Me pregunto cuánto, en términos de esfuerzo cerebral, cuestan
doscientas palabras bien dichas. Cuánto sufre fulanito de copas
pergeñando un buen poema que probablemente luego nadie lea
(autopublicado, sin duda). Cuántas agonías, desvelos y meditaciones
ocultos en la tramoya de un microrrelato escuálido pero demoledor. Me
pregunto si con tal carestía de medios gramaticales es posible cocinar
un artefacto diabólico capaz de hacer salivar a un lector con el gusto
podrido de sesgos culturales o, peor aún, experto en el arte de
despanzurrar textos acuchillándolos en diagonal, desde el comienzo del
párrafo hasta los límites de un punto y aparte. Me pregunto si ese
sufrimiento proviene de la certeza subjetiva del esfuerzo inútil porque,
se mire por donde se mire, el resultado es, o va a ser, una mierda
(mierda compacta, sin duda) o si, en el otro extremo del espectro, ese
dinosaurio de Monterroso (¡larga vida a los lugares comunes!), ese
delicado bocatto di cardinale, va a ser engullido brutal e
indiscriminadamente por una piara de neolectores que cazan ofertas en
Internet y, entre meme y meme, meditan sobre los interrogantes
socioculturales planteados por muñeca Barbie y sus empalagos.
Salto
el párrafo y dejo de preguntarme cosas retóricas. La verdad: acabo de
echar un buen rato dándole a la tecla esta mañana de agosto, y van a ser
doscientas veinticinco palabras. Todo muy terapéutico.
4 de agosto de 2023
Preguntas retóricas
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