19 de agosto de 2020

Utilidad Marginal Decreciente

 

Copio y pego: “Se entiende por utilidad marginal de un determinado bien el aumento (o, en su caso disminución) en la utilidad total que nos supone el hecho de consumir una unidad adicional del mismo”. Y sigo copiando y pegando: “La ley de la utilidad marginal decreciente es una ley económica que establece que el consumo de un bien proporciona menor utilidad adicional cuanto más se consume [...]. Se produce una valoración decreciente de un bien a medida que se consume una nueva unidad de ese bien”. La cosa tiene bastante más ciencia detrás, pero a mí me faltan las fuerzas para seguir estudiando la cuestión y, como imagino se habrán dado cuenta, polvorientos Improbables, este blog es de superficie, y quien esto escribe carece de cualificaciones profesionales, carisma o habilidades que confieran peso y seso a las opiniones aquí vertidas pero -hey- al presidente de los EE.UU. le sucede lo mismo, y ahí lo tienen, opinando de casi todo un poco, como los contertulios de los programas de televisión. Como los jugadores de fútbol. Como los influencers. Entiendan que me dé por indultado. Así que, se me ocurre que, a la vista de las leyes macroeconómicas anteriormente citadas, la sociedad de consumo, el tejido industrial que alimenta bocas, engorda bolsillos y mueve los dineros del mundo se sostiene -cada vez más a duras penas- sobre este principio de utilidad marginal decreciente, en connivencia con la estupidez humana, la ciencia de los números y, más en concreto, la estadística porcentual. Convendrán conmigo en que uno es menor que dos y, a partir de ahí, y por idéntica lógica matemática, diríamos que 1 < 1,000000000000000001. Si saltamos de las matemáticas a la filosofía aplicada al mundo que nos rodea, podremos afirmar que más es mejor: 2 x 1 (luego dos mejor que uno); 3 x 2 (luego tres mejor que dos y, en caso de que ello no fuese del todo cierto, nada mejor que apuntalar el argumento con aforismos tramposos: lo que abunda no daña, corriendo un tupido velo sobre el sobrante: cuando no es mal o cizaña.

En un mundo en el que la tecnología es reverenciada como un dios, los mercaderes teledirigen nuestros hábitos de consumo en función de la supuesta excelencia tecnológica de las cosas y nos la cuelan doblada con la promesa tácita de que la versión 2.0.1.1.9.32 de este o de aquel cacharro nos hará inmensamente más felices que la versión 2.0.1.1.9.31, ya se encargan los publicistas de adornarlo con la matemática y la ciencia que corresponda: nueve de cada diez dentistas, el coeficiente de impacto y absorción en la pisada, cuatro coma noventa y nueve litros a los cien kilómetros, ofertas a 1,99 € (antes a 2,00€), procesador de ocho núcleos, ahora hasta 500 gb por segundo, compresa de triple capa y triple absorción, sistema de doble cámara con sensor principal angular de 12 megapíxeles, colchón viscoelástico con tecnología cooler ... Querido ciudadano del mundo, no es extraño que después de tantas sesiones de televisión-basura, tránsitos cotidianos por calles empapeladas de reclamos publicitarios, cookies delatoras de tus preferencias de consumo, se te pongan los dientes largos y pienses que lo que tienes aquí y ahora es una puta mierda y que lo bueno, lo verdaderamente bueno, está por llegar. Y además, si los dineros no te alcanzan, para eso está, (ejem) Cofidis.

Lo maquiavélicmente perverso de todo ello es que no estamos locos, que sabemos lo que queremos, y que vivimos nuestras vidas igual que si fuera un sueño en el que la quiebra de las leyes de la lógica, los límites anestesiados que separan lo bueno de lo malo, la aceptación resignada de insensatez y la necedad son parámetros normalizados que definen nuestras vidas desde que nos levantamos hasta la hora de dormir y soñar sueños de verdad.

Así que, naturalmente, no les voy a contar nada que no sepan: la utilidad marginal de cada consumo adicional del mismo bien es cada vez menor. A pesar de lo que les hayan contado en la superproducción publicitaria, con su nuevo (y caro) teléfono seguirán reenviando los mismos memes y extraviando en el abismo de la tarjeta memoria aquellos selfies (de calidad aún más extrema), mantendrán los mismos intercambios (prescindibles en su mayoría) con sus contactos y perderán el poco tiempo libre de que disponen gestionando las opciones de sus apps de banca. Y no les quepa duda de que volverán a morder el anzuelo cuando compren su próximo teléfono móvil (más caro) cuya utilidad marginal será incluso, menor aunque sea plegable.

De la ventanilla con manivela manual nos pasamos al aire acondicionado y, de ahí, al climatizador, y, salvo que la tecnología industrial de la automoción nos depare un sistema de acondicionamiento ozonizado o con propiedades viricidas adaptables a según qué pandemia se halle en boga, esa vía muerta de la utilidad marginal decreciente será sustituida por la de la hiperconectividad, cada vez mayor, hasta que, ¡oh, maravilla entre maravillas! podamos ver una serie de Netflix, jugar despreocupadamente al Fortnite o (para los transgresores extremos) fumar un cigarrito culpable en los desplazamientos a la oficina.

Por desgracia, la Pachamama ha sufrido bajas considerables, ya que por la senda de la utilidad marginal decreciente o, mejor dicho, en sus cunetas, se nos han extraviado toneladas y toneladas de residuos metalúrgicos, derivados plásticos y circuitería industrial inservibles sobre cuyos sedimentos, como en especie de orogénesis, se yergue una montaña de chatarra formidable. Y en la cumbre de esa montaña de chatarra podemos ver a Elon Musk enarbolando la bandera del progreso, reivindicando un mundo más limpio, más sostenible, mejor.

Colón lavaba más blanco. Hurgo en la memoria y se me vienen a la cabeza conceptos como “blanco nuclear” (¡!), “triple poder blanqueador”, “blancura sin rotura”. Probablemente haya muchos más. Una vez agotada la utilidad marginal implícita en el color blanco, a alguien se le debe de haber ocurrido iniciar una cruzada publicitaria en defensa de los restantes colores ninguneados, y como nos hallamos en una sociedad inclusiva, hasta el negro, sinónimo de sucio en el imaginario colectivo, tiene su espacio en el mundo de los detergentes. Donde una vez hubo una humilde pastilla de jabón Lagarto, solitaria en su bacinilla de plástico verde en el armario debajo del fregadero, apareció después la caja de cartón con detergente en polvo que luego evolucionó hasta el tambor imperial de cinco kilos. Siguiendo los dictados de la utilidad marginal decreciente, el armario de debajo del fregadero tuvo que organizar el espacio para acomodar un botellón de detergente líquido genérico, otro (generalmente más pequeño) especial para prendas delicadas, además de los botellones opcionales especializados en manchas rebeldes, ropa de colores, prendas deportivas pestilentes y, por supuesto, el magnum de suavizante (por cierto, otro exponente de la utilidad marginal decreciente de las cosas). Lo gracioso de todo ello es que la ropa nos dura, por puro aburrimiento, dos telediarios, y los contenedores de la Humana y organizaciones similares no dan abasto para reintroducir en el ciclo del mercado los desechos de la cultura del shopping.

Consulto en la Wikipedia por curiosidad quién es autor (o autriz) del concepto, y al parecer se trata de la primera de tres leyes enunciadas por Hermann Heinrich Gossen, al que desde aquí testimonio mi agradecimiento al tiempo que presento mis disculpas, por haberlo empleado en vano, porque seguramente lo hasta aquí escrito no es más que el producto de mi apresurada -e interesada- interpretación osada de cosas de la ciencia con dos rombos.

Ya concluyo. Me acuerdo del astronauta pisando la luna por primera vez, y pienso, llegados a este punto, que los pasitos tecnológicos, cada vez más cortos, del ser humano quedan transmutados, por obra y gracia de esta especie de matrix publicitaria en la que nos hallamos inmersos, en grandes saltos para la humanidad. Mientras tanto, un maniquí atraviesa el espacio sideral al volante de un Tesla Roadster. Cuanto más lejos, mejor.


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