28 de agosto de 2020

La pólvora del rey

 

Empiezo a escribir esto y dudo. Pienso si realmente es necesario, si hace falta echar más pulgas al perro flaco. Pienso si es valiente, si es moral. Pienso si así cualquiera. Reflexiono y concluyo que la cuestión ya tiene defensores y detractores irreconciliables, cada cual con su argumentario de cafetería, cada quien con su visión particular de la Historia, más o menos informada, eso da igual, porque en el fondo cada cual tiene su forma de ser afín o contraria a lo que representa la institución y, sobre todo, y aunque nadie quiera confesarlo, en cuanto a las ventajas e inconvenientes implícitos en el cargo (iba a decir en el ejercicio del cargo, pero lo he pensado mejor). En realidad, el meollo del debate que reflejan los medios de comunicación resulta bastante ramplón y, a la vez, chusco: el monarca caza elefantes en África, al monarca le regalan un yate, el monarca oculta los dineros fuera del país, el monarca esquía, navega, come, fornica con sus amantes de postín… En definitiva, un clásico al alcance de las entendederas de los ciudadanos de todas las cataduras políticas ¡El monarca vive como un rey! ¡El monarca dispara con la pólvora del rey!

Estoy de acuerdo con quienes consideran que las circunstancias antes mencionadas son prerrogativas implícitas en el ejercicio cargo, siempre y cuando se dé por hecho que un rey reina y, además, gobierna. Aceptar que un rey pueda sudar de facto la camiseta por su país es atribuirle, en primer lugar, un gran poder y, naturalmente, y en segundo lugar, una gran responsabilidad.

Es natural, hasta me atrevería a decir que moral, que las aspiraciones del ciudadano de a pie no desentonen con lo que hasta el día de hoy se sabe de la vida y milagros del emérito. No hay más que pensar en los jugadores de fútbol, cocineros, empresarios y otros hombres y mujeres de pro con gran predicamento social en los tiempos actuales: que levanten la mano quiénes no posean embarcaciones, amantes, mansiones y cuentas corrientes en lugares exóticos (merced a una planificación fiscal adecuada). Quien esto escribe no considera un mal plan los safaris (fotográficos) en Bostwana con amante de pago y el Todo Incluido. Que levante la mano quien no quiera ser hijo de Julio Iglesias.

Claro que, hoy, el rey reina, pero -tengámoslo presente- no gobierna. Hoy, reinar en sí mismo, consiste en no hacer nada ni decir nada que no sea seguir escrupulosamente las pautas del guion que un negro, acaso un sindicato de negros, confecciona entre los bastidores de la Casa Real, una temporada detrás de la siguiente. Así vistas las cosas, cualquier hijo de vecino podría ser rey pero, sin embargo, no cualquiera podría cantar como Julio Iglesias.

En resumidas cuentas, la institución, por definición, carece de mérito alguno que, según una concepción determinada de la vida, la haga acreedora de los privilegios de que disfrutan o pueden disfrutar quienes ostentan -pero no ejercen- el cargo. En cuanto vienen mal dadas el emérito se refugia en Abu Dhabi y yo me inclino a pensar que, de haberse torcido las circunstancias tras el discurso televisado del 23 de febrero de 1981 (que obviamente él no escribió), no otro habría sido su exilio dorado. El rey no es Julio Iglesias ni tampoco habría sido Salvador Allende.


The first king was a successful soldier;

he who serves well his country

has no need of ancestors

19 de agosto de 2020

Utilidad Marginal Decreciente

 

Copio y pego: “Se entiende por utilidad marginal de un determinado bien el aumento (o, en su caso disminución) en la utilidad total que nos supone el hecho de consumir una unidad adicional del mismo”. Y sigo copiando y pegando: “La ley de la utilidad marginal decreciente es una ley económica que establece que el consumo de un bien proporciona menor utilidad adicional cuanto más se consume [...]. Se produce una valoración decreciente de un bien a medida que se consume una nueva unidad de ese bien”. La cosa tiene bastante más ciencia detrás, pero a mí me faltan las fuerzas para seguir estudiando la cuestión y, como imagino se habrán dado cuenta, polvorientos Improbables, este blog es de superficie, y quien esto escribe carece de cualificaciones profesionales, carisma o habilidades que confieran peso y seso a las opiniones aquí vertidas pero -hey- al presidente de los EE.UU. le sucede lo mismo, y ahí lo tienen, opinando de casi todo un poco, como los contertulios de los programas de televisión. Como los jugadores de fútbol. Como los influencers. Entiendan que me dé por indultado. Así que, se me ocurre que, a la vista de las leyes macroeconómicas anteriormente citadas, la sociedad de consumo, el tejido industrial que alimenta bocas, engorda bolsillos y mueve los dineros del mundo se sostiene -cada vez más a duras penas- sobre este principio de utilidad marginal decreciente, en connivencia con la estupidez humana, la ciencia de los números y, más en concreto, la estadística porcentual. Convendrán conmigo en que uno es menor que dos y, a partir de ahí, y por idéntica lógica matemática, diríamos que 1 < 1,000000000000000001. Si saltamos de las matemáticas a la filosofía aplicada al mundo que nos rodea, podremos afirmar que más es mejor: 2 x 1 (luego dos mejor que uno); 3 x 2 (luego tres mejor que dos y, en caso de que ello no fuese del todo cierto, nada mejor que apuntalar el argumento con aforismos tramposos: lo que abunda no daña, corriendo un tupido velo sobre el sobrante: cuando no es mal o cizaña.

En un mundo en el que la tecnología es reverenciada como un dios, los mercaderes teledirigen nuestros hábitos de consumo en función de la supuesta excelencia tecnológica de las cosas y nos la cuelan doblada con la promesa tácita de que la versión 2.0.1.1.9.32 de este o de aquel cacharro nos hará inmensamente más felices que la versión 2.0.1.1.9.31, ya se encargan los publicistas de adornarlo con la matemática y la ciencia que corresponda: nueve de cada diez dentistas, el coeficiente de impacto y absorción en la pisada, cuatro coma noventa y nueve litros a los cien kilómetros, ofertas a 1,99 € (antes a 2,00€), procesador de ocho núcleos, ahora hasta 500 gb por segundo, compresa de triple capa y triple absorción, sistema de doble cámara con sensor principal angular de 12 megapíxeles, colchón viscoelástico con tecnología cooler ... Querido ciudadano del mundo, no es extraño que después de tantas sesiones de televisión-basura, tránsitos cotidianos por calles empapeladas de reclamos publicitarios, cookies delatoras de tus preferencias de consumo, se te pongan los dientes largos y pienses que lo que tienes aquí y ahora es una puta mierda y que lo bueno, lo verdaderamente bueno, está por llegar. Y además, si los dineros no te alcanzan, para eso está, (ejem) Cofidis.

Lo maquiavélicmente perverso de todo ello es que no estamos locos, que sabemos lo que queremos, y que vivimos nuestras vidas igual que si fuera un sueño en el que la quiebra de las leyes de la lógica, los límites anestesiados que separan lo bueno de lo malo, la aceptación resignada de insensatez y la necedad son parámetros normalizados que definen nuestras vidas desde que nos levantamos hasta la hora de dormir y soñar sueños de verdad.

Así que, naturalmente, no les voy a contar nada que no sepan: la utilidad marginal de cada consumo adicional del mismo bien es cada vez menor. A pesar de lo que les hayan contado en la superproducción publicitaria, con su nuevo (y caro) teléfono seguirán reenviando los mismos memes y extraviando en el abismo de la tarjeta memoria aquellos selfies (de calidad aún más extrema), mantendrán los mismos intercambios (prescindibles en su mayoría) con sus contactos y perderán el poco tiempo libre de que disponen gestionando las opciones de sus apps de banca. Y no les quepa duda de que volverán a morder el anzuelo cuando compren su próximo teléfono móvil (más caro) cuya utilidad marginal será incluso, menor aunque sea plegable.

De la ventanilla con manivela manual nos pasamos al aire acondicionado y, de ahí, al climatizador, y, salvo que la tecnología industrial de la automoción nos depare un sistema de acondicionamiento ozonizado o con propiedades viricidas adaptables a según qué pandemia se halle en boga, esa vía muerta de la utilidad marginal decreciente será sustituida por la de la hiperconectividad, cada vez mayor, hasta que, ¡oh, maravilla entre maravillas! podamos ver una serie de Netflix, jugar despreocupadamente al Fortnite o (para los transgresores extremos) fumar un cigarrito culpable en los desplazamientos a la oficina.

Por desgracia, la Pachamama ha sufrido bajas considerables, ya que por la senda de la utilidad marginal decreciente o, mejor dicho, en sus cunetas, se nos han extraviado toneladas y toneladas de residuos metalúrgicos, derivados plásticos y circuitería industrial inservibles sobre cuyos sedimentos, como en especie de orogénesis, se yergue una montaña de chatarra formidable. Y en la cumbre de esa montaña de chatarra podemos ver a Elon Musk enarbolando la bandera del progreso, reivindicando un mundo más limpio, más sostenible, mejor.

Colón lavaba más blanco. Hurgo en la memoria y se me vienen a la cabeza conceptos como “blanco nuclear” (¡!), “triple poder blanqueador”, “blancura sin rotura”. Probablemente haya muchos más. Una vez agotada la utilidad marginal implícita en el color blanco, a alguien se le debe de haber ocurrido iniciar una cruzada publicitaria en defensa de los restantes colores ninguneados, y como nos hallamos en una sociedad inclusiva, hasta el negro, sinónimo de sucio en el imaginario colectivo, tiene su espacio en el mundo de los detergentes. Donde una vez hubo una humilde pastilla de jabón Lagarto, solitaria en su bacinilla de plástico verde en el armario debajo del fregadero, apareció después la caja de cartón con detergente en polvo que luego evolucionó hasta el tambor imperial de cinco kilos. Siguiendo los dictados de la utilidad marginal decreciente, el armario de debajo del fregadero tuvo que organizar el espacio para acomodar un botellón de detergente líquido genérico, otro (generalmente más pequeño) especial para prendas delicadas, además de los botellones opcionales especializados en manchas rebeldes, ropa de colores, prendas deportivas pestilentes y, por supuesto, el magnum de suavizante (por cierto, otro exponente de la utilidad marginal decreciente de las cosas). Lo gracioso de todo ello es que la ropa nos dura, por puro aburrimiento, dos telediarios, y los contenedores de la Humana y organizaciones similares no dan abasto para reintroducir en el ciclo del mercado los desechos de la cultura del shopping.

Consulto en la Wikipedia por curiosidad quién es autor (o autriz) del concepto, y al parecer se trata de la primera de tres leyes enunciadas por Hermann Heinrich Gossen, al que desde aquí testimonio mi agradecimiento al tiempo que presento mis disculpas, por haberlo empleado en vano, porque seguramente lo hasta aquí escrito no es más que el producto de mi apresurada -e interesada- interpretación osada de cosas de la ciencia con dos rombos.

Ya concluyo. Me acuerdo del astronauta pisando la luna por primera vez, y pienso, llegados a este punto, que los pasitos tecnológicos, cada vez más cortos, del ser humano quedan transmutados, por obra y gracia de esta especie de matrix publicitaria en la que nos hallamos inmersos, en grandes saltos para la humanidad. Mientras tanto, un maniquí atraviesa el espacio sideral al volante de un Tesla Roadster. Cuanto más lejos, mejor.


10 de agosto de 2020

Perseidas

 

 

 

                                                    

Perseida fugaz,

contrapié de un deseo

aun por estrenar

 

 

 

7 de agosto de 2020

Influencers

Siempre que cruzo la Puerta del Sol acabo fijándome en ellos: Super Mario, Minnie, Bart Simpson y otros engendros diseñados para consumo de niños y adultos idiotizados por la industria del ocio. Muñecos elefantiásicos de peluche descolorido que deambulan por la plaza con un humano de corta estatura asfixiado en su interior. También están los cuerpos atrapados entre dos tablones gigantes que proclaman la compra y venta de oro a precios imbatibles, que me recuerdan vagamente a los naipes del cuento de Alicia. Soy víctima de mis automatismos cognitivos e, indefectiblemente, pienso: vaya trabajo de mierda y vaya vida de mierda.

Siempre que paso por delante de la sucursal de una entidad bancaria acabo fijándome en ellos: Rafael Nadal, Pau Gasol, Fernando Alonso y otros tantos deportistas patrios cuya imagen, gracias a la asombrosa alquimia del marketing, se ha asociado con éxito a hipotecas, cuentas-nómina, créditos por emprendimiento y otros productos diseñados por los bancos con el último propósito de triunfar en la pugna por amorrarse a las nóminas de los ciudadanos de bien, admiradores confesos de las gestas deportivas de estos (copas, medallas, premios y demás honores) e inconfesos de las extradeportivas (yates, mansiones, bodorrios, y demás lugares comunes de la vida glamourosa). De nuevo atrapado por mis procesos automáticos de pensamiento, me indigno ante la naturalidad con la que todos aceptamos esta especie de intrusismo profesional en la que la reputación deportiva se convierte en aval de la solidez y fiabilidad de un producto financiero complejo. Antes de dejar atrás la sucursal imagino por un momento a Ana Botín protagonizando una campaña veraniega de promoción de productos Decathlon e, indefectiblemente, pienso en qué momento nos adocenaron y, a continuación, sufro una mini crisis existencial de secuelas transitorias.

En mis idas y venidas por internet a lo largo de los años, he ido construyendo una especie de cosmovisión paralela, la percepción de una realidad virtual complementaria de la realidad real. En sus comienzos, internet se me figuraba como un universo extraño en expansión constante que parecía no tener fin, pletórico de sorpresas, vueltas de tuerca inesperadas, piruetas tecnológicas deslumbrantes. En su día, todo aquello se me aparecía tan ideal y democrático, tan bueno, que no podía ser verdad y, en cierto sentido, daba igual si considerábamos lo verdadero como una cualidad de la realidad física... Una utopía feliz por oposición a las miserias tangibles de la vida cotidiana. Para mí, internet era un putiferio feliz e inabarcable en el que cada quien hacía de su capa un sayo. Durante algunos años aquello fue libertad sexual y plátanos para todos, pero luego aquel vasto universo comenzó a experimentar una fase de contracción-putrefacción inexorable, y acabó transformado en la aldea global degradada por la que transito en mis tiempos muertos de cada mañana.

Entre otras muchas plagas, la web está especialmente infestada de publicidad a la que resulta imposible sustraerse. Por poner un ejemplo, las noticias en los medios de prensa no son ya más que franjas estrechas flanqueadas de contenidos publicitarios teledirigidos, como regatos de información que a duras penas discurren entre un vertedero de anuncios contaminantes. La denominada “monetización” publicitaria está a la orden del día, y parece haberse convertido en un modo respetable de subsistencia al que aspiran youtubers, tiktokers e instagramers de todos los pelajes y condiciones que probablemente tengan como denominador común la aspiración de apartar la miseria a un lado haciendo lo que les gusta -o lo que no les gusta- pero todo bajo el imperio de la todopoderosa ley del mínimo esfuerzo. En el fondo, no es más que una variante del crea fama y échate a dormir en su versión 2.0, y que halla su exponente más notorio en la figura del influencer que, a través de sus seguidores, alimenta su caché en términos de monetización publicitaria. El (o la) influencer al uso no necesita ya sudar la jornada embutido en un muñecote de peluche ni tampoco haberse labrado una reputación previa dando patadas a un balón o emborronando cuartillas, que igual da. Lo importante a la postre es el cascoporro de seguidores que estén dispuestos a opinar sobre su vida, hurgar en sus miserias y -ahí está el meollo- consumir lo que el hombre anuncio consuma en un acto de empatía perversa probablemente estudiado hasta sus últimas consecuencias por sociólogos, psicólogos y escuelas de negocio. Todo influencer que se precie ha alcanzado el divino estatus de hombre o mujer anuncio, cuyo único y sencillo requisito es ser vos quien sois y del resto ya se encargan los poderes en la sombra que lo mismo le escriben un discurso al rey que colocan a Belén Esteban en la portada de un libro de recetas de cocina (esto último visto hoy, al pasar junto a un quiosco de prensa) .

Así que cada vez que deambulo por internet a tontas y a locas, me detengo a observarlos detrás de sus hipervínculos, a los influencers que, sin oficio pero con mucho beneficio, se llevan a media humanidad al huerto o, como se dice ahora, lo petan en una web que cada vez arde o se contagia o se indigna con mayor facilidad por un quítame allá esas pajas, por unos pelillos a la mar que no van a ninguna parte, aunque, visto lo visto y oído lo oído y leído lo leído, esa parece ser la trayectoria general del mundo. Sigamos consumiendo y a otra cosa, mariposa.