7 de agosto de 2020

Influencers

Siempre que cruzo la Puerta del Sol acabo fijándome en ellos: Super Mario, Minnie, Bart Simpson y otros engendros diseñados para consumo de niños y adultos idiotizados por la industria del ocio. Muñecos elefantiásicos de peluche descolorido que deambulan por la plaza con un humano de corta estatura asfixiado en su interior. También están los cuerpos atrapados entre dos tablones gigantes que proclaman la compra y venta de oro a precios imbatibles, que me recuerdan vagamente a los naipes del cuento de Alicia. Soy víctima de mis automatismos cognitivos e, indefectiblemente, pienso: vaya trabajo de mierda y vaya vida de mierda.

Siempre que paso por delante de la sucursal de una entidad bancaria acabo fijándome en ellos: Rafael Nadal, Pau Gasol, Fernando Alonso y otros tantos deportistas patrios cuya imagen, gracias a la asombrosa alquimia del marketing, se ha asociado con éxito a hipotecas, cuentas-nómina, créditos por emprendimiento y otros productos diseñados por los bancos con el último propósito de triunfar en la pugna por amorrarse a las nóminas de los ciudadanos de bien, admiradores confesos de las gestas deportivas de estos (copas, medallas, premios y demás honores) e inconfesos de las extradeportivas (yates, mansiones, bodorrios, y demás lugares comunes de la vida glamourosa). De nuevo atrapado por mis procesos automáticos de pensamiento, me indigno ante la naturalidad con la que todos aceptamos esta especie de intrusismo profesional en la que la reputación deportiva se convierte en aval de la solidez y fiabilidad de un producto financiero complejo. Antes de dejar atrás la sucursal imagino por un momento a Ana Botín protagonizando una campaña veraniega de promoción de productos Decathlon e, indefectiblemente, pienso en qué momento nos adocenaron y, a continuación, sufro una mini crisis existencial de secuelas transitorias.

En mis idas y venidas por internet a lo largo de los años, he ido construyendo una especie de cosmovisión paralela, la percepción de una realidad virtual complementaria de la realidad real. En sus comienzos, internet se me figuraba como un universo extraño en expansión constante que parecía no tener fin, pletórico de sorpresas, vueltas de tuerca inesperadas, piruetas tecnológicas deslumbrantes. En su día, todo aquello se me aparecía tan ideal y democrático, tan bueno, que no podía ser verdad y, en cierto sentido, daba igual si considerábamos lo verdadero como una cualidad de la realidad física... Una utopía feliz por oposición a las miserias tangibles de la vida cotidiana. Para mí, internet era un putiferio feliz e inabarcable en el que cada quien hacía de su capa un sayo. Durante algunos años aquello fue libertad sexual y plátanos para todos, pero luego aquel vasto universo comenzó a experimentar una fase de contracción-putrefacción inexorable, y acabó transformado en la aldea global degradada por la que transito en mis tiempos muertos de cada mañana.

Entre otras muchas plagas, la web está especialmente infestada de publicidad a la que resulta imposible sustraerse. Por poner un ejemplo, las noticias en los medios de prensa no son ya más que franjas estrechas flanqueadas de contenidos publicitarios teledirigidos, como regatos de información que a duras penas discurren entre un vertedero de anuncios contaminantes. La denominada “monetización” publicitaria está a la orden del día, y parece haberse convertido en un modo respetable de subsistencia al que aspiran youtubers, tiktokers e instagramers de todos los pelajes y condiciones que probablemente tengan como denominador común la aspiración de apartar la miseria a un lado haciendo lo que les gusta -o lo que no les gusta- pero todo bajo el imperio de la todopoderosa ley del mínimo esfuerzo. En el fondo, no es más que una variante del crea fama y échate a dormir en su versión 2.0, y que halla su exponente más notorio en la figura del influencer que, a través de sus seguidores, alimenta su caché en términos de monetización publicitaria. El (o la) influencer al uso no necesita ya sudar la jornada embutido en un muñecote de peluche ni tampoco haberse labrado una reputación previa dando patadas a un balón o emborronando cuartillas, que igual da. Lo importante a la postre es el cascoporro de seguidores que estén dispuestos a opinar sobre su vida, hurgar en sus miserias y -ahí está el meollo- consumir lo que el hombre anuncio consuma en un acto de empatía perversa probablemente estudiado hasta sus últimas consecuencias por sociólogos, psicólogos y escuelas de negocio. Todo influencer que se precie ha alcanzado el divino estatus de hombre o mujer anuncio, cuyo único y sencillo requisito es ser vos quien sois y del resto ya se encargan los poderes en la sombra que lo mismo le escriben un discurso al rey que colocan a Belén Esteban en la portada de un libro de recetas de cocina (esto último visto hoy, al pasar junto a un quiosco de prensa) .

Así que cada vez que deambulo por internet a tontas y a locas, me detengo a observarlos detrás de sus hipervínculos, a los influencers que, sin oficio pero con mucho beneficio, se llevan a media humanidad al huerto o, como se dice ahora, lo petan en una web que cada vez arde o se contagia o se indigna con mayor facilidad por un quítame allá esas pajas, por unos pelillos a la mar que no van a ninguna parte, aunque, visto lo visto y oído lo oído y leído lo leído, esa parece ser la trayectoria general del mundo. Sigamos consumiendo y a otra cosa, mariposa.





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