22 de agosto de 2023

Felipe VI no es Ricardo III

    Por pura galbana veraniega, copio y pego. Además, quién soy yo para hacer un tributo de verbena a Shakespeare; es decir, diciendo lo mismo pero peor: El mundo es un escenario y todos los hombres y mujeres son meros actores, tienen sus salidas y sus entradas; y un hombre puede representar muchos papeles (…).

    Leído lo anterior, qué decir entonces del hombre que, además de actor de su propia vida, lo es también en el sentido más profesional del término: del actor de cine o de teatro que se enfunda en el pellejo de un personaje y aborda sus acciones y sus palabras como si de un sutil y complejo karaoke se tratara. Ese actor que de veras nos toma el pelo, que se queda con el personal, para bien o para mal, en el oscuro de una sala de cine o en el escenario retroiluminado de un ordenador portátil, al otro lado de la cuarta pared.

    Pienso en Felipe VI. Un hombre corriente y moliente también actor de una vida prosaica y vulgar como la del resto de sus conciudadanos que, por esos azares de la lotería biológica, ha tenido la relativa suerte de convertirse en rey de los españoles a estas alturas de la historia, en pleno siglo XXI. Un hombre que sin ser actor profesional se ve abocado a interpretar un papel, siempre el mismo, y que va a ser esclavo de un guion improvisado por el discurrir de los acontecimientos y de la vida política -pero guion al fin y al cabo- durante el resto de su condecorada y ritualizada vida.

    El público abandona la sala al cabo de dos horas, empuja la puerta de emergencia que hace las veces de salida y, aún con el regusto salado de las palomitas y alguna cascarilla incrustada en las encías, comenta brevemente, si acaso, las bondades o los defectos del espectáculo que acaban de ver camino del coche o medio de transporte que corresponda. Nadie da por supuesto que, por poner un ejemplo, Thor anda todavía suelto por ahí, salvando al mundo a golpes de martillo bumerán o celebrando sus triunfos mitológicos en alguna taberna VIP de Asgard.

    El público aún no es tonto del todo y, afortunadamente, todavía es capaz de discriminar entre realidad y ficción, mal que se empeñen los detractores de los videojuegos en convencernos de lo contrario.

    Al igual que el Dios del Trueno, aunque con mucho menos gracejo telegénico, nuestro Rey habla, viste, posa, gesticula y se comporta al dictado férreo de discursos higienizados y manuales de protocolo en cuya redacción no ha participado, ni maldita la falta que hace, porque quién es él -insisto, un privilegiado hombre del montón- para tratar de enmendar la plana a ese omnipotente deus ex machina integrado por una corte de ilustradísimos servidores del Estado expertos en mejoras, mantenimiento, reparaciones y, llegado el caso, sustitución de la figura regia.

    Sin embargo, Felipe Juan Pablo Alfonso de Todos los Santos de Borbón y Grecia, conocido por el público español con el sobrenombre artístico de Felipe VI, no es un actor al uso.

    A diferencia de otros ilustres cómicos que a lo largo de su carrera han tenido la oportunidad de interpretar, con mejor o peor fortuna, a distintos protagonistas, nuestro Felipe VI está condenado a representar su papel de Rey de por vida. Con escasa -o ninguna- formación actoral a juzgar por su prosodia mediocre (probablemente le venga de familia), lo cierto es que sus representaciones no parecen entrañar gran dificultad; para empezar porque que el discurso del monarca moderno, por virtud del teleprompter o de los papeles en el atril, no exige esfuerzo de memorización alguno.

    Ya en el área creativa, en la que muchos actores solventes exhiben su arte con matices que hacen memorable al personaje que representan, nuestro monarca tiene absolutamente vetada cualquier tipo de morcilla o improvisación, con el deber y la obligación de ceñirse estrictamente al redactado de la alocución de turno en este o aquel foro. Por otro lado, sus destrezas escénicas se limitan al dominio del saludo mayestático al populacho mediante una leve torsión lateral alterna de muñeca combinada con un movimiento de abducción-aducción del antebrazo en el eje transversal, el posado fotográfico junto a líderes, autoridades y súbditos de relumbrón y su variante marcial en los actos militares con saludo a la orden y posición de firmes. Mención especial merece el tradicional apretón de manos, que es marca de la casa (real) en la mayoría de sus apariciones, con o sin entrega de premios.

    ¡Qué majo es Chris Hemsworth! En pleno photocall, el fan sabe perfectamente que ese ropero australiano tonificado a la última que le va a firmar un autógrafo o a acompañar en el consabido selfie es el marido de Elsa Pataky, y no el todopoderoso Dios del Trueno de la factoría Marvel. Obvio.

    Pero, ojo, esto no es del todo así en el caso del Rey. Cuando las señoras de mediana edad, los niños y los jubilados se agolpan tras el cordón de seguridad a la espera de que su majestad se dé un baño de masas (seguramente prescrito por la agenda del acto oficial en cuestión), a quien buscan ver de cerca y, si hay suerte, tocar es al glamoroso Monarca paladín de causas justas que siempre ejerce su reinado desde el lado bueno de la vida. Probablemente no sean conscientes de su papel como extras en otro capítulo de una superproducción del Estado de Derecho español que ha conseguido hibridar mito y realidad en la figura de un títere dinástico. Chúpate esa, Stan Lee.

    Bien pensado, las mismas bondades se le podrían atribuir sin mayor problema a un muñecote de madera policromada o a un tótem, pero no me negarán que el trasunto vivo resulta mucho más convincente; imbatible en términos de credibilidad para la institución que representa. Puestos a depositar nuestra fe en, pongamos, la virgen de la Macarena o en el actor que representa al Rey de España es natural -y también humano- decantarse por este último.

    Lo que verdaderamente convierte al Rey en un tipo de actor diferente es la sorprendente -y permanente- confusión entre el real personaje y la persona real. La gente se cree a ese personaje virtuoso de buena percha, ojos claros y barbita entrecana: el Rey aboga por los derechos humanos, el Rey nos desea felices fiestas, el Rey, hoy, inicia una ronda de consultas con ocasión de la investidura (i.e. el Rey-actor finge tener cosas importantes que hacer), el Rey defiende la unidad de una España tolerante y, a la vez, diversa, el Rey entrega el Premio Cervantes, el Rey se preocupa por el cambio climático

    La Casa Real siempre está al tanto de cualquier causa mainstream buenrrollista de última hora. Justicia, paz, convivencia, igualdad, democracia y otros abstractos morales son apuestas seguras que generan consenso, siempre y cuando no entremos en detalles en cuanto a su específico contenido o los medios que hayan de emplearse para su logro. Si se dan las condiciones adecuadas, la Casa Real enviará a Felipe VI con el discurso recién horneado en el bolsillo y, si es menester, montará un sarao a la mayor gloria de S.M., con la necesaria cobertura mediática y televisiva. Los efectos especiales son tan buenos y convincentes que el general del público se ha rendido sin paliativos a Felipe Juan Pablo Alfonso de Todos los Santos en el papel estelar de Jefe del Estado, conforme dicta una Constitución redactada a la medida de la Corona. A la cuarta pared le han hecho un butrón de proporciones descomunales y nadie parece haberse dado cuenta.

    No se me ocurre cuál pueda ser el tema de conversación en sus reuniones con mandatarios de fuera o con políticos oriundos del terruño patrio. Imagino que, una vez captadas las imágenes de la recepción al preboste agendado -más o menos efusiva, siempre cordial- a las puertas de la Zarzuela o en alguna dependencia amaderada del palacio, ninguna de las partes cometerá la imprudencia de abrir el melón del que sea el motivo de la visita, so pena de muerte diplomática. Lo cierto es que jamás de los jamases disfrutaremos del morbo sonoro que, por ejemplo, nos proporciona un micrófono en la pausa de hidratación de un encuentro de fútbol. Fuera de guion, el Rey está desnudo.

    Como rezaría ese sobado meme al pié de la fotografía de un encorbatado Julio Iglesias y su dedo acusatorio: el Rey es un figurón. Y lo sabes. O deberías.



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