4 de agosto de 2023

Preguntas retóricas

 Me pregunto cuánto, en términos de esfuerzo cerebral, cuestan doscientas palabras bien dichas. Cuánto sufre fulanito de copas pergeñando un buen poema que probablemente luego nadie lea (autopublicado, sin duda). Cuántas agonías, desvelos y meditaciones ocultos en la tramoya de un microrrelato escuálido pero demoledor. Me pregunto si con tal carestía de medios gramaticales es posible cocinar un artefacto diabólico capaz de hacer salivar a un lector con el gusto podrido de sesgos culturales o, peor aún, experto en el arte de despanzurrar textos acuchillándolos en diagonal, desde el comienzo del párrafo hasta los límites de un punto y aparte. Me pregunto si ese sufrimiento proviene de la certeza subjetiva del esfuerzo inútil porque, se mire por donde se mire, el resultado es, o va a ser, una mierda (mierda compacta, sin duda) o si, en el otro extremo del espectro, ese dinosaurio de Monterroso (¡larga vida a los lugares comunes!), ese delicado bocatto di cardinale, va a ser engullido brutal e indiscriminadamente por una piara de neolectores que cazan ofertas en Internet y, entre meme y meme, meditan sobre los interrogantes socioculturales planteados por muñeca Barbie y sus empalagos.

Salto el párrafo y dejo de preguntarme cosas retóricas. La verdad: acabo de echar un buen rato dándole a la tecla esta mañana de agosto, y van a ser doscientas veinticinco palabras. Todo muy terapéutico.

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