26 de agosto de 2023

El tapicero

Me estoy haciendo viejo. Pero de verdad. Es una sensación cuanto menos extraña asumir toda la carga semántica que encierra una expresión coloquial o un lugar común cuando dejamos de hablar por hablar o escuchamos con renovada atención. En un momento dado, activamos nuestro limpiaparabrisas mental y retiramos la espesa costra de mugre que camufla hasta hacerla irreconocible una gran verdad o, en la mayoría de los casos, una cochina mentira. “¡Atención Señora, ha llegado a su localidad el tapicero! (…)”. Detrás de esa machacona proclama con ínfulas de grandeza se oculta, precisamente, lo contrario. No es que el tapicero haya arribado a tu pueblo: es que en todo el verano nunca se ha ido de allí. Por otro lado, el vocinglero mensaje pareciera anunciar un evento excepcional: el advenimiento del tapicero no tiene nada que envidiar al alunizaje de la Chandrayaan-3 en el polo sur de la luna y es merecedor de nuestra máxima atención, faltaría más. Y, por supuesto, “señora” es un vocativo integrador de género que asumo con naturalidad y a contracorriente del enconado debate lingüístico en boga promovido por la progresía biempensante.

El desgaste del lenguaje por reiteración ad nauseam socava y agota lentamente nuestra capacidad de atender y valorar críticamente la naturaleza de las cosas. Por contraste al aforismo atribuido a Goebbels, una verdad mil veces reiterada extravía su carga semántica en algún recodo del camino y se convierte en un cascarón vacío, en un lugar común, en el que ahora conviven pacíficamente mutaciones aberrantes del significado originario e incluso mentiras podridas que todos parecemos asimilar e integrar en nuestra empanada mental de lo que es, o debiera ser, el mundo que nos rodea.

Se culpabiliza a las nuevas tecnologías de la falta de atención rampante que aqueja a los nativos digitales y que contribuye significativamente a entontecer a quienes van a decidir el rumbo futuro de nuestro planeta. Pero en su descargo debo decir que internet está plagada de tapiceros insidiosos que, salvo para quien redacta la entrada de blog que ahora leen, no merecen en justicia análisis ni ponderación alguna.

Quizás dicha falta de atención esconda un sano -tal vez inconsciente- afán de discriminación que busca no acabar mentalmente enfangado en tanto despropósito como campa suelto por las redes, que arden y arden y vuelven a arder... cuando no están permanentemente incendiadas de fuegos fatuos.

El problema surge cuando esa discriminación sistemática, ese pasar compulsivamente de página, ese fast forward por miedo al FOMO, se convierte en hábito que nos impide detenernos en en aquello que merece una reflexión porque puede ayudarnos a dilucidar lo importante. Alcanzada una cierta velocidad de crucero en las autovías de peaje de la información ya no somos capaces de distinguir el trigo de la cizaña, qué pereza frenar, y, al igual que hacemos oídos sordos a la murga del tapicero, dejamos de interesarnos por las proclamas de la estadística con sesgo congénito, siempre a la búsqueda de batir un récord que avale la visión del mundo que nos quieren vender a mayor gloria de las matemáticas y el algoritmo. Como las estadísticas con truco, la multitud de logros deportivos apenas nos hace ya levantar una ceja porque sabemos que hoy cualquier cosa puede ser tildada de “triunfo histórico del deporte español”. Actualmente existen tantas competiciones y tantas subcategorías competitivas que hasta resulta difícil que el deporte español no alcance triunfos: señora, ha llegado a su localidad el campeonato del mundo... Pues qué bien, póngame cuarto y mitad de podios. O de ministerios. O de vicepresidencias. O de subsecretarías. O de fiestas de pueblo. O de conflictos armados.

Cada vez más, lo que debiera resultar importante para cada quién (no siempre lo mismo) se ve degradado paulatinamente por el método de la reiteración sistemática con pequeñas variaciones o matices. A veces, el matiz coloniza el concepto original hasta sustituirlo por entero. Como en una competición por la supervivencia, el concepto original va sufriendo ulteriores colonizaciones. Al cabo de un tiempo no hay más que cáscara vacía y ruido de megáfono. Señora, ha llegado a su localidad el feminismo; señora, ha llegado a su localidad el fraude electoral, señora, ha llegado a su localidad la guerra de Ucrania. Y yo, que me hago viejo, ya soy incapaz de escuchar con esa renovada atención que demandan las cosas que una vez me importaron y que, cada vez más, y visto cómo funciona el patio, me dan igual.





22 de agosto de 2023

Felipe VI no es Ricardo III

    Por pura galbana veraniega, copio y pego. Además, quién soy yo para hacer un tributo de verbena a Shakespeare; es decir, diciendo lo mismo pero peor: El mundo es un escenario y todos los hombres y mujeres son meros actores, tienen sus salidas y sus entradas; y un hombre puede representar muchos papeles (…).

    Leído lo anterior, qué decir entonces del hombre que, además de actor de su propia vida, lo es también en el sentido más profesional del término: del actor de cine o de teatro que se enfunda en el pellejo de un personaje y aborda sus acciones y sus palabras como si de un sutil y complejo karaoke se tratara. Ese actor que de veras nos toma el pelo, que se queda con el personal, para bien o para mal, en el oscuro de una sala de cine o en el escenario retroiluminado de un ordenador portátil, al otro lado de la cuarta pared.

    Pienso en Felipe VI. Un hombre corriente y moliente también actor de una vida prosaica y vulgar como la del resto de sus conciudadanos que, por esos azares de la lotería biológica, ha tenido la relativa suerte de convertirse en rey de los españoles a estas alturas de la historia, en pleno siglo XXI. Un hombre que sin ser actor profesional se ve abocado a interpretar un papel, siempre el mismo, y que va a ser esclavo de un guion improvisado por el discurrir de los acontecimientos y de la vida política -pero guion al fin y al cabo- durante el resto de su condecorada y ritualizada vida.

    El público abandona la sala al cabo de dos horas, empuja la puerta de emergencia que hace las veces de salida y, aún con el regusto salado de las palomitas y alguna cascarilla incrustada en las encías, comenta brevemente, si acaso, las bondades o los defectos del espectáculo que acaban de ver camino del coche o medio de transporte que corresponda. Nadie da por supuesto que, por poner un ejemplo, Thor anda todavía suelto por ahí, salvando al mundo a golpes de martillo bumerán o celebrando sus triunfos mitológicos en alguna taberna VIP de Asgard.

    El público aún no es tonto del todo y, afortunadamente, todavía es capaz de discriminar entre realidad y ficción, mal que se empeñen los detractores de los videojuegos en convencernos de lo contrario.

    Al igual que el Dios del Trueno, aunque con mucho menos gracejo telegénico, nuestro Rey habla, viste, posa, gesticula y se comporta al dictado férreo de discursos higienizados y manuales de protocolo en cuya redacción no ha participado, ni maldita la falta que hace, porque quién es él -insisto, un privilegiado hombre del montón- para tratar de enmendar la plana a ese omnipotente deus ex machina integrado por una corte de ilustradísimos servidores del Estado expertos en mejoras, mantenimiento, reparaciones y, llegado el caso, sustitución de la figura regia.

    Sin embargo, Felipe Juan Pablo Alfonso de Todos los Santos de Borbón y Grecia, conocido por el público español con el sobrenombre artístico de Felipe VI, no es un actor al uso.

    A diferencia de otros ilustres cómicos que a lo largo de su carrera han tenido la oportunidad de interpretar, con mejor o peor fortuna, a distintos protagonistas, nuestro Felipe VI está condenado a representar su papel de Rey de por vida. Con escasa -o ninguna- formación actoral a juzgar por su prosodia mediocre (probablemente le venga de familia), lo cierto es que sus representaciones no parecen entrañar gran dificultad; para empezar porque que el discurso del monarca moderno, por virtud del teleprompter o de los papeles en el atril, no exige esfuerzo de memorización alguno.

    Ya en el área creativa, en la que muchos actores solventes exhiben su arte con matices que hacen memorable al personaje que representan, nuestro monarca tiene absolutamente vetada cualquier tipo de morcilla o improvisación, con el deber y la obligación de ceñirse estrictamente al redactado de la alocución de turno en este o aquel foro. Por otro lado, sus destrezas escénicas se limitan al dominio del saludo mayestático al populacho mediante una leve torsión lateral alterna de muñeca combinada con un movimiento de abducción-aducción del antebrazo en el eje transversal, el posado fotográfico junto a líderes, autoridades y súbditos de relumbrón y su variante marcial en los actos militares con saludo a la orden y posición de firmes. Mención especial merece el tradicional apretón de manos, que es marca de la casa (real) en la mayoría de sus apariciones, con o sin entrega de premios.

    ¡Qué majo es Chris Hemsworth! En pleno photocall, el fan sabe perfectamente que ese ropero australiano tonificado a la última que le va a firmar un autógrafo o a acompañar en el consabido selfie es el marido de Elsa Pataky, y no el todopoderoso Dios del Trueno de la factoría Marvel. Obvio.

    Pero, ojo, esto no es del todo así en el caso del Rey. Cuando las señoras de mediana edad, los niños y los jubilados se agolpan tras el cordón de seguridad a la espera de que su majestad se dé un baño de masas (seguramente prescrito por la agenda del acto oficial en cuestión), a quien buscan ver de cerca y, si hay suerte, tocar es al glamoroso Monarca paladín de causas justas que siempre ejerce su reinado desde el lado bueno de la vida. Probablemente no sean conscientes de su papel como extras en otro capítulo de una superproducción del Estado de Derecho español que ha conseguido hibridar mito y realidad en la figura de un títere dinástico. Chúpate esa, Stan Lee.

    Bien pensado, las mismas bondades se le podrían atribuir sin mayor problema a un muñecote de madera policromada o a un tótem, pero no me negarán que el trasunto vivo resulta mucho más convincente; imbatible en términos de credibilidad para la institución que representa. Puestos a depositar nuestra fe en, pongamos, la virgen de la Macarena o en el actor que representa al Rey de España es natural -y también humano- decantarse por este último.

    Lo que verdaderamente convierte al Rey en un tipo de actor diferente es la sorprendente -y permanente- confusión entre el real personaje y la persona real. La gente se cree a ese personaje virtuoso de buena percha, ojos claros y barbita entrecana: el Rey aboga por los derechos humanos, el Rey nos desea felices fiestas, el Rey, hoy, inicia una ronda de consultas con ocasión de la investidura (i.e. el Rey-actor finge tener cosas importantes que hacer), el Rey defiende la unidad de una España tolerante y, a la vez, diversa, el Rey entrega el Premio Cervantes, el Rey se preocupa por el cambio climático

    La Casa Real siempre está al tanto de cualquier causa mainstream buenrrollista de última hora. Justicia, paz, convivencia, igualdad, democracia y otros abstractos morales son apuestas seguras que generan consenso, siempre y cuando no entremos en detalles en cuanto a su específico contenido o los medios que hayan de emplearse para su logro. Si se dan las condiciones adecuadas, la Casa Real enviará a Felipe VI con el discurso recién horneado en el bolsillo y, si es menester, montará un sarao a la mayor gloria de S.M., con la necesaria cobertura mediática y televisiva. Los efectos especiales son tan buenos y convincentes que el general del público se ha rendido sin paliativos a Felipe Juan Pablo Alfonso de Todos los Santos en el papel estelar de Jefe del Estado, conforme dicta una Constitución redactada a la medida de la Corona. A la cuarta pared le han hecho un butrón de proporciones descomunales y nadie parece haberse dado cuenta.

    No se me ocurre cuál pueda ser el tema de conversación en sus reuniones con mandatarios de fuera o con políticos oriundos del terruño patrio. Imagino que, una vez captadas las imágenes de la recepción al preboste agendado -más o menos efusiva, siempre cordial- a las puertas de la Zarzuela o en alguna dependencia amaderada del palacio, ninguna de las partes cometerá la imprudencia de abrir el melón del que sea el motivo de la visita, so pena de muerte diplomática. Lo cierto es que jamás de los jamases disfrutaremos del morbo sonoro que, por ejemplo, nos proporciona un micrófono en la pausa de hidratación de un encuentro de fútbol. Fuera de guion, el Rey está desnudo.

    Como rezaría ese sobado meme al pié de la fotografía de un encorbatado Julio Iglesias y su dedo acusatorio: el Rey es un figurón. Y lo sabes. O deberías.



17 de agosto de 2023

Diecisiete de agosto (otra revolución solar)

 

Invierno


Levante negro

Sin pulso ni latido,

yerto el corazón


Primavera


Entre nosotros,

en lugar de las flores,

brotó la distancia


Verano


Fue un verano de

caricias a destiempo,

fuera de compás


Otoño


Cansado ya el sol,

atardecía sin porqués

a gusto de los dos



15 de agosto de 2023

Despelote reivindicativo

    Abro un periódico cualquiera esta mañana de domingo y me encuentro a la cantante Eva Amaral desnuda de torso para arriba agarrando un micrófono. Deduzco de inmediato que la instantánea se ha tomado en el marco de una actuación reciente, dada su profesión (tengo un par de discos suyos). Lo que no me queda del todo claro, y me obliga a recurrir al comodín del titular, es el porqué de semejante exhibición. Mis sospechas se confirman una vez me he informado en diagonal: otro caso de despelote reivindicativo. Decir que “despelote reivindicativo” resume mi entendimiento de este tipo de performances.

    Al igual que me sucede con las exposiciones de arte moderno, antes o después de no entender nada, necesito una somera explicación que garantice mi confort intelectual.

    En este caso, la exhibición del tetamen de Amaral viene, en palabras de la propia cantante, a propósito de la dignidad de la desnudez y la libertad de expresión de las mujeres, supuestamente arrebatada por un ente abstracto que, a lo que parece, conocen sobradamente los asistentes al concierto. Siento una mezcla de confort y malestar intelectual.

    La presidenta de la Comunidad de Madrid hace lo mismo, aunque en este caso las fuerzas del mal las encarna el comunismo, archienemigo declarado del futuro de España. Similarmente, Abascal apela a los españoles de bien, supongo que en contraposición a no pocos españoles malvados, mientras que nuestro denostado presidente en funciones enarbola la bandera del progresismo frente al voto reaccionario de una minoría relativa de once millones de ciudadanos, a la vista de los recientes resultados electorales. No hay enemigo pequeño cuando de demagogia se trata.

    Pero volviendo a Eva Amaral y sus dos pechos al fresco (es un decir en agosto) al grito de “¡revolución!” (un tema suyo) pienso en tantas y tantas revolucionarias anónimas que, verano tras verano, enseñan tetas de todos los tamaños y colores al borde del mar. Me pregunto entonces si el gesto de la artista no es puro anacronismo moral injustificadamente promocionado por medios de comunicación cada vez más adictos al clickbait, a la noticia chusca de hoja de sucesos.

    Me pregunto si merece la pena quemar tanta pólvora informativa para noticiar que unos policías locales con pocas luces obligaran a una tal Rocío Saiz (¿quién demonios es Rocío Saiz?) a taparse los pechos, ¡y en plena festividad del Orgullo Gay para más inri! No niego la valía del suceso como gag para una nueva entrega de la saga Loca Academia de Policía, pero no como tema de debate y editoriales en prensa seria y, desde luego, mucho menos como radiografía moral de la sociedad española del siglo XXI.

    Cada cual es libre de ofenderse a sus anchas, y también de medrar al calor del foco mediático allá donde más luzca. No obstante, creo que la libertad de expresión y la libertad de tomar ofensa (y actuar en consecuencia) no debieran confundirse, como me temo está sucediendo cada vez más en estos tiempos acelerados en los que el progreso y la estupidez parecen ir de la mano.

     P.s. Me subsiste la duda, retórica pero también políticamente incorrecta, de si una Eva Amaral con las tetas como calcetines hubiera defendido la dignidad de la desnudez de la misma forma...



13 de agosto de 2023

Vicente

     Vicente o la encarnación de la peor cara del hormiguero humano. Vicente o el Flautista de Hamelín, líder de una masa descerebrada de turistas, ávidos de solazarse en placeres teledirigidos. Vicente, que decreta lo que es bello en función de los réditos económicos que lo bello pueda generar. Vicente, que prostituye naturaleza, arte y todas las manifestaciones de la hermosura susceptibles de corrupción monetizable.  Vicente, que ha redefinido el disfrute a través de un perverso proceso de alquimia inversa, transmutando en escoria el oro de una experiencia íntima, individual, intransferible. Vicente, que programa orgías en Venecia, en las calas de Menorca, en Santiago de Compostela, en las ramblas de Barcelona, en las salas del Louvre, en los restaurantes con o sin estrellas Michelín. Vicente, sumo sacerdote del culto a la cola y la reserva que nos permitirá vivir permanentemente instalados en una promesa de futuro gozoso y feliz.
    Avispado titular de una reciente noticia en El País a propósito de las ruinas de Machu Picchu: “Stendhalazos veraniegos”. Un guiño Vicentino en clave Millennial a las nuevas generaciones del turismo-masa del futuro.
    Y yo digo: a quien verdaderamente se le haya perdido algo en Machu Picchu que levante la mano. Name dropping de catálogo de viajes, been there, done that a la vuelta de vacaciones en la oficina, aderezado con un par de adjetivos gastados a propósito del lugar: “maravilloso”, “impresionante”, “una pasada”.
    Después, el acólito de Vicente se acomodará en su silla ergonómica, encenderá un ordenador pletórico de correos electrónicos desatendidos y retomará su actividad habitual en el cubículo segregado por paneles modulares de una oficina cualquiera. Tal vez aproveche la red corporativa para programar, reservar y criogenizar sus ocios venideros (y los de su familia) en cualquier evento-vertedero turístico franquiciado por Vicente.
    No vayas. No vayáis. Que no vayan.

    P.s. Me perdonen el abuso de anglicismos.

10 de agosto de 2023

Ultraprocesados

 Habitamos un mundo extraño. Miles de millones de vidas cotidianas que nacen, se reproducen y mueren e interactúan furiosa y permanentemente para generar ese enigma mastodóntico que denominamos “realidad”. A cada uno de nosotros le es dado conocer, de primera mano, una ínfima parcela de esa realidad, como un pequeño huerto en el que cultivamos nuestros hechos, casi siempre intrascendentes, cuyo único valor quizá sea su autenticidad incuestionable, si bien plagada de matices subjetivos. El resto del mastodonte son telediarios, revistas, tertulias de bar (o a ese nivel), vídeos de TikTok, Pasapalabra y documentales de La 2. Y, también, aunque cada vez menos, algún que otro libro. En resumen: somos el sumatorio de lo que vivimos en directo y lo que nos cuentan en diferido.

    Pareciera haber un consenso tácito entre toda esa humanidad oyente de que, fuera de los huertitos primorosos en los que crecen las verdades pequeñitas de cada quien, existe una naturaleza salvaje plagada de ruido y furia, un tsunami de realidad inabordable para el común de los mortales. Unos pocos tal vez asuman con humildad la situación y se autoproclamen ignorantes -aunque no gilipollas- y enfrenten el caos con un saludable escepticismo que en su deriva más extrema muta hasta el soplapollismo militante. El resto de la ciudadanía probablemente opine que, con los métodos adecuados, es posible sostener y no enmendar una visión sólida de un mundo con encaje sin fisuras en los linderos de su huertito de certezas. Así, el ciudadano del mundo occidental emite su voto en conciencia, recicla sus envases, lamenta brevemente la inmigración suicida, cree a ciegas en la ciencia, la estadística, las rebajas y los algoritmos, guarda los minutos de silencio que hagan falta en repudia por esto o aquello, reserva sus vacaciones con muchos meses de antelación, consume a tontas y a locas por Internet y se preocupa -vagamente- por el cambio climático. La enumeración antecedente tiene, por supuesto, su reverso negacionista, que huertos hay para todos los gustos. Sea como fuere, a todas esas convicciones subyace la idea de que el mundo es así, mal que le pese a quienes no las comparten.

    Existe todo un catálogo de ideas adulteradas del mundo a partir de narrativas en diferido que beben de las fuentes de información disponibles. Fuentes que, a su vez, manan de Plantas Potabilizadoras de lo Real (PPR) en las que, en una primera fase, se filtran y depuran los que vayan a ser los hechos destinados al consumo de una sociedad ávida de certezas fuera del huerto y, ya en una segunda, se ultraprocesan según las prácticas internas de cada PPR.

    En dicha primera fase se aplica un tratamiento de depuración bruta mediante la aplicación de sinécdoques (i.e. reducción de algo complejo a una sola de sus partes) a escala industrial, decantando sucesivamente aquellas partes de la realidad que vayan a sustituir al todo global. Si se fijan, el decantado de una PPR en Mozambique no será el mismo que otro en Cachemira o en la Región de Murcia: todas ellas realidades potables, sí, pero alternativas e incluso antagónicas -a veces- en sus áreas coincidentes.

    Ya en una segunda fase, la PPR, bien por sí o a través de subcontratas mediáticas especializadas, somete a un ulterior tratamiento ese primer decantado de realidad mediante operaciones de ultraprocesado. Con ellas se busca refinar y envasar prêt-à-porter la realidad que consumiremos cada mañana a la hora del desayuno. Las tecnologías aplicadas a este fin son diversas, y no siempre están homologadas, especialmente en estos tiempos de redes e hipercomunicación en los que el posicionamiento ideológico de los medios no es ya un secreto para nadie y la posverdad campa a sus anchas, por mucho que se apele a la neutralidad y a los libros de estilo. La leal oposición, el sentido común, el saber perder y la vergüenza torera son cosas de un pasado bastante reciente, pero que hoy se nos antoja casi victoriano.

    Una vez convenientemente enanizado, nuestro pequeño gran mundo se vuelve a parcelar en nuevas microrrealidades a las que se aplican conservantes en la medida en que se desee prorrogar la vida útil de este o aquel trending topic. Ello explica el porqué de la resiliencia o la zombificación en los medios de ciertas cuestiones que, de haberse respetado su trascendencia natural según el sentido común, habrían desaparecido sin dejar rastro de un día para otro. Así, una noticia putrefacta continua siendo apta para el consumo del público general durante mucho tiempo.

    Además de los conservantes, estas microrrealidades (especialmente las de índole política) se condimentan con distintos colorantes, de tal forma que su aspecto, inicialmente neutro, resulte más atractivo para el consumo de según qué segmentos de población al que vayan dirigidas. De forma similar, los acidulantes, aromatizantes y estabilizantes son capaces de realzar el escaso atractivo de ciertos hechos que de por sí solos resultarían insulsos, pero que ganan enteros y solidez estética con el respaldo literario de editorialistas y colaboradores de fuste en la prensa escrita, o de influencers exhibicionistas tratando de monetizar sus contenidos a toda costa en los espacios virtuales. A este grupo también pertenecen los edulcorantes y, a propósito de estos últimos, y a modo de muestra, desearía hacer aquí una mención especial a la cobertura mediática del asesinato y ulterior desmembramiento de Edwin Arrieta, de profesión cirujano, a manos del telegénico Daniel Sancho, nieto de Curro Jiménez -aunque ni la profesión de la víctima ni la ilustre ascendencia del victimario- aporten nada a este escabroso episodio.

    Todo ese conglomerado destilado y ultraprocesado que nutre nuestra visión del mundo va putrefactando poco a poco el cuerpo social, cada vez más enfermo y carcomido, sin que nadie se haga responsable siquiera de denunciarlo y menos aún de impedir su proliferación. Menos mal que Tamara Falcó -por fin, a sus cuarenta- contrajo matrimonio, aportando así su modesto granito de arena en la lucha por una realidad mejor. Tomemos ejemplo.










4 de agosto de 2023

Preguntas retóricas

 Me pregunto cuánto, en términos de esfuerzo cerebral, cuestan doscientas palabras bien dichas. Cuánto sufre fulanito de copas pergeñando un buen poema que probablemente luego nadie lea (autopublicado, sin duda). Cuántas agonías, desvelos y meditaciones ocultos en la tramoya de un microrrelato escuálido pero demoledor. Me pregunto si con tal carestía de medios gramaticales es posible cocinar un artefacto diabólico capaz de hacer salivar a un lector con el gusto podrido de sesgos culturales o, peor aún, experto en el arte de despanzurrar textos acuchillándolos en diagonal, desde el comienzo del párrafo hasta los límites de un punto y aparte. Me pregunto si ese sufrimiento proviene de la certeza subjetiva del esfuerzo inútil porque, se mire por donde se mire, el resultado es, o va a ser, una mierda (mierda compacta, sin duda) o si, en el otro extremo del espectro, ese dinosaurio de Monterroso (¡larga vida a los lugares comunes!), ese delicado bocatto di cardinale, va a ser engullido brutal e indiscriminadamente por una piara de neolectores que cazan ofertas en Internet y, entre meme y meme, meditan sobre los interrogantes socioculturales planteados por muñeca Barbie y sus empalagos.

Salto el párrafo y dejo de preguntarme cosas retóricas. La verdad: acabo de echar un buen rato dándole a la tecla esta mañana de agosto, y van a ser doscientas veinticinco palabras. Todo muy terapéutico.