya quisieran para sí las endomorfas y los endomorfos de medio mundo. Pobre niña rica.

Sara confunde recochineo con persecución ideológica y se defiende, desde la tribuna que con gentileza incomprensible le proporciona el diario deportivo Marca, con paralelismos que evidencian un escaso cuajo intelectual y, si me apuran, hasta un cierto infantilismo demagógico. A sus propias palabras me remito: “(...) Y no sólo en España, en muchísimos países de Europa y América. Aunque no existía Twitter [¡gracias, Sara!] la práctica de acusar desde el anonimato e intentar que quemasen a alguien estaba muy extendida.¡Menos mal que esa época ya ha pasado!”. Los corchetes son míos.

Sepultado bajo el césped del estadio Santiago Bernabeu yace un legado suculento que Sara podrá entregar al diablo a cambio del copyright de su vida futura -que no los derechos sobre su alma. Si consiente, el diablo nos contará una historia ilustrada en couché policromado pletórica de amores, embarazos, escándalos, rupturas y reconciliaciones, amantes, bodas íntimas,  moda, complementos y secretos de belleza. Una historia en la que no faltarán demandas por el derecho al honor la intimidad y a la propia imagen o tal vez algún problema con Hacienda o con las drogas. Un guión trillado y predecible, apto para todos los públicos, que Sara podrá escenificar como una delicada marioneta de ojos verdes hasta que la celulitis y otros estragos de la edad  hagan presa en su cuerpo. Con ese legado y la pensión alimenticia de algún que otro divorcio Sara costeará su hipoteca y las hipotecas de sus hijos y las de sus nietos. Pero todo eso está, de momento, sepultado bajo el césped del estadio Santiago Bernabeu. Hoy por hoy, a ras de césped, no hay más que un horizonte profesional por conquistar, lo cual es tarea complicada para una mujer paradójicamente lastrada por su cuerpo y por toda esa inexperiencia, o quizás falta de talento natural, que durante los encuentros la relega a recitar estadísticas y porcentajes sin sustancia, cuando no directamente imbéciles, que le proporcionan los laboratorios de Telecinco. A diferencia de sus entrevistados, que se han ganado a pulso o, mejor dicho, a puntapiés, el privilegio de opinar, manifestar y declarar lo primero que se les ocurre sobre cualquier cosa después de un partido, la Carbonero no da la talla; esto es, metafóricamente hablando, puesto que desde una perspectiva estrictamente carnal sus credenciales 90-60-91 son incuestionables si damos por buenas las prótesis Natrelle de Allergán de 225 cc. con las que no ha mucho complementa su armazón corporal y que, a poco que reflexionemos, nos inclinan a creer que más tarde o más temprano Sara aceptará el legado envenenado del diablo. ¿Qué se apuestan?

Vaya esta canción para todas las valientes que por principios, y muy a su pesar, decidieron no tatuarse ni calzarse un par de lujuriosas tetas...


16 de junio de 2012

Diego


Diego corre detrás de un balón por la playa vacía de turistas. El cielo encapotado de finales de febrero derrama una luminosidad grisácea que confiere a las cosas un aspecto desgastado y rutinario, lejos del mundo policromado de los catálogos turísticos. Su madre, sentada a horcajadas en el murete que deslinda la playa del paseo marítimo consulta a ratos la pantalla del teléfono móvil. A sus pies descansa una mochila de colores estampada con superhéroes que posan en actitudes diversas de combate.

- Diego, la gorra... ¡Diego!... ¡La gorra!

Diego ha recogido el balón y se acerca hasta el murete con paso vacilante, hundiendo con desgana las zapatillas de deporte en la arena.

- Mamá, podemos quedarnos más rato. Luego va a venir el primo.

- Diego, recoge la gorra y vámonos.

Se voltea. La gorra abandonada reclama su atención treinta metros más allá, cerca del agua. Diego calcula, mira a su madre y sonríe.

- ¡Vale!

Echa a rodar el balón y emprende una carrera alocada hacia el mar. Mónica está a punto de advertirle algo, pero al final retiene el aire en los pulmones y se limita a observar al niño correr haciendo aspas con los brazos. Luego marca un número de teléfono en el móvil.

- Marcos. Cómo estás.

Al otro lado de la línea, Marcos le espeta directamente si ha sucedido algo, si ha habido cambio de planes. Mónica se retira el pelo de la cara y se enciende un cigarrillo. Mezcla las palabras con el humo que exhala.

- No, todo bien. Llega mañana. A su hora.

Silencio. Mónica escucha el mar de fondo y mira el cigarrillo humear entre los dedos fríos, ligeramente amarillentos. Cuánto hace que volvió a fumar; nueve meses, tal vez un año. Marcos no sabe lo del tabaco; no lo hubiera entendido. Pero antes las cosas eran distintas. Antes de las excusas civilizadas, de la desidia y los silencios ensimismados frente al televisor. Finalmente todo se torció y las formas superficiales desterraron la complicidad y la rutina que fue generando espacios estancos, incomunicados, en la relación. Un día Marcos simplemente se fue. O se fue el extraño en que Marcos se había convertido; el extraño que ahora la interpelaba disgustado, suspicaz, al otro lado del teléfono, al otro lado de mar.

- Espera.

Le alarga el teléfono.

- Cariño, es papá.

Diego se pone la gorra y sin soltar el balón coge el teléfono. El balón y el teléfono son objetos que aún le quedan grandes. Permanece callado, con expresión concentrada y el móvil aplastado contra la mejilla. La mira.

- Diego, es tu padre. Dile hola a papá.

Diego obedece, dice hola y lo que sigue son cincuenta segundos de tiempos muertos intercalados con palabras sueltas y monosílabos distraídos.

Mónica observa a su hijo. Le angustia pensar que al cabo de un tiempo, unos meses tal vez, será ella la desconocida al otro lado de la línea, la que intente infructuosamente rescatar afectos y complicidades en la distancia.

- Anda, trae, que parece que se te ha comido la lengua el gato. Dile adiós a papá y dame el teléfono.

Mónica se apea del murete y le da la espalda al niño, que rebusca algo en un bolsillo de la mochila. Se aleja unos pasos

- Marcos...

Entre dientes, casi asfixiando las palabras.

- Marcos, por favor, qué piensas que le puedo decir al niño. Nada, joder, no le digo nada. No sé que esperas que te cuente si no has vuelto a verlo desde que te marchaste. Perdón, desde que os marchasteis. Ya te he dicho que el niño ha estado en el pediatra; ha...

Por un momento desvía su atención.

- ¿Mamá, puedo?

Mónica se gira y ve a Diego que le muestra una bolsa de plástico con gominolas que ha sacado de la mochila.

- ¿Sólo una, mamá?

- … ha estado jodido, Marcos. Y ahora esto; no, Marcos, no sabe nada, para él son sólo unas vacaciones en Galicia.

Asiente en silencio mirando a Diego y le muestra un dedo, mitad advertencia mitad permiso: Una gominola nada más.

La existencia simple de Diego. Los deberes del colegio, las fiestas de cumpleaños, sus catarros de niño, los cromos o los dibujos animados y una multitud de cosas insignificantes sobre las que se sustentaba el territorio neutral en el que Mónica se había refugiado, al margen del desastre sin sentido en que se había convertido su vida desde la marcha de Marcos. Marcos, que un día abandonó la isla con sus rastas, el petate y una beca en la universidad de Santiago de Compostela. El vuelo de ella había despegado al cabo de unos días también rumbo al norte de la península. Eso y también todo lo demás lo supo después. Tras las primeras semanas de angustia e incomprensión a duras penas disimulada en el esfuerzo de mantener a Diego al margen de todo aquello, había tenido tiempo para reflexionar y atar cabos; para destilar algún poso de verdad en aquella mezcla de desgarros existenciales, tortura interior y otros tópicos grotescos con los que Marcos había intentado justificar su decisión de poner tierra de por medio. Pensó Mónica que detrás de todo no existía más que el empeño absurdo de recuperar una vida bohemia de mileurista aventurero, plagado de proyectos e ideales solidarios que la realidad provinciana de las islas o tal vez el lastre de una familia le negaba.

- No sé que es lo que va a pasar. Aquí no es fácil encontrar trabajo, ya lo sabes. Por lo menos hasta el verano. Te llamaba porque aún no hemos hablado de cuándo tienes pensado regresar con Diego. Perdona, quiero decir cuándo pensáis regresar. De visita.

Los ojos se le humedecen al escuchar lo que ya sabe que va a oír y se siente estúpida por haber marcado su número. Estúpida porque sabe de sobra que Marcos se va a refugiar en la falta de dinero, en la difícil situación económica, para no concretar un regreso a medio plazo y maquillar la fea verdad de que sólo su marcha de la isla propiciará el retorno a la que a fin de cuentas es su tierra. Estúpida por haber cerrado los ojos a la realidad de su situación tras la ruptura; por haber buscado apoyos y complicidad en todas aquellas amistades circunstanciales que compartieron teléfono, paseos por el malecón y algún café de sobremesa dentro de los límites civilizados de la cortesía, para retomar después vidas, lazos y lealtades familiares y personales. Estúpida por haberse refugiado en el pequeño mundo de Diego y la rutina de su trabajo en la inmobiliaria, a sabiendas de que con ello no hacía más que prorrogar una existencia interina en un mundo de playas, volcanes y desiertos. Un mundo frágil y transitorio que más tarde o más temprano acabará reclamando su legítimo titular, paradójicamente exiliado en un lugar de lluvia y bosques, de piedra, frío y musgo. Vidas forzadas que pronto retomarán sus cauces naturales. Marcos -él aún no lo sabe- regresará a su tierra para reconstruir una nueva familia sobre los restos calcinados de la anterior.

Mónica deja caer la colilla humeante sobre los adoquines del paseo marítimo, sucios de arena y desperdicios que evidencian el descuido administrativo de cualquier lugar de costa en temporada baja. Desvía la mirada hacia el mar adentro y deja que la brisa aborte las lágrimas incipientes. Reconduce la conversación al tópico exhausto de las últimas semanas; hacia los detalles prácticos del viaje de Diego: La ropa de abrigo, el papeleo del traslado escolar, el acompañante de vuelo. Intercambio mecánico de información, probablemente el último, que ya no hace desgarro ni mella en el ánimo de ella, aplastado por las circunstancias hace ya tiempo.

Sentado con las piernas cruzadas al pié del murete, Diego repasa con aplomo infantil un taco de cromos. Por un momento alucinado Mónica disocia el objeto de la conversación con Marcos del niño que a solo unos metros mueve los labios ensimismado en el inventario feliz de sus primeras posesiones. Pero sólo es un momento. El niño moreno con las rodillas raspadas y el pelo corto y desordenado vuelve a confundirse con el menor protegido por las leyes, a merced de la guarda y tutela de dos progenitores que no pudieron o no supieron no hacer pedazos una familia. Mónica siente de nuevo la zozobra de tantas otras noches y piensa que Marcos tampoco sabe lo de los ansiolíticos, ni otras cosas que tampoco le ha contado por aferrarse a una dignidad escuálida que será todo lo que le reste a partir de mañana cuando Diego se marche.

Una vez más, quizá también la última, vuelve a rechazar el poco dinero que sabe que Marcos le puede ofrecer, aunque haya agotado la prestación por desempleo tiempo atrás. Marcos, que al otro lado de la línea debería saber que el desafecto no se redime con subsidios, ni con la estética de las buenas intenciones, que debería sospechar que habría trabajado en cualquier cosa, en cualquier lugar, en cualquier empleo de mierda antes que renunciar dócilmente a Diego, antes de entregarlo sin resistencia al cuidado de su padre como está a punto de hacer.
- Te lo agradezco, no hace falta. Ya te he dicho que tarde o temprano encontraré algo. No queda tanto para el verano.

La conversación ahora languidece distante, cenagosa y alcanza, al fin, el tiempo de descuento en un partido que uno de los equipos ha perdido muchos minutos atrás. Cuando Mónica pulsa el botón de desconexión intuye que Marcos probablemente se sienta aliviado en la creencia de que también ella ha encontrado alguien con quien compartir la vida; que tiene proyectos de futuro en los que el niño no encaja. Marcos, que ahora podrá redimir infidelidades y abandonos pasados con el ejercicio de la paternidad responsable cuando finalmente recupere a su hijo.

- Vámonos, cariño.

Diego se levanta, aún con el taco de cromos en la mano, mira al suelo y protesta en voz baja, un poco contrariado.

- Es que va a venir el primo...

- Diego, tenemos que hacer la maleta.

Por segunda vez experimenta la certeza angustiosa del regreso de Marcos a las islas y el horror inconcebible de su propia ausencia. Desvía la mirada más allá del niño, hacia el espigón del puerto y, con tono neutro, le miente:

- Ya verás al primo a la vuelta de vacaciones; ahora tenemos que irnos.

*******

Por la noche antes de dormir, aún con los ojos grandes y muy abiertos, Diego le pregunta a su madre otra vez por los árboles.

- Hay muchos en Galicia; Robles, eucaliptos... también castaños y pinos y tejos y, qué sé yo, todos los árboles que se te ocurran. Iréis al bosque; seguro que tu padre te llevará.

- ¿Pero iremos de día?

- Claro, de día es cuando los bosques son más bonitos, más verdes.

Diego se queda un rato mirando a la luz del techo sin decir nada. Al otro lado de la ventana abierta, el motor de un coche que maniobra para aparcar ahoga el monólogo lejano de las noticias del Telediario en la casa de algún vecino. Más cerca, en la cocina, el murmullo persistente de la nevera. Ruidos que recalcan el silencio. Sentada al borde de la cama del niño, Mónica quisiera no sentir el vacío terrible que le ensucia la respiración, que le gangrena los pulsos y el resto de las constantes vitales indiferentes. El dolor insoportable de las últimas semanas ha remitido, concediendo a Mónica una tregua, un transitorio retorno a la normalidad de sus funciones corporales y, con ello, la lucidez necesaria para pensar que no quiere pensar, porque sus pensamientos no son más que un telón de fondo en el que se escenifica una y otra vez el infierno vacío de su cabeza.

- ¿Y si me pierdo?

- ¡Qué te vas a perder! Anda, dame un achuchón y a dormir, que mañana te marchas de vacaciones.

Mónica se inclina sobre su hijo que la abraza distraído.

- ¿Y si me esconden?

Diego huele a niño y sabe a sal. Mónica sonríe, cierra los ojos y deja de pensar mientras lo aprieta con suavidad contra su pecho.

- Si los árboles te esconden, te encontraremos porque siempre llevarás puesto el chubasquero rojo. No te olvides de decirle a papá que te lo tienes que poner cuando vayáis de excursión al bosque.

Al apartarse de Diego, nota que va a empezar a llorar y se apresura a pulsar el interruptor de la luz antes de que eso suceda. Le da un beso de buenas noches y escucha, impotente y un poco avergonzada, como la voz se le quiebra al despedirse.

- Ahora duérmete, cariño.

Esa noche pasará mucho tiempo de pié en la penumbra bajo el quicio de la puerta mirando a su hijo dormir, sorbiendo las lágrimas en silencio.

*******

De vuelta del aeropuerto, en el autobús, rebusca entre los papeles de su cartera, pero no encuentra el volante. Había pensado acercarse al hospital para confirmar los detalles de la primera cita al día siguiente, ahora que cargaba con todo el tiempo del mundo a sus espaldas; un tiempo muerto, un tiempo en descomposición. Mónica contempla al resto de los viajeros e intuye vidas en movimiento cargadas de sentido: Reencuentros familiares, negocios, quehaceres rutinarios, planes y anhelos que tal vez se cumplan o quizá no. Vidas en progresión que ahora ella contempla desde una parálisis desoladora, atrapada en un presente sin más capacidad de maniobra que la que le permitan las sesiones de quimioterapia. Al otro lado de la ventana del autobús el paisaje árido de la isla discurre luminoso e indiferente. Poco a poco, el ruido monótono del motor va empapando sus pensamientos hasta ahogarlos en una realidad indistinta.

Mónica llega al apartamento media hora después. Rebusca y por fin encuentra el volante en un cajón, entremezclado con las radiografías, diagnósticos, recetas y demás papeleo hospitalario acumulado a lo largo de los últimos meses. Antes de marcharse al hospital se detiene por un momento delante del cuarto vacío de Diego. Su cama está deshecha. Reprime el deseo de acercarse y oler las sábanas. Al salir, aún con la puerta abierta, se percata del pequeño chubasquero rojo colgado en el perchero de la entrada.


Tras una larga ausencia -espero no me lo tengan en cuenta- les regalo, con el inestimable patrocinio de youtube, una canción triste de esas que se le pegan a uno en los costurones del corazón remendado que, al cabo de los años, todos acabamos portando detrás de las costillas:






12 de marzo de 2012

Perder

A mí, en líneas generales, la vida me ha entrenado para perder discretamente. Ya estoy acostumbrado; tanto que de un tiempo a esta parte apenas me molesto en intentar meterle mano y cuando lo intento, lo intento tan bajito que casi ni yo mismo me oigo probar. La cosa tiene sus ventajas e inconvenientes. No habrá pena negra ni, por descontado, gloria vana que señalice mi tránsito de tapadillo por este mundo. No habrá parte del león ni pernada jugosa para quien esto escribe. Si por mí fuese, la ocasión permanecería calva por los siglos de los siglos. Hace ya algunos años que he dejado de creer en premios y en castigos. Los unos y los otros se me confunden en las entendederas porque a veces el premio es la ausencia de castigo y otras el castigo consiste en no tener premio. El premio no resulta ser más que una estafa piramidal en la que habíamos depositado todas nuestras ilusiones y el castigo brilla por su ausencia cuando más se lo necesita y así viene funcionando el mundo con mayúsculas, y también mi mundo con minúsculas desde que tengo juicio crítico, que fue una especie de lucidez sin lustre que me sobrevino el día que me caí del guindo y empecé a ver pantones en lugar de colores, la suerte se reveló estadística miserable, el amor se volvió química, la música matemáticas, los muertos empezaron a gotear cada febrero y los amigos se convirtieron en contactos en un teléfono móvil o en una red social. El mundo entero se me pudrió de razones y verdades verdaderas. Me caí del guindo, abrí los ojos de par en par y no pude ya volver a cerrarlos.

Desde el más acá del fracaso, en la distancia de la memoria, alcanzo a ver al niño y sus tebeos, a las monjitas buenas, a mi padre cuando aún era un coloso sin pies de barro y también los veranos libres de culpa o remordimiento. Veo todo eso, érase que se era, érase una vez, cuando fui lobo bueno, pirata honrado y príncipe malo, todo revuelto y ya casi indistinto en un recuerdo cada vez más desvaído, cada vez más semejante a una mala copia de sí mismo. Fracasar es perder la inocencia. Fracasar es saber. Al contrario de lo que opinan por ahí, el conocimiento no nos hace libres sino al contrario. Inocencia e ignorancia, fantasía y superstición y son simplemente formas de ver las   mismas cosas en distintas edades. Por qué indultamos al niño y condenamos al hombre es algo que cada vez veo menos claro mientras envejezco y me arrugo sin remedio dentro de un cuerpo cardiosaludable capaz aún de llegar más lejos, más alto y más fuerte pero para qué, si me fallan las razones. Al contrario que a Sabina, a mí no me sobran los motivos para decir con Dios. Por esto, por esto, por aquello y por lo de más allá es tener las cosas claras; un argumentario fiel que no nos deje tirados a la primera de cambio, que no zozobre al primer bandazo que pegue la realidad vertiginosa, tan puta ella.

No tengo fondo de armario moral ni convicciones de entretiempo y me ponga como me ponga todo me queda mal. El desnudismo moral, por otra parte, puede acarrear consecuencias impredecibles porque acaso revele al Hitler, a la Belén Esteban o al animal rastrero que cada cual lleve dentro. Hasta donde me ha sido posible, he preferido no saber, así que aquí me tienen, hecho un adefesio ignorante a los mandos de este blog desangelado, aburrido y marginal. Quien elige yerra y el que no elige fracasa. Yo, que soy inseguro y más bien maniqueo de nacimiento, me veo más a menudo de lo que quisiera empantanado en un mundo gris de transiciones sombrías y sutilezas éticas que me supera. Las cosas pasan (porque siempre pasan cosas) y llegan los problemas y las tesituras. Toca  ponerse los pantalones, dar un manotazo en la mesa y decir hasta aquí hemos llegado o aquí mando yo o ambos. Como intuyo que vale más un mal arreglo que un buen pleito con la vida, siempre que puedo opto por la inacción de las estatuas y permito estoicamente que los pájaros me caguen encima en la certeza de que todas esas cagadas se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia. Fracasar discretamente, que es sinónimo de perder sin quejarse ni lloriquear. Malditos pájaros, a pesar de todo.

He de reconocer que todo esto ha degenerado en una existencia simple. Tres o cuatro rutinas de conejillo timorato, ocho horas de sueño, algún paseo ensimismado, zumo de naranja, mis macetas y, últimamente, este Watiblog. Saber perder facilita, en líneas generales, la vida. Triunfar casi siempre requiere esfuerzos desproporcionados que desmerecen el objetivo perseguido y, lo que es peor, suele deteriorar la fibra moral del que compite. La ambición es un combustible altamente contaminante que va esparciendo churretes de mierda allá por donde corre con los pantalones bajados el esforzado advenedizo en pos de la Secretaría General o del puesto en el consejo de administración. Finalmente, el triunfador se eleva resplandeciente por encima de sus semejantes (quizá debiera decir pisando la cabeza de sus semejantes) y deja un mundo guarro debajo. La tierra para el que la trabaja, sí, y el triunfo para quien se lo curra, aunque en ambos casos me río yo de la justa redistribución de los frutos de una y, sobre todo, de las mieles del otro.

Si bien triunfadores hay pocos, perdedores hay a patadas. Somos muchos y, tristemente, mal avenidos. Muchas veces no es más que una cuestión de azar puro y simple la que determina una desgracia o una derrota. No hay culpable a la vista: la vida nos la mete doblada y no queda más remedio que apretar los dientes y tirar para adelante. Así debiera de ser, salvo que en pleno siglo XXI resulta que los perdedores inconformistas son legión.

A finales de los setenta Debbie Harry nos recordaba que los accidentes no tienen lugar en un mundo perfecto. Un mundo perfecto en el que las causas y los efectos son engranajes de precisión suiza. Un mundo perfecto en el que todo es predecible, en el que no existen siniestros fortuitos sino sólo desajustes corregibles. Un mundo perfecto en el que todo funciona o nos devuelven nuestro dinero. Con una fe ciega en la mecánica implacable de las cosas, los perdedores inconformistas buscan refugio en la seguridad que proporcionan razones, pretextos y derechos descritos en un cuerpo titánico de leyes, normas, fueros y ordenanzas tan vasto y sobrecogedor en su ambición como la quimera cartográfica de Borges. Las normas crecen, se condensan y se consolidan en cómodos moldes capaces de guionizar y teledirigir con suavidad indolora las existencias de millones de perdedores inconformistas que recogen la caca de su perro en bolsitas negras, cruzan las calles cuando el semáforo está en verde, se ponen guantes de plástico cuando van a la frutería y se abstienen de pisar el césped en los parques los domingos por la mañana. Ciudadanos que cumplen escrupulosamente con su parte del contrato social y exigen idéntica contrapartida del Estado, de las instituciones y de sus semejantes. Ciudadanos cívicos que confían ciegamente en las leyes; que no se atienen a razones sino a reglamentos y que no conciben ni sueñan otra existencia que aquella que sus sueldos y sus impuestos pueden proporcionarles. La fluctuación de unos y otros parametriza su felicidad como en una función matemática simple.

Sin embargo, la vida fluye y evoluciona en formas impredecibles. Los moldes confortables de la convivencia se ven sistemáticamente desbordados por accidentes fortuitos, encontronazos, alternativas, transgresiones súbitas, riesgos potenciales, tsunamis ideológicos, maldades de ciencia ficción, vicios lúdicos, nuevas pajas mentales, viejos prejuicios reinterpretados, iniciativas sospechosas, actos de Dios y un sinnúmero de fenómenos sin control que causan desazón en los perdedores inconformistas que exigen a los gobernantes clasificación, procesamiento y etiquetado inmediatos, de tal forma que el conjunto de la ciudadanía sepa en todo momento a qué atenerse. Los perdedores inconformistas opinan que no solo es justo sino también necesario que todos sepamos si está prohibido o permitido y, en este último caso, cuánto cuesta. La realidad ha de retornar a su cauce y la cartografía cívica extiende sus límites hasta donde sea menester para garantizar un mundo perfectible de alta definición en el que hasta el más mínimo detalle quede regulado y acorazado frente a los avatares de la naturaleza y los actos de sabotaje perpetrados por la realidad desaprensiva e indiferente.

Los perdedores inconformistas batallan según la que venga a ser su medida de un mundo justo: unos por anular comisiones bancarias de dos céntimos o por un carril bicicleta, otros por espacios públicos sin humo. Algunos intentan hacer buena la prohibición de los botellones y otras algarabías callejeras mientras que los de más allá tratan de poner coto a la prostitución o luchan a brazo partido contra los excesos sonoros en los bares o en los aeropuertos. Muchos denuncian la falta de subvenciones o al vecino que cultiva una maceta de marihuana en su terraza y otros tantos se hartan de apuntalar el statu quo denunciando infracciones ajenas ante el 112. Los perdedores inconformistas vociferan hasta abrasar al colectivo social por la defensa de causas raquíticas que a menudo se encarnan en días internacionales de esto o aquello que rivalizan (incluso superan) con el santoral del calendario.

Las causas se multiplican: Dietas saludables, bodas gays, horarios de televisión infantil, homologación de prácticas comerciales desreguladas, visibilidad gramatical de género, exhumación de muertos y memorias, aniquilación de lo políticamente incorrecto, reivindicación de la seguridad en sus infinitas vertientes... Los perdedores inconformistas aporrean las puertas del Estado en demanda de justicia y las administraciones públicas (y en su nombre los políticos de uno y otro signo) se hartan de legislar de cara a la galería con resultados devastadores para el colectivo social mayoritario y silencioso: Se aquilata la justicia de todos a medida de la mala suerte de unos pocos y, sin prisa pero también sin pausa, nos vamos adentrando en un mundo más perfecto, infeliz y aburrido.

No les quito la razón. La razón -al menos la puta razón probabilística- está de su parte, malditos sean. Como les decía al comienzo de esta entrada, soy ducho en el discreto arte de saber perder y pasar página en esta especie de ensayo sociológico barato en el que se va convirtiendo mi vida según pasan los años. Permítanme, Improbables Lectores, emborracharme sin contar con ustedes mientras me empleo a fondo para encajar con elegancia los moderados reveses de la fortuna en este valle de lágrimas y legañas.

El otro día pude ver y (subsidiariamente) escuchar, algo de Beyoncé o quizá fuera Rihanna o puede que fuese Lady Gaga o Kesha arropada por una cohorte de bailarinas afroamericanas, todas ellas perfectamente intercambiables en el imaginario pornográfico de mi cerebro. Como diría algún político, espero y deseo que cuando la celulitis haga presa de sus tonificados y glamurosos culos, estas divas de quita y pon transiten sin pena, pero sobre todo, sin una gloria que nunca han merecido, al ostracismo forzoso de cualquier teletienda abandonada en un canal satélite cualquiera, compartiendo espacio publicitario con la granja de las hormigas, el pela-patatas molecular o el cobertor ionizado de piscinas. No esperen, por tanto, que este blog les redirija a sus éxitos oportunistas. Hoy, con ustedes, Grayson Capps. Si van a enamorarse, se lo ruego, háganlo con temas  tan bonitos como este:

18 de febrero de 2012

20 de noviembre de 2011 o un Parte con retraso



En el dia de hoy, victorioso y cautivo el Partido Popular, 
han alcanzado las entidades bancarias sus ultimos objetivos financieros. 

La guerra ha terminado


[O eso opina mi tía Amalia. Y yo, que soy un sobrino cumplidor, así se lo cuento a ustedes, queridos lectores]

22 de enero de 2012

Ecosistema Vecinal


Apenas diez centímetros nos separan de la existencia incógnita de los demás, al otro lado de un tabique que como en las adivinanzas puede ser blanco por fuera y amarillo por dentro o al revés. A este lado del tabique, un surtido de libros de autoayuda, un horóscopo anual y un Punset descansan en un mueble sueco prefabricado. Al otro, un televisor plano, una katana ornamental o tal vez un  Beso de Klimt confinado en su paspartú.

Tabiques contiguos y permanentemente incomunicados como las caras de una misma moneda separan a la mujer antigua de misa, braga marrón y telenovela del adolescente compulsivo, nervioso y centrípeto, como otros tantos pezqueñines capturados en las redes sociales de los vastos caladeros de Internet. Tabiques frontera de cubículos simétricos que se multiplican tantas veces como plantas tenga el edificio en el que cada cual come, friega, descansa, se ducha y cohabita con los demás. Encerrados en cáscaras de nuez enlucidas de yeso blanco nos creemos reyes del espacio infinito, exiliados muy a nuestro pesar en reinos de setenta metros cuadrados construidos con dos cuartos de baño, caldera individual, trastero y un coeficiente de participación en gastos comunes.

Portadores de una Fe y una Verdad domiciliaria potencialmente exportable a gran escala, ciertos convecinos no desaprovechan la oportunidad de adoctrinar y, si fuera necesario, sojuzgar con mano de hierro a los restantes moradores (seres primitivos e inferiores) del inmueble y, de paso, velar por el estricto cumplimiento de los principios consagrados en la Ley de Propiedad Horizontal, que para eso precisamente se han inventado las juntas de propietarios, modernos autos de fe en los que cualquier vecino respetable  puede denunciar ante el cónclave de sus pares estilos de vida desviados y conductas anómalas susceptibles de perturbar la paz y la seguridad del inmueble: unas marcas de neumático de bicicleta en la pared del rellano del primer piso, la comisión bancaria de la cuenta de la comunidad de propietarios, las juergas y los orgasmos escandalosos de los arrendatarios del quinto, la uniformidad estética de los buzones, el contador independiente para la derrama de agua del garaje, la adopción de medidas elementales de seguridad frente a los repartidores de publicidad... Cuestiones todas ellas de gran calado debatidas a cara de perro en presencia del administrador de la finca, testigo a sueldo, resignado e imparcial de la vehemencia infernal, las jeremiadas y demás tostones apologéticos que cada vecino inflige a los restantes copropietarios asistentes, cada cual con su visión privada del mundo. Dogmáticos copropietarios ortodoxos, inmersos en una refriega en la que sólo puede quedar uno que, por lo general, suele ser el más cansino. Para él la perra gorda.

Vecinos exigentes, de gatillo fácil, se foguean y también se desfogan, alcanzando el más difícil todavía en el sublime arte de dar por culo a los mansos, que según la Biblia heredarán –perdón, heredaremos- la tierra, y  también las aguas, las costas y demás dominio público marítimo-terrestre. Denle a un hombre batallador un punto de apoyo y moverá el mundo. Denle un tricornio y todo el mundo al suelo. Entréguenle un piso en propiedad y prepárese a flipar todo el mundo. Véanlo salir de la notaría a paso de oca con la escritura de compraventa en ristre, súbitamente aureolado de derechos sacrosantos que ejercerá vigorosamente en el seno de la junta al menor atisbo de irregularidad, bajo el murmullo de aprobación de una cumparsita de comuneros jubilados, como provectos senadores del Tea Party. Estos últimos, los patriarcas del inmueble, defenderán con dientes y dentaduras postizas hasta la muerte (probablemente cercana) los principios sacrosantos de una convivencia ordenada, lineal y extremadamente aburrida, plagada de medicamentos, renuncias y silencios en la intimidad del salón, mientras el televisor panorámico proyecta basura en alta definición.

Ellos, los vecinos batalladores que comandan y apuntalan con imperium los destinos y desatinos del edificio, no son, por lo general, nadie en el el hospital, en el ministerio o en la oficina. Sometidos al yugo de la nómina, los seguros sociales y los impuestos, los vecinos batalladores reciben temerosos y acatan impecablemente las órdenes de la superioridad, degluten sus marrones, los regurgitan y acto seguido se buscan las vueltas para enmarronar ferozmente a otros tantos subalternos, acaso también vecinos batalladores que probablemente comenten la meteorología con sus aliados de la tercera edad en otro ascensor, en otro barrio de la ciudad.

Vecinos batalladores que vencerán pero no convencerán al contingente silencioso y abstencionista que brilla por su ausencia en las juntas de propietarios pero abona religiosamente la cuota mensual de la comunidad.  Son -perdón, somos- los otros, los prójimos discretos que existimos detrás de las puertas acorazadas, los tabiques y el gotelet,  encapsulados en la burbuja de nuestros departamentos. Somos los copropietarios del montón, relativamente indignados o enfrascados en nuestro mundo y en nuestras cosas, que contemplamos escépticos y desapasionados los Telediarios; que compramos el periódico y de vez en cuando leemos un libro o vamos al dentista. Somos vecinos dóciles y poco reseñables. Figurantes que interactúan discretamente con el entorno, convenientemente camuflados con prendas adquiridas en los grandes almacenes a la medida de nuestra edad mental y condición. Vecinos que hacemos cola en los supermercados sin nada especial que decir u opinar que merezca una reseña en los medios de comunicación, en los programas de variedades o en un obituario. Tal vez haya quien piense lo contrario pero yo opino que, a pesar de todo, no nos los merecemos. A los vecinos batalladores me refiero, que son -en efecto- unos gilipollas. Déjenme decirles una cosa: Quien dé con la clave para neutralizarlos y no volverse como ellos marcará un hito sin precedentes en el devenir de la humanidad, probablemente reciba el Premio Nobel de la Paz y, desde luego, pasará a la posteridad como alguien que cambió para bien el curso de la Historia.

Hoy, una canción violenta de mentirijillas, para escuchas desenfadadas de clase media, a cargo de los Offspring. Hasta pronto.