12 de marzo de 2012

Perder

A mí, en líneas generales, la vida me ha entrenado para perder discretamente. Ya estoy acostumbrado; tanto que de un tiempo a esta parte apenas me molesto en intentar meterle mano y cuando lo intento, lo intento tan bajito que casi ni yo mismo me oigo probar. La cosa tiene sus ventajas e inconvenientes. No habrá pena negra ni, por descontado, gloria vana que señalice mi tránsito de tapadillo por este mundo. No habrá parte del león ni pernada jugosa para quien esto escribe. Si por mí fuese, la ocasión permanecería calva por los siglos de los siglos. Hace ya algunos años que he dejado de creer en premios y en castigos. Los unos y los otros se me confunden en las entendederas porque a veces el premio es la ausencia de castigo y otras el castigo consiste en no tener premio. El premio no resulta ser más que una estafa piramidal en la que habíamos depositado todas nuestras ilusiones y el castigo brilla por su ausencia cuando más se lo necesita y así viene funcionando el mundo con mayúsculas, y también mi mundo con minúsculas desde que tengo juicio crítico, que fue una especie de lucidez sin lustre que me sobrevino el día que me caí del guindo y empecé a ver pantones en lugar de colores, la suerte se reveló estadística miserable, el amor se volvió química, la música matemáticas, los muertos empezaron a gotear cada febrero y los amigos se convirtieron en contactos en un teléfono móvil o en una red social. El mundo entero se me pudrió de razones y verdades verdaderas. Me caí del guindo, abrí los ojos de par en par y no pude ya volver a cerrarlos.

Desde el más acá del fracaso, en la distancia de la memoria, alcanzo a ver al niño y sus tebeos, a las monjitas buenas, a mi padre cuando aún era un coloso sin pies de barro y también los veranos libres de culpa o remordimiento. Veo todo eso, érase que se era, érase una vez, cuando fui lobo bueno, pirata honrado y príncipe malo, todo revuelto y ya casi indistinto en un recuerdo cada vez más desvaído, cada vez más semejante a una mala copia de sí mismo. Fracasar es perder la inocencia. Fracasar es saber. Al contrario de lo que opinan por ahí, el conocimiento no nos hace libres sino al contrario. Inocencia e ignorancia, fantasía y superstición y son simplemente formas de ver las   mismas cosas en distintas edades. Por qué indultamos al niño y condenamos al hombre es algo que cada vez veo menos claro mientras envejezco y me arrugo sin remedio dentro de un cuerpo cardiosaludable capaz aún de llegar más lejos, más alto y más fuerte pero para qué, si me fallan las razones. Al contrario que a Sabina, a mí no me sobran los motivos para decir con Dios. Por esto, por esto, por aquello y por lo de más allá es tener las cosas claras; un argumentario fiel que no nos deje tirados a la primera de cambio, que no zozobre al primer bandazo que pegue la realidad vertiginosa, tan puta ella.

No tengo fondo de armario moral ni convicciones de entretiempo y me ponga como me ponga todo me queda mal. El desnudismo moral, por otra parte, puede acarrear consecuencias impredecibles porque acaso revele al Hitler, a la Belén Esteban o al animal rastrero que cada cual lleve dentro. Hasta donde me ha sido posible, he preferido no saber, así que aquí me tienen, hecho un adefesio ignorante a los mandos de este blog desangelado, aburrido y marginal. Quien elige yerra y el que no elige fracasa. Yo, que soy inseguro y más bien maniqueo de nacimiento, me veo más a menudo de lo que quisiera empantanado en un mundo gris de transiciones sombrías y sutilezas éticas que me supera. Las cosas pasan (porque siempre pasan cosas) y llegan los problemas y las tesituras. Toca  ponerse los pantalones, dar un manotazo en la mesa y decir hasta aquí hemos llegado o aquí mando yo o ambos. Como intuyo que vale más un mal arreglo que un buen pleito con la vida, siempre que puedo opto por la inacción de las estatuas y permito estoicamente que los pájaros me caguen encima en la certeza de que todas esas cagadas se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia. Fracasar discretamente, que es sinónimo de perder sin quejarse ni lloriquear. Malditos pájaros, a pesar de todo.

He de reconocer que todo esto ha degenerado en una existencia simple. Tres o cuatro rutinas de conejillo timorato, ocho horas de sueño, algún paseo ensimismado, zumo de naranja, mis macetas y, últimamente, este Watiblog. Saber perder facilita, en líneas generales, la vida. Triunfar casi siempre requiere esfuerzos desproporcionados que desmerecen el objetivo perseguido y, lo que es peor, suele deteriorar la fibra moral del que compite. La ambición es un combustible altamente contaminante que va esparciendo churretes de mierda allá por donde corre con los pantalones bajados el esforzado advenedizo en pos de la Secretaría General o del puesto en el consejo de administración. Finalmente, el triunfador se eleva resplandeciente por encima de sus semejantes (quizá debiera decir pisando la cabeza de sus semejantes) y deja un mundo guarro debajo. La tierra para el que la trabaja, sí, y el triunfo para quien se lo curra, aunque en ambos casos me río yo de la justa redistribución de los frutos de una y, sobre todo, de las mieles del otro.

Si bien triunfadores hay pocos, perdedores hay a patadas. Somos muchos y, tristemente, mal avenidos. Muchas veces no es más que una cuestión de azar puro y simple la que determina una desgracia o una derrota. No hay culpable a la vista: la vida nos la mete doblada y no queda más remedio que apretar los dientes y tirar para adelante. Así debiera de ser, salvo que en pleno siglo XXI resulta que los perdedores inconformistas son legión.

A finales de los setenta Debbie Harry nos recordaba que los accidentes no tienen lugar en un mundo perfecto. Un mundo perfecto en el que las causas y los efectos son engranajes de precisión suiza. Un mundo perfecto en el que todo es predecible, en el que no existen siniestros fortuitos sino sólo desajustes corregibles. Un mundo perfecto en el que todo funciona o nos devuelven nuestro dinero. Con una fe ciega en la mecánica implacable de las cosas, los perdedores inconformistas buscan refugio en la seguridad que proporcionan razones, pretextos y derechos descritos en un cuerpo titánico de leyes, normas, fueros y ordenanzas tan vasto y sobrecogedor en su ambición como la quimera cartográfica de Borges. Las normas crecen, se condensan y se consolidan en cómodos moldes capaces de guionizar y teledirigir con suavidad indolora las existencias de millones de perdedores inconformistas que recogen la caca de su perro en bolsitas negras, cruzan las calles cuando el semáforo está en verde, se ponen guantes de plástico cuando van a la frutería y se abstienen de pisar el césped en los parques los domingos por la mañana. Ciudadanos que cumplen escrupulosamente con su parte del contrato social y exigen idéntica contrapartida del Estado, de las instituciones y de sus semejantes. Ciudadanos cívicos que confían ciegamente en las leyes; que no se atienen a razones sino a reglamentos y que no conciben ni sueñan otra existencia que aquella que sus sueldos y sus impuestos pueden proporcionarles. La fluctuación de unos y otros parametriza su felicidad como en una función matemática simple.

Sin embargo, la vida fluye y evoluciona en formas impredecibles. Los moldes confortables de la convivencia se ven sistemáticamente desbordados por accidentes fortuitos, encontronazos, alternativas, transgresiones súbitas, riesgos potenciales, tsunamis ideológicos, maldades de ciencia ficción, vicios lúdicos, nuevas pajas mentales, viejos prejuicios reinterpretados, iniciativas sospechosas, actos de Dios y un sinnúmero de fenómenos sin control que causan desazón en los perdedores inconformistas que exigen a los gobernantes clasificación, procesamiento y etiquetado inmediatos, de tal forma que el conjunto de la ciudadanía sepa en todo momento a qué atenerse. Los perdedores inconformistas opinan que no solo es justo sino también necesario que todos sepamos si está prohibido o permitido y, en este último caso, cuánto cuesta. La realidad ha de retornar a su cauce y la cartografía cívica extiende sus límites hasta donde sea menester para garantizar un mundo perfectible de alta definición en el que hasta el más mínimo detalle quede regulado y acorazado frente a los avatares de la naturaleza y los actos de sabotaje perpetrados por la realidad desaprensiva e indiferente.

Los perdedores inconformistas batallan según la que venga a ser su medida de un mundo justo: unos por anular comisiones bancarias de dos céntimos o por un carril bicicleta, otros por espacios públicos sin humo. Algunos intentan hacer buena la prohibición de los botellones y otras algarabías callejeras mientras que los de más allá tratan de poner coto a la prostitución o luchan a brazo partido contra los excesos sonoros en los bares o en los aeropuertos. Muchos denuncian la falta de subvenciones o al vecino que cultiva una maceta de marihuana en su terraza y otros tantos se hartan de apuntalar el statu quo denunciando infracciones ajenas ante el 112. Los perdedores inconformistas vociferan hasta abrasar al colectivo social por la defensa de causas raquíticas que a menudo se encarnan en días internacionales de esto o aquello que rivalizan (incluso superan) con el santoral del calendario.

Las causas se multiplican: Dietas saludables, bodas gays, horarios de televisión infantil, homologación de prácticas comerciales desreguladas, visibilidad gramatical de género, exhumación de muertos y memorias, aniquilación de lo políticamente incorrecto, reivindicación de la seguridad en sus infinitas vertientes... Los perdedores inconformistas aporrean las puertas del Estado en demanda de justicia y las administraciones públicas (y en su nombre los políticos de uno y otro signo) se hartan de legislar de cara a la galería con resultados devastadores para el colectivo social mayoritario y silencioso: Se aquilata la justicia de todos a medida de la mala suerte de unos pocos y, sin prisa pero también sin pausa, nos vamos adentrando en un mundo más perfecto, infeliz y aburrido.

No les quito la razón. La razón -al menos la puta razón probabilística- está de su parte, malditos sean. Como les decía al comienzo de esta entrada, soy ducho en el discreto arte de saber perder y pasar página en esta especie de ensayo sociológico barato en el que se va convirtiendo mi vida según pasan los años. Permítanme, Improbables Lectores, emborracharme sin contar con ustedes mientras me empleo a fondo para encajar con elegancia los moderados reveses de la fortuna en este valle de lágrimas y legañas.

El otro día pude ver y (subsidiariamente) escuchar, algo de Beyoncé o quizá fuera Rihanna o puede que fuese Lady Gaga o Kesha arropada por una cohorte de bailarinas afroamericanas, todas ellas perfectamente intercambiables en el imaginario pornográfico de mi cerebro. Como diría algún político, espero y deseo que cuando la celulitis haga presa de sus tonificados y glamurosos culos, estas divas de quita y pon transiten sin pena, pero sobre todo, sin una gloria que nunca han merecido, al ostracismo forzoso de cualquier teletienda abandonada en un canal satélite cualquiera, compartiendo espacio publicitario con la granja de las hormigas, el pela-patatas molecular o el cobertor ionizado de piscinas. No esperen, por tanto, que este blog les redirija a sus éxitos oportunistas. Hoy, con ustedes, Grayson Capps. Si van a enamorarse, se lo ruego, háganlo con temas  tan bonitos como este:

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