16 de noviembre de 2023

Devuélvanme mi voto (sin penalización)

    Incluso las nefastas compañías de telefonía móvil nos avisan, y no precisamente por su tradicional apoyo al fair play contractual. Por fortuna, la ley está ahí para proteger a una de las partes del contrato, otorgándole el derecho a partir el mazo de la baraja cuando el otro incumple -gravemente- las condiciones pactadas. El que quiera romperse la cabeza un poco, no tiene más que leerse con cariño el artículo 1124 del Código Civil. Sin afán de abrir melones doctrinales y jurisprudenciales, me limitaré a constatar que el artículo en cuestión permite la rescisión de una relación contractual ante incumplimientos flagrantes. Protegernos de la arbitrariedad odiosa del donde dije digo, ahora digo Diego. De esta forma se evitan, por ejemplo, los tarifazos salvajes sin previo aviso, salvo que la compañía perpetradora nos anticipe la clavada unilateral y nos ofrezca -a regañadientes, eso sí- la posibilidad de un divorcio comercial a coste cero.

    Mucho, y muy enconadamente, se está debatiendo el tema de la amnistía para los sublevados de Cataluña. Como es bien sabido, los hechos alcanzaron su punto álgido en 2017. Según la Wikipedia, “el 27 de octubre de 2017 se aprobó en el Parlamento de Cataluña la declaración unilateral de independencia, que no fue reconocida por ningún Estado del mundo. Ese mismo día el Gobierno de España presidido por Mariano Rajoy intervino la autonomía de Cataluña mediante la aplicación del artículo 155 de la Constitución española y destituyó al presidente Puigdemont”. Y a fe mía que la cosa fue así, aunque no refleja la marea emocional de fondo que sacudió al país. La prensa en pie de guerra. En los telediarios apenas se hablaba de otra cosa. Las redes ardían, pero esta vez de verdad. Discursos del Rey subidos de tono... Yo no daba crédito a la situación: aquello que estaba aconteciendo en Cataluña seguramente debía ser delito con letras mayúsculas o, a lo fino, una subversión intolerable del orden constitucional.

    Negacionistas los habrá siempre y en todas las épocas, claro. Pero frente al nacionalismo mesiánico que sostiene que en Cataluña la tierra es plana, opongo yo mi derecho inalienable al sentido común, si es que el el sentido común aún sirve para algo hoy en día: “guerra”, no es otra cosa que la operación especial comandada por Vladimir Putin en Ucrania; “masacre indiscriminada” describe perfectamente lo que están perpetrando las fuerzas israelíes en Palestina y “delito” -y no otra cosa- fue la asonada institucional que se lió en la comunidad autónoma de Cataluña el 27 de octubre de 2017.

    Han llovido dos elecciones desde entonces. Tras los sucesos de hace cinco años, la segregación política de un pedazo de España, defendida a cara de perro por ciertos partidos minoritarios de ámbito regional, es una cuestión que, a mi juicio, debiera prevalecer sobre las planificaciones económicas y demás políticas migratorias, sociales, sanitarias que constituyen la chicha sabrosa de una campaña electoral. Al fin y al cabo, esto es Europa, donde las batallas electorales se libran a cuenta de ciertos retoques legislativos de corte progresista o conservadora, según los casos: obra menor en un sistema, el nuestro, que lleva en marcha desde que se murió Franco hace ya más de cuarenta años. Precisamente porque no estamos en Argentina, el problema de Cataluña es, comparativamente, más relevante.

    En España votamos todos los españoles. Así las cosas, resulta que en las últimas elecciones el Partido Socialista, el Partido Popular y Vox han sumado doscientos noventa y un escaños de los trescientos cincuenta que conforman el arco parlamentario español. Por su parte, los independentistas catalanes suman siete u ocho escaños. En fin, no hace falta ser licenciado en ciencias exactas para constatar que, hoy por hoy, el turrón parlamentario se lo rifan esos doscientos noventa y un escaños. Todos ellos sin excepción se rasgaron inequívocamente las vestiduras ante aquel conato de rebelión capitaneado por prófugos (a día de hoy) y expresidiarios (también a día de hoy). Doscientos noventa y un escaños, tres bloques ideológicos de distinto signo, intentando darle gusto a la ciudadanía española que les votó, cada uno con su fórmula magistral para administrar el as de bastos de la justicia en el lomo de los promotores del desafuero soberanista. La cuestión de fondo era tan obvia y el posicionamiento político tan cercano, incluso entre formaciones tradicionalmente antagónicas, que el castigo a los rebeldes ni siquiera fue materia de programa electoral. Por análogas razones tampoco las compañías de telefonía publicitan en sus ofertas la gratuidad de las llamadas de Whatsapp en la tarifa de datos. Va de suyo. Votantes afines y clientes no esperan otra cosa.

    Por desgracia, cuando lo que está en juego es quién manda en España, las reglas cambian. Y mucho. El afán de mantenerse en el poder justifica cualesquiera medios empleados para ello, en la medida en que éstos no perturben las fronteras de lo que es constitucional. En este sentido, nuestra norma fundamental no entiende de mentiras ratoneras ni de traiciones al electorado. Las categorías morales no son lo suyo. Y lo entiendo, mal que me pese.

    A la vista de la amnistía en ciernes, tanto la derecha conservadora del Partido Popular como el facherío más radical de Vox se revuelven furibundos en los escaños del Congreso y, llegado el turno de palabra, vociferan acusando al Presidente en funciones de traidor y mentiroso. Debo admitir que razón no les falta, y que acierta el ladrón cuando piensa que todos son de su condición. Al otro lado, la bancada progresista invoca el respeto a las mayorías parlamentarias y, por extensión, al juego de la democracia según las reglas que marca el Estado de derecho. También tienen razón pero, qué quieren que les diga: en el fondo me doy cuenta de que no son más que otra banda de tahúres con un as en la bocamanga, apoltronados en el lado dulce del mandato, al socaire de la Constitución. ¡Tramposos, tramposos!, gritan enrabietados los diputados de derechas. ¡Cruz y raya, cruz y raya!, les responden entre risas mal disimuladas desde los escaños de enfrente.

    Es una lástima que el artículo 1124 del Código Civil no se aplique a la política en general. Lo cierto es que cuando un ciudadano vota a un tipo, o a la formación política que ese tipo representa, por decirlo de alguna manera, está aceptando las condiciones generales ofertadas en su programa electoral. El votante, además, ha de sentirse confortable con esa especie de responsabilidad social corporativa del partido al que va a votar: unos valores éticos, morales, sociales y demás compromisos programáticos proclamados orgullosamente una y otra vez por los líderes cabeza de cartel en mítines y discursos televisados a lo largo y ancho de la campaña. Todo muy bonito, aunque, al igual que sucede con las compañías de telefonía móvil, la cosa tiene truco: y es que el voto lleva aparejada una permanencia de cuatro años, no negociable.

    Llega, pues, la hora de empezar a mandar, la hora de cumplir con lo prometido. Apenas jurada (o prometida) la Constitución, el partido en el poder, al más puro estilo de las telefónicas, empieza a guarrear con la factura electoral, a subir tarifas, a cobrar por esto y por aquello, a introducir conceptos nuevos aduciendo coyunturas económicas, imprevistos geopolíticos, razones de Estado... Es también habitual, y muy socorrido, echar balones fuera hacia las burocracias inatacables de la Unión Europea, algo así como un universo paralelo en el que habitan todas las realidades posibles, como en las películas de la factoría Marvel.

    Así las cosas, todo puede mutar. El ciudadano se las ha de tragar dobladas donde y como sea menester. Rehenes de la permanencia contratada, a los votantes de buena fe no les queda otra que contemplar atónitos cómo el partido de turno en la Moncloa se va limpiando el culo, poco a poco, con las cuartillas del programa electoral. Por desgracia, el voto no es revocable. Es realmente una lástima que no sea posible, de alguna manera, aplicar el 1124 del Código Civil al contrato social que en cada legislatura suscribe el gobierno electo con quienes han depositado en las urnas su confianza y sus esperanzas de un futuro mejor. Esas urnas que hablan una sola vez para permanecer amordazadas durante los cuatro años siguientes. Ahora que van a conceder la amnistía a unos delincuentes sin voluntad de arrepentimiento, sólo le pido a Dios me conceda la oportunidad de poder rescindir mi contrato social con el Partido Socialista Obrero Español sin penalización alguna y, de alguna forma, restarles mi voto. En los siguientes comicios votaré, por supuesto, a Pepephone. 

    Es broma. Creo que no votaré.


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