17 de junio de 2011

El Ninja de Los Caños

Andaba yo tumbado sobre las mullidas arenas de una playa de Cádiz, hace dos o tres semanas... Quiero decir, para ser más exactos, que yacía yo postrado panza arriba encima de un pareo étnico de colores desplegado sobre las mullidas arenas de una playa nudista en los Caños de Meca. Aclaración necesaria para el caso de que mis Improbables Lectores hayan imaginado que quien esto escribe tiene la costumbre de desplazarse trabajosamente a cuatro patas como un Gollum cualquiera en busca de su tesoro. Aunque tal vez pudiera deducirse de la lectura de entradas anteriores de este blog, les aseguro que no es así, que (discapacidades mentales al margen) soy un bípedo normosómico del montón.

El caso es que disfrutaba yo de un mediodía de agosto en la playa, a comienzos del mes de mayo....

[NOTA: aquí, el presente se difumina; empiezan Vds. a leer mi voz en off mientras viajan al pasado reciente de este cronista Razonablemente Infeliz, que ahora se les aparece setecientos kilómetros al sur de la península, semi desnudo y embadurnado de protector solar de saldo, casi reflectante, en un mundo Technicolor donde reinan la toalla y el tinto de verano, y el estar mojado o estar seco marca el límite de la trascendencia de las cosas, como un Ser o No Ser apto para todas las edades mentales.]

...repantigado encima del pareo étnico, mi miniyo pudorosamente oculto bajo la licra del bañador, mientras a mi alrededor, por contra, todo es carne trémula en pelota picada. Deslumbrado por la luz, entrecierro los ojos debajo de la visera del gorrito mientras medito con perezosa lascivia sobre las virtudes y miserias del tetamen de la muchacha que retoza con su pareja unos metros más allá, casi al borde de las olas, dóciles tras la tormenta de la noche anterior. Un par de tetas rotundas y salvajes recién salidas del agua, pero que con el correr de los minutos han perdido gran parte de su atractivo, recalentadas al sol y, finalmente, reblandecidas hasta la derrota por esas cosas de la gravedad inexorable (a lo que probablemente también contribuya el manoseo desganado de su pareja). Qué tristeza contemplar cómo unos pezones netos, oscuros y disciplinados mutan y se tornan desvaídos, derrotados e imprecisos. Regresa sin demora, muchacha, pienso yo, regresa al agua salada y no retornes hasta que todo vuelva a estar en su sitio... La muchacha tiene las piernas cortas y el pubis rasurado con la melancolía geométrica de una tira de cinta aislante.

Entre calada y calada dejo transcurrir plácidamente la mañana desde el balcón de mi gorro,  mirando a los bañistas pasear por la orilla como Dios los había traído al mundo: cuerpos musculados hasta la deformidad tras demasiadas sesiones de gimnasio, carnes tatuadas con mejor o (generalmente) peor fortuna, sexos de ambos sexos depilados con esmero anatómico-forense que me traen a la cabeza palabras como “glande”, “vulva” o “prolapso”, barrigones cerveceros, sirenas de biomanán y neptunos de clembuterol. Al fondo, el mar y el cielo, cada uno azul a su manera, restan importancia a todas las cosas.

Por el único acceso medianamente transitable entre la escarpa de rocas y pinos que protege la playa desciende hasta la arena una comparsa de adolescentes, todos ocultos tras enormes gafas de sol de patilla gorda. Uno de ellos, embutido hasta los tobillos en un bañador-toldo de pesadilla hawaiana, se acerca hasta donde yo me hallo y me pide fuego con acento andaluz para el porro que lleva en la mano. En la otra porta un móvil que supura una melodía ratonera. Saco el mechero de la mochila, se enciende el porro y luego se aleja en pos de su cuadrilla dejando tras de si una estela de música y humo adulterado.

A ratos, no sucede nada, pero yo tampoco me decido a retomar la lectura del ensayo de Slavoj Žižek porque lo abra por donde lo abra, el libro se empeña en amargarme las vacaciones. Después de leer cosas como “(...) en pocas palabras: la alborozada logomaquia deconstruccionista enfocada en el esencialismo y en las identidades fijas lucha a fin de cuentas contra un hombre de paja -lejos de contener algún tipo de potencial subversivo, el disperso y plural sujeto (...)” a uno se le queda la autoestima por los suelos y se acuerda de ladrillo de Stieg Larsson que se dejó Madrid en un arrebato de soberbia intelectual. En fin, a pesar de nuestras limitaciones, fumemos. El plural mayestático siempre es consolador. Fumo y observo pensativo la línea del horizonte con las piernas cruzadas y la estética de un Buda que ha conocido mejores tiempos. El horizonte, como un encefalograma plano, es una metáfora perfecta de mi estado mental. No soy más que un trozo de carne que mira y respira. Om.

En plena pájara existencial deshago la postura místico-gallarda antes de que aquello degenere en una lesión de fisioterapeuta y aprovecho para reorientar el cuerpo anquilosado sobre el pareo, de forma que vuelvo a enfilar la mirada hasta las rocas desde las que se accede a la playa. Al cabo, entra en escena una pareja de holandeses con dos querubines rubios plagados de mocos. Llevan consigo una batería de complementos veraniegos muy vistosos y aventureros, de aspecto ecológico. Ella es pecosa, frisosajona, contundente, y luce unos gemelos que ya quisiera para sí un futbolista de primera división. Él, sin embargo, es rubiajo a medio cocer y mas bien delicadito, por no decir enclenque, lo que me hace pensar en ella como autora carnal directa y en él, en un discreto segundo plano, como el mero inductor intelectual de los dos mocosos que ya corren, chillando de júbilo, hacia el agua. Pasan de largo los holandeses y sus bártulos en busca de un pedazo de playa que colonizar; algo así como poner una pica en Flandes, pero al revés; y más fácil, pienso yo si trocamos pica por sombrilla y nacionalizamos el chemin des Espagnols... En estas disquisiciones trascendentales me hallo sumido cuando, de repente, un bulto inmóvil al filo de una roca llama mi atención. Por la forma y volumen y, sobre todo, por las gafas de espejo con montura azul que rematan el conjunto, podría asegurar que lo que hay debajo de la palestina de cuadritos rojos y blancos es una cabeza humana, como una especie de versión macarra-revolucionaria del Hombre Invisible. No soy el único que se ha percatado de la situación. La dueña de las tetas deflacionarias y su pareja han dejado en suspenso los escarceos amorosos y ahora también observan con curiosidad. El sol se refracta con intensidad castrense en los cristales de las gafas y resalta con violencia cromática el colorido de la palestina. Con un balanceo sutil a uno y otro lado la cabeza mercenaria inspecciona pausadamente el entorno que, militarmente hablando, carece de relevancia estratégica: los mocosos holandeses juegan a su bola en la orilla y un perroflauta renegrido y flaco, cargado de rastas, piercings y tatuajes diversos atraviesa la escena a grandes zancadas y se va perdiendo de vista casi al tiempo que las olas borran sus huellas.

Al volver la mirada hasta las rocas compruebo que la situación ha cambiado. A la cabeza mercenaria se suma ahora medio cuerpo completamente tapado por una camisa de manga larga estampada con grandes cuadros verdes, abotonada hasta el cuello y las muñecas; una camisa de esas de franela con estética de leñador que se amontonan en los saldos y rebajas de los grandes almacenes en cualquier época del año. La cabeza continúa pivotando con suavidad mientras el resto visible permanece inmóvil, los brazos separados en tensa alerta, las manos desplegadas fuera de los puños de la camisa. El conjunto me recuerda ahora a una especie de neotuareg fundamentalista de colores chabacanos. De repente, todo se precipita. Dos saltos consecutivos para encaramarse primero a la roca y, desde allí, cuajar un aterrizaje de impacto sordo sobre la arena, cuya onda expansiva ha transformado en viñeta de cómic la realidad circundante en un perímetro de diez metros a la redonda. Al fin revelado en todo su esplendor, este inclasificable action-man ahora posicionado en actitud de combate contra nadie en particular luce un foulard con el que ciñe a la cintura la camisa de cuadros verdes. Bajo los faldones de la camisa, remata el conjunto un par de calzones de neopreno oscuro ajustados hasta los tobillos y  escarpines a juego.  Al fondo, el fru-fru monótono de las olas y los chillidos lejanos de los críos retozando en la orilla subrayan la incongruencia sublime del momento. Nuestro hombre, ligeramente encorvado, inicia un movimiento evasivo lateral que yo definiría como una mezcla entre el trote de los cangrejos y el crusaito de Rodolfo Chiquilicuatre. Sin dejar en ningún momento de escrutar el entorno tras las gafas, tal vez en busca de un archienemigo que se retrasa, esta leyenda urbana continua su desplazamiento escorado y se aleja por idéntico camino por el que minutos antes ha desaparecido el perroflauta. Aquí nadie ha dicho esta boca es mía.

Calculo que transcurren unos sesenta segundos estupefactos (no sólo la lectura de Slavoj Žižek me provoca episodios de bloqueo mental) hasta que por fin enderezo el timón de la realidad. La pareja de tórtolos nudistas parece comentar lo sucedido entre risas mientras dirigen insistentemente sus miradas al lugar por el que se pierde el rastro del del Ninja de los Caños. Me enciendo otro cigarro solitario. Los cigarros saben peor en la playa y se consumen muy rápido, no me pregunten por qué.

El tiempo se me escurre suavemente como arena entre los dedos mientras la playa se va llenando poco a poco de tópicos como un retablo luminoso y seriegrafiado hasta la devaluación: Surferos de poca monta, clanes de lugareños cargados con neveras, sillas de tijera, una sombrilla y la abuela enlutada de rigor (qué opinará de los nudistas), mirones con aspecto apaletado, turistas de la tercera edad desprovistos de ropa y de complejos y, por supuesto, tipos como yo, que han agotado su tiempo narrativo y ahora precisan regresar a la pantalla de sus ordenadores portátiles o de sobremesa, para lo cual les diré que, al abandonar la playa de regreso al hotel un par de horas después, me encuentro, semioculta en la arena, casualmente en las inmediaciones donde había aterrizado el Ninja, una bolsita parecida a esas en las que los ciudadanos mansos y responsables depositan las heces de sus mascotas, pero adornada con logogramas orientales. ¡Ah -me digo- mi pasaporte de vuelta al blog! Cojo la bolsita con una mano, la levanto por encima de la cabeza y la estampo con fuerza contra una roca. La bolsa explota con impacto seco y, como no puede ser de otra forma en estas historias, me veo rodeado por una densa nube de humo verdoso... etc.

La canción de hoy, de tambaleo veraniego. A colocarse y al loro, estimados Improbables Lectores

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