30 de noviembre de 2023

Sapiens estreñido no caga pepitas

    Se va acabando el todogratis para según qué simios. Quiero decir que, por ejemplo, los gorilas residentes en las montañas Virunga -cada vez menos, y no precisamente porque la zona se esté gentrificando- podrán aún seguir zampándose ensaladas de selva a todo plan: bufet libre de frutas y tallos verdes, veinticuatro horas siete días. Ni tienen que pagar la cuenta ni tampoco dejar propina, salvo los pipos de semilla que, convenientemente cagados por sus culos peludos, retornan a la selva que los parió. Por su parte, la susodicha madre naturaleza es, de natural (valga la redundancia), generosa y además no entiende de propinas: una super-máquina de producir materia verde comestible hasta el infinito y más allá sin mano de obra alienada ni seguros sociales ni sindicatos que la defiendan. No es necesario. De forma similar, los forzudos primates viven ajenos al quid pro quo, ni maldita la falta que les hace: la vida es así. En realidad, la vida ha sido así durante ocho o nueve millones de años. Ocho o nueve millones de años comiendo tallos y defecando pepitas de las que nacerán nuevos tallos. Primitivo, pero eficaz. Para que luego venga Napoleón desde el cerro de una pirámide a epatarnos a todos con el rollo de los cuarenta siglos que nos contemplan. En el casino del universo la apuesta mínima no debiera bajar del millón de años.

    Me pregunto dónde están -o cuáles son- las pepitas que caga el homo sapiens que, sin entrar en precisiones taxonómicas, no es otra cosa que un simio venido a más, especialmente durante los últimos cuatro o cinco mil años (fracción temporal, por cierto, irrisoria si se computan los años por millones).

    Hace menos de un siglo que nos sacamos de la chistera la Declaración Universal de Derechos Humanos en la que básicamente se reconocía a la raza humana, como tal, el derecho inalienable a comer tallos verdes de calidad en un hábitat confortable en el que la salud esté garantizada y el trabajo sea justo y necesario, sin reyertas por el territorio y donde cada cuál sea libre de expresar lo que piensa, que para eso somos sapiens: pensamos e imaginamos.

    ¿Y las pepas? Bueno, la Declaración habla de derechos humanos, pero nada dice en cuanto a las obligaciones de base: sin casa no hay desahucio injusto, sin campo no hay cosecha que robar ni trabajador al que explotar, sin plantas no hay medicinas que racanearle a los pobres. Si se dejan de atender ciertas obligaciones, la película de los derechos humanos se queda sin guion que la sostenga. Y esa obligación fundamental, en la parte que le toca al simio que ya se imagina colonizando Marte, no es el ordeño eficiente de una teta natural que más pronto que tarde acabará secándose. Nuestra obligación, como la del resto de las especies, es encontrar la manera de devolver un préstamo que no es un regalo. Si no cagamos las pepitas que nos tocan, el círculo no se cierra y, comparado con los millones de años que los gorilas y otros seres vivos llevan en este bendito terruño, nos quedan dos Telediarios.

    Nuestra especie, diría yo, debe de llevar estreñida, como poco, esos cuatro mil años que decía Napoleón. Todo ese tiempo comiéndonos los tallos verdes de la Pachamama sin cagar una mísera pepita. Desde tiempos inmemoriales el homo sapiens ha obviado esa tarea fundamental que consiste en dar un mínimo mantenimiento al atrezzo natural sobre el que se sustenta el escenario de lo que llaman, acertadamente a mi juicio, nuestro Gran Teatro del Mundo. En ese escenario se han venido representando en clave de drama, comedia y, a menudo, farsa todas las superproducciones de la razón que conforman la Historia de los hombres: imperios, revoluciones, arte, ciencia, religión, guerras, masacres y otras catástrofes humanitarias y también -como no- lo que llamaríamos ese pequeño corto de autor que lleva por título Declaración Universal de los Derechos Humanos.

    Cuatro mil años estreñidos por avaricia descerebrada. Pienso, luego expolio. Pienso y digo que el mundo está mal repartido. Pienso y parece mentira que no me dé cuenta a estas alturas de que a la cabeza de ese reparto injusto, por delante de pobres y otros desheredados, está nuestro planeta de colores. Para nosotros todo y para la naturaleza nada, salvo agradecimientos retóricos de poetas y turistas enamorados.

    Llegará un día en que Narciso, incapaz de descubrir su propio reflejo en una ciénaga podrida de microplásticos, miasmas y chapapote exija ante las Naciones Unidas que se respete su derecho inalienable a la propia imagen, lo que seguramente dará pie a un intenso debate en los mundos de lo virtual en el que la cuestión de fondo se verá poco a poco sepultada bajo toneladas métricas de necedades, absurdeces y demagogias vertidas a lo largo y ancho de X, Tik-tok y otros foros en los que se fabrica lo real (El lookazo de Narciso con la mascarilla que no querrás dejar de ponerte este invierno (nuclear)). Y esa cuestión de fondo sobre la que ya nadie va a discutir no es hasta dónde nos puede llevar esta apuesta por las tecnologías de última generación, más puras, cuya primordial finalidad, a lo visto, pareciera ser el disfrute del aire acondicionado durante todo el verano a coste cero o que todos pudiéramos desplazarnos como pollo sin cabeza en vehículos autónomos descarbonizados.

    Lo cierto es que la paradoja de Jevons se cierne sobre los salvacionistas tecnológicos con mando en la lista Forbes. Sospecho que los hombres como Gates, Musk, Bezos, Zuckerberg y Ellison buscan, ante todo, acumular los miles y miles de millones necesarios para garantizar su propia supervivencia de lujos y egos filantrópicos y la de las macroestructuras financieras e industriales creadas para dar soporte a sus encomiables proyectos de futuro feliz. Cualquier beneficio para el entorno derivado de estas megalomanías ha pasado a ser un mero resultado colateral, cuando no pura casualidad. Otra vuelta de tuerca del capitalismo.

    Pero volvamos a la soslayada cuestión de fondo. La cuestión de fondo son las pepitas. Esas pepitas que el homo sapiens nunca ha cagado; ese pufo que le venimos dejando al planeta desde los tiempos del Antiguo Testamento a sabiendas de que el Infierno no existe. A veces pienso que ser sapiens no tiene otro mérito que el de haber sabido aprovecharse miserablemente del tonto bondadoso, del indefenso y del humilde a cambio de nada o, a lo sumo, de un poco de forraje, no sea que el bicho se muera y no pueda seguir trabajando. Dice una bienaventuranza que los mansos heredarán la Tierra. No podía estar yo más en desacuerdo: como buen Valle de Lágrimas que es, la Tierra la han heredado -legítima, mejora y libre disposición- unos primogénitos desalmados. Gente de puño cerrado que nunca ha hecho -ni hará- el más mínimo esfuerzo por plantearse cómo empezar a devolver al planeta todo lo que generosamente nos ha dado y nos sigue dando. Además de justicia, es una cuestión de supervivencia. Pero no, nosotros seguiremos a lo nuestro, declarando Derechos Humanos, pero sin cagar pepitas, aquejados de un estreñimiento crónico por los siglos de los siglos. No sé si será un volcán en Finandia o la Falla de San Andrés, pero algún día, más pronto que tarde, reventaremos. Y ya.



    

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Me pongo a cagar pepitas desde ya.....no se si servirá para algo, pero por lo menos aliviará mi tracto intestinal.......

Anónimo dijo...

Como especie tenemos que arrimar el hombro. Bueno. El culo. Es por una buena causa.