1 de agosto de 2011

Ubuntu

Imagínense cuatro ruedas apiladas en la esquina de en un taller mecánico. Llévenselas a su casa. Diríjanse ahora a una tienda de accesorios del automóvil y adquieran un par de espejos retrovisores. Después, acérquense al desguace que les quede más a mano y regateen por cuatro puertas y un chasis en buen estado, preferiblemente del mismo color. Por si no lo sabían, en Ebay pueden agenciarse con un buen motor diésel o gasolina a precios razonables. Búsquense la vida según Dios les dé a entender y vayan haciendo acopio mental de asientos, parachoques, cinturones de seguridad, limpiaparabrisas, carburador, amortiguadores y demás piezas que componen el sumatorio fragmentado de un vehículo cualquiera.

Si el montaje de las miniaturas que acechan en el interior de un huevo Kinder ya supone un reto diabólico las más de las veces insuperable para el ser humano corriente, piensen ustedes en el coche desmantelado de más arriba. Por descontado que no les voy a pedir que me lo ensamblen, ni  falta que hace, por dos razones obvias: La primera es que esto no pretende ser más que un ejemplo ilustrativo y la segunda es que para eso están las cadenas de montaje de un puñado de conglomerados industriales que ya le han hecho a ustedes el favor de armarles el coche a cambio de los doce mil Euros de vellón que les van a cobrar en cualquier concesionario si es que se lo quisieran llevar puesto.

A lo que vamos. Ya puestos, háganme el favor de imaginarse ahora un conjunto heterogéneo de programas informáticos que, como las piezas dispersas del coche imaginario de más arriba, tienen funciones perfectamente definidas: Un procesador de textos, el navegador de Internet, una utilidad de diseño gráfico, un gestor de descargas legales o ilegales (eso lo deciden ustedes), un impagable sudoku, un programa para chatear con su amante o con su cuñado de Melbourne en las largas noches de invierno, un reproductor de Dvd y un sinnúmero de artilugios virtuales que no voy a seguir enumerando por cuestiones de espacio y sobre todo para no aburrirles más de lo estrictamente necesario. El denominador común de todos estos programas informáticos, por ser condición necesaria para el funcionamiento de todos ellos, es -llamémosle- un motor especial denominado Linux, pero que también se podía haber llamado Matthiux, Juanix o Bertux, sólo que el tipo que se lo inventó es un finlandés de la quinta del 69 que se llama Linus; Linus Torvalds para más señas, y que actualmente vive en los Estados Unidos cuando no anda dando conferencias por ahí. Si desearan documentarse sobre la vida y milagros de Torvalds, sean tan amables de consultar la Wikipedia, que para estos menesteres siempre viene de perilla.

Igual que las cuatro ruedas arrumbadas en el rincón del taller del primer párrafo no cobran pleno sentido hasta que, alineadas en sus ejes, reciben el impulso explosivo de un motor de cuatro tiempos y les transportan hasta Benalmádena o al Carrefour, a ustedes no les va a funcionar ninguno de los susodichos programas sin un motor Linux instalado bajo el chasis de su ordenador.

Para terminar con esta fastidiosa introducción al epígrafe de la entrada, me restaría añadir algo que parece obvio cuando el referente resulta ser el mundo del automóvil, pero que quizá no lo sea tanto cuando nos movemos en el campo de la informática. Si, dependiendo del tamaño de su bolsillo y/o de su ego, pueden ustedes optar por comprarse este o aquel vehículo entre las más de cincuenta marcas de coches que actualmente se comercializan en España, parecería lógico que algo similar sucediera con ese otro producto de consumo masivo -el motor y los programas- que habita y corretea por el conglomerado de circuitería impresa, transistores, ternillas, cartílagos y otros huesitos y miniaturas tecnológicas de plástico, silicio y baquelita que, ensambladas, forman el cuerpo de los de más de mil millones de ordenadores que hoy por hoy existen en el mundo. Curiosamente esto no es así.

¿Qué es Ubuntu? Ubuntu es, precisamente, ese conjunto de programas o utilidades informáticas de los que les hablaba al principio convenientemente ensamblados en torno al motor Linux, y empaquetados como un solo producto bajo ese nombre. Ubuntu vendría a ser como el Yo que anima y da vida al mecanismo inerte de un ordenador. El resto de la ecuación orteguiana; o sea, la Circunstancia, la ponen ustedes con sus vídeos caseros, el salvapantallas de Justin Bieber, sus documentos personalísimos y, por supuesto, todo ese contingente de música y películas comprimidas que hacen de la mayoría de sus máquinas verdaderos templos consagrados a la anarquía cultural. Ubuntu es un producto prêt-à-porter o mejor dicho prête à installer en esos reductos independentistas, rebeldes y comprometidos con el reciclaje y las teleseries de la HBO que, sin duda, son sus hogares.

Si ustedes, Improbables Lectores, anduvieran buscando sistema operativo y una suite de programas a juego con su salvapantallas de Justin Bieber y, de paso, el resto de su respetable Circunstancia Tecnológica, sigan mi consejo e instálense Ubuntu, lo que podrán realizar sin mayores complicaciones por cualquiera de los múltiples orificios que sus complacientes máquinas disponen para ello, si exceptuamos -no me sean brutos- la toma de corriente, claro está.

Para ser franco, les confesaré que ya me había dado cuenta de que probablemente ninguno de ustedes se haya desayunado esta mañana con la idea de instalarse un sistema operativo nuevo, entre otras cosas porque el mero hecho de que anden ustedes leyendo (en diagonal, seguramente) estas líneas, evidencia que en su ordenador ya reside un Yo que alberga su Circunstancia Tecnológica lo que, en términos utilitaristas, desaconseja embarcarse en este tipo de empresas. Cierto. Pero permítanme recordarles que el consumo tontorrón de bienes redundantes es lo que a la postre, y hoy por hoy, sostiene la tramoya del Gran Teatro del Mundo en que habitamos. No creo, por tanto, que las cuestiones prácticas deban suponer un escollo insalvable: Donde cabe un sistema operativo caben dos y, créanme, se les van a seguir saliendo los gigabytes por las orejas. Por desgracia GNU/Linux, y por extensión Ubuntu, es gratuito, lo que a priori descarta glamurosas campañas publicitarias que reorienten convenientemente la brújula de sus deseos y les hagan, por fin, darse cuenta de que necesitan instalar Ubuntu en su ordenador. La realidad está llena de televisores planos, Angry Birds, Ipads y zapatones MBT. Repitan conmigo: Mindfucking, mindfucking, mindfucking...  El caso es que todos hemos perdido ya hace tiempo la virginidad cerebral, mal que nos pese, así que espero que no me lo tengan en cuenta si entre estas líneas hallan, encubierta, un poco de publicidad bienintencionada y, por supuesto, gratuita, toda vez que quien esto escribe no obtiene otro beneficio que la satisfacción que le producen sus esporádicas visitas.

Si a su disco duro le sobran veinticinco Gigabytes, allí podrá encontrarle un hueco a Ubuntu sin mayores problemas. El programa de instalación constatará imparcialmente que su Yo de usted y su actual Circunstancia, también de usted, ocupan, pongamos que cien Gigabytes o 100 Gb para los amantes de los apócopes y los guarismos. A continuación, el programa le preguntará (cual tendero o camello) que cuánto espacio quiere. Veinticinco Gigabytes serán suficientes para instalar Ubuntu y, con él, su flamante otro Yo y su futura Circunstancia. Y ahora prepárese para disfrutar de los perversos placeres de que le va a proporcionar la bigamia informática, porque la próxima vez que arranque su ordenador podrá elegir entre hacer el amor con su pareja de toda la vida o follar con la reina del baile. La más hermosa escoja usted.

A quienes continúen leyendo, les anticipo que, más allá de lo indicado arriba, no hallarán aquí ningún tipo de instrucciones de instalación específicas. Únicamente les reiteraré que no es necesario eliminar lo que ya existe, si es que lo que ya existe resulta ser un sistema operativo patentado por una multinacional domiciliada en Redmond, Washington bajo la denominación de un popular elemento arquitectónico, lo que probablemente sea el caso. Por lo demás, les animo a que tecleen “Ubuntu” en la celdilla del navegador, y permitan que su sentido común se encargue del resto. A falta de instrucciones, les compensaré con razones. Y buenas:

La primera ya la he apuntado más arriba: Ubuntu es gratis et amore como el aire, como casi todos los besos o como los periodiquillos que reparten en los bares y las estaciones del Metro. Desde luego, obtenerlo por nada tiene sus inconvenientes técnicos, aunque no son insuperables. Me limitaré a decir aquí que basta con que ustedes entiendan en qué consiste guardar en su ordenador cosas que existen fuera de él y también que, una vez almacenadas en el interior de sus máquinas, sean capaces de trasladar permanentemente esas cosas a la superficie especular de un Compact-Disc o CD para los incondicionales de los acrónimos. Dicho lo cual, y sin ánimo de humillar, debo informarles de que si llegados a este punto no se les alcanza lo que quiero decir, y tienen menos de cincuenta años, mejor abandonen el empeño, sin más. Si se me permite, además, les recomendaría encarecidamente que hicieran un ejercicio de instrospección preventiva por si, inadvertidamente, hubieran decidido apearse del mundo en marcha antes de tiempo. En cualquier caso, las dudas a este respecto se las podrá aclarar con total solvencia su hija de doce años.

La segunda razón cae por su propio peso. Hasta ahora, Ubuntu se ha mostrado inmune a los virus informáticos. Aunque suene a eslogan televisivo, elegir Ubuntu es apostar por un Yo informático saludable, en el que su Circunstancia se desarrollará rubia, florida y rozagante aun cuando usted, en el fondo, resulte ser un politoxicómano virtual execrable, de esos que se saltan sin sonrojo los controles de audiencias y triplican la tasa de lo políticamente correcto. Aún a costa de hacer un poquito de realismo sucio, permítanme susurrarles en el oído que la inmunidad vírica reporta ventajas innegables, tales como el acceso sin recelo ni melindres a los casinos de juego o a los dominios web que alojan los proverbiales torrents y, cómo no, a las telecasas de lenocinio visual o páginas guarras, para entendernos. Hasta donde yo sé, no son éstas actividades ilegales en sí mismas y me consta que cuentan con una nutrida base de usuarios curtidos en troyanos, sifilazos, gonorreas y otras dolencias punto com, que estarían encantados de abonarse a un sistema operativo que les permitiera navegar con patente de corso por esas pantanosas aguas virtuales. No veo por qué esta ventaja comparativa, aunque venial y prosaica, no pueda incorporarse al elenco de virtudes y excelencias de Ubuntu y como tal ser difundida sin complejos. Igual que no tiene sentido tachar de pesetero o roñoso al que encuentra atractiva la gratuidad de Ubuntu, tampoco debiera deducirse que quien preste oídos al argumento que aquí se propone sea un putero, un ludópata o un saboteador... O sí, pero allá cada quien con sus pareceres.

En tercer lugar, Ubuntu cuenta en todo el mundo con una extensa red de usuarios que, por la razón que sea -yo aún no lo tengo claro- se empeñan en quebrar una y otra vez las leyes de la lógica mercantil, proporcionando e intercambiando asesoría y conocimientos sobre el sistema operativo de Torvalds/Stallman a cambio de nada. Una masa de Gente Anónima que incomprensiblemente sacrifica su precioso tiempo en el noble empeño de desfacer entuertos, aliviar cuitas y prestar la ayuda que sea necesaria para solucionar las cagadas del usuario novel y -por qué no reconocerlo- las deficiencias del sistema, que también las tiene. Entendámonos: si usted se compra un utilitario para ir a trabajar y acercarse con la familia a la playa o copular con su pareja en el asiento de atrás, usted sabe positivamente que no se ha comprado el Ferrari de Fernando Alonso que; entre otras cosas, carece de asiento de atrás. Y no hace falta que algún conocido se lo recuerde con ánimo de polemizar disfrazando de desventajas lo que sencillamente no es más que ausencia de prestaciones de rendimiento extremo y utilidad marginal casi nula. O dicho de otra forma: si usted es de los Improbables Lectores que se lamentan amargamente porque el programa para renderizar fractales incluido en Ubuntu no cuenta con ésta o aquélla funcionalidad que sí tienen determinados programas de pago, entonces Ubuntu tal vez no sea para usted o, sencillamente, es que no ha buscado lo suficiente... Bueno, el caso es andaba yo quitándome el sombrero delante de la masa de Gente Anónima que se parte el pecho por el prójimo informático, lo cual me consta porque yo he sido -y aún soy- prójimo informático y grumo de esa masa bondadosa que, a otro nivel, aún me hace albergar esperanzas de futuro para esta humanidad de lobos en crisis. A los hechos me remito, para lo cual, y si tienen interés, les recomiendo se den una vuelta por aquí.

Me consta que llevan años gastándose un pico de dinero en adquirir licencias de sistemas operativos privativos o bien ahorrándose ese pico de dinero chuleándole de matute esas mismas licencias a determinadas multinacionales omnipotentes. No se engañen: Esas multinacionales saben quienes son ustedes y se han quedado con su cara (o con su IP), pero hacen la vista gorda por la sencilla razón de que, en el fondo, no están más que adiestrándoles en el uso de tecnologías de pago privativas, recortando primero y puliendo después sus aptitudes informáticas para hacer de ustedes piezas que encajen sin fisuras en el rompecabezas empresarial del sector terciario. Empresas como Microsoft o Apple no son en el fondo más que la encarnación de una perversa metonimia cultural de proporciones universales donde la parte está a punto de suplantar con éxito al todo. Es por ello por lo que quisiera recordarles que, además del alféizar de las ventanas de William Gates Tercero, existen otras formas de asomarse a la pantalla de su ordenador. Y, por cierto, la manzana no es la única fruta del jardín. Desde aquí les invito a que salgan a conocer mundo, a buscarse la vida virtual. No se arrepentirán.

Ustedes, estimados Lectores Improbables, tienen elección. Ustedes pueden. No se me amilanen anticipando dificultades y retos tecnológicos insalvables; no hace falta haber superado máster en bioingeniería para que uno sea capaz de manejarse a sus anchas en el entorno intuitivo y amigable que les proporciona Ubuntu. No obstante, sí es cierto que existe un requisito indispensable que deben cumplir a priori para congraciarse con el sistema, y éste consiste en dominar el arte de copiar primero y pegar después cadenas de texto en un pequeño televisor o "Consola" que no es más que una pequeña ventana negra receptora de instrucciones o comandos específicos a través de la cual, y entre otras cosas, podrán apañar esporádicos desajustes. Para que me entiendan, si un buen día les duele la cabeza, no tienen más que bajar a la farmacia y adquirir una caja de aspirinas. La posología es sencilla como el asa de un cubo: abren ustedes la boca y se administran la píldora de ácido acetilsalicílico. Considero que a ninguno de ustedes le ha producido mayor angustia ni remordimiento el desconocer los procesos industriales que conducen a la fabricación de la aspirina (“el ácido salicílico y el anhídrido acético se alimentan a un reactor de acero inoxidable. La temperatura debe mantenerse a menos de 90ºC, con buen control de temperatura a lo largo del ciclo. Tras dos o tres horas, la masa de reacción se bombea a un filtro, y de allí a un cristalizador, donde se mantiene a 0ºC. Los cristales obtenidos se centrifugan, lavan y secan (0'5% humedad); el licor madre se recircula (...)”. Ustedes se conforman con saber que al rato de haberse administrado un pastillazo por vía oral probablemente se sientan mejor, y dejan el por qué y las razones de fondo en manos de la farmacopea y la química, que bastante tienen ya con currar y ser expertos en lo suyo, que es con lo que a fin de cuentas se ganan el sustento. Bien, pues en el caso de Ubuntu este razonamiento es, o debiera ser, sustancialmente el mismo. Pongamos que a alguno de ustedes esta entrada le ha pillado con las convicciones laxas y la mente abierta y lubricada, así que decide descargarse Ubuntu e instalarlo en su portátil o en su ordenador de sobremesa, lo cual le llevará unos veinte minutos en el peor de los casos. Dicho y hecho: Tras arrancar el ordenador e indicarle que no desea ponerlo en marcha a las órdenes de El Otro Sistema Operativo, empieza a trastear con el bicho y no pasa mucho tiempo hasta que descubre que usted no es capaz de reproducir música en formato mp3. El remedio es simple: abra usted la mentada Consola y, aunque le suene a chino, no se agobie y teclee sin miedo el siguiente remedio: sudo apt-get install ubuntu-restricted-extras. Ahora pulse Enter. Al Igual que la aspirina es mano de santo para el dolor de cabeza, esta suerte de galimatías obra milagros cuando de reproducir archivos mp3 se trata. En Ubuntu, la solución para la mayor parte de los problemas del usuario corriente y moliente reside, simplemente, en copiar primero y pegar después en la Consola ciertas fórmulas arcanas, cual si de un hechizo de Harry Potter se tratara, como la que acabo de reproducir más arriba, que le serán revelados tras una simple búsqueda en Google. En resumidas cuentas, lo que quisiera dejar claro aquí es que la falta de conocimientos informáticos especializados no debiera ser motivo o excusa para que ustedes den por imposible la tarea de instalar y después manipular Ubuntu a sus anchas, salvo que también se les antoje insuperable combatir la jaqueca mediante la ingesta de una aspirina cuya génesis y funcionamiento no alcanzan a comprender del todo.

Existen también razones de índole ética por las que no sólo ustedes, estimados e Improbables Lectores, sino también los restantes seis o siete mil millones de personas que aún no han visitado este Blog, debieran utilizar Ubuntu u otros derivados de GNU/Linux en lugar de los actuales sistemas privativos de pago. De eso sabe bastante un hombre con aspecto de Jesucristo cervecero llamado Richard Stallman, que desde comienzos de los ochenta anda defendiendo a capa y espada la idea de “software libre”, que es toda creación de software sobre la que no se imponen trabas de índole legal o económico, de tal forma que quienes la usen puedan hacerlo en el sentido más amplio del término; esto es, copiarla, estudiarla, modificarla y distribuirla a sus anchas. El ideario que defiende Stallman es relativamente complejo, o al menos va más allá de las pretensiones lúdico-divulgativas de esto que aquí escribo, así que me conformaré con decirles que a mí me parece una muy buena cosa que nadie acapare o esté en disposición de acaparar, al abrigo de las leyes, aquello sobre lo que se sustenta gran parte de nuestro futuro; porque al final siempre es lo mismo: Los que pagan tienen futuro y los que no, aunque quieran y lo merezcan, que la chupen y sigan chupando, que diría Maradona.

Para terminar, les diré que Ubuntu es una palabra hermosa. A mí me gusta más que Querétaro. Ubuntu se nos aparece en la imaginación sin apenas esfuerzo: un lugar exótico y hermoso; un capricho de jeque viajero, lejos de bodorrios reales de conveniencia, tragedias griegas, desfalcos institucionales, excesos dionisiacos, psicópatas noruegos, Dominique Strauss-Kahn y demás postales desoladoras con las que cada mañana nos desayunamos sin excepción. Si usted, amigo Lector Improbable, está en paro o de vacaciones -o ambas cosas- no se lo piense dos veces: descorche su mejor lata de cerveza, dele gusto a su viejo portátil (con Ubuntu le funcionará más rápido, se lo aseguro) y póngase manos a la obra:


Sin más, este Usuario Razonablemente Infeliz les desea pasen un agradable verano de siestas, diletancias y remojos.


La canción de hoy, especialmente recomendada para purgar con eficacia las secuelas del stress pre-vacacional:

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