No esperen mucho de esta entrada por dos razones. La primera, incógnitos lectores, porque probablemente la encuentren ustedes redundante: lo que no se haya escrito ya sobre el Basurero no lo voy a escribir yo. Siendo, como soy, un topo de pocas luces, vivo ensimismado en mis túneles y mis cosas, y de ahí mi precario entendimiento de lo que se cuece por ahí fuera. Confieso que tengo la bochornosa costumbre, al tiempo que escribo y reflexiono, de entusiasmarme con presuntos hallazgos que, expuestos a la luz de la realidad, no resultan ser más que ideas revenidas, planteamientos obsoletos y filosofías putrefactas desde tiempos inmemoriales. En segundo lugar, les confesaré que el Basurero es una cuestión que sangra y palpita en el ecuador caliente de mi subjetividad y, por ello, me resulta complicado escaparme hasta las regiones más frías -y frívolas- desde las que habitualmente perpetro estos pánfilos cronicones. Quedan, pues, advertidos.
Si leen ustedes cualquiera de las entradas anteriores del blog no les resultará complicado deducir que el autor no es más que un ignorante que recurre sin sonrojo a tópicos, resabios y lugares comunes que después intenta camuflar con letras. Debo admitir que, en parte, esto es así. En mi descargo alegaré que supongo que escribo este blog para dar testimonio de certezas y convicciones que me definan como individuo por oposición al montón de individuos al tiempo que busco respuestas, preferiblemente simples, que de antemano sé que no voy a encontrar, o al menos no en el Basurero.
El Basurero es ese lugar que se aparece delante del individuo simple que busca respuestas simples cuando se pone las gafas de pensar. Inmenso y desangelado, el Basurero es un infierno conceptual, una pesadilla inabarcable de normas, parlamentos, pensiones, huelgas, bonos, directivas, estadísticas, banca, corruptelas, informes, tratados, préstamos, reglamentos, diputaciones, crónicas, censos, tecnocracias, estatutos, ratings, quiebras, premios, dividendos, cohechos, aranceles, contabilidades, burocracias, cifras, fueros y desafueros, comisiones, conciertos, oligarcas, incentivos, protocolos, magistrados, ordenanzas, cuotas, decretos, congresos, trámites, pactos, licitaciones, información clasificada, renuncias y dimisiones, diplomacias, sondeos, huelgas, demandas, consensos, dietas, competencias, seguimientos, alternancia, hipotecas, coaliciones, deuda, instancias, tripartitos, aranceles, variables, hechos imponibles, ejecuciones, sinergias, percentiles, cotizaciones, disidencias, entes, subvenciones, lobbies, inflación, moratorias, prescripciones, planes, beneficios, sanciones, votos, fondos, patrocinios, negociados, inmovilizados, adjudicaciones, presupuestos, organigramas, amnistías, cátedras, flujos, concilios, intereses, recursos, prebendas, legislaturas, remuneración, corporaciones, sufragios, prorrogas, fiscalidades, consejerías, prejubilaciones, mayorías, conflictos, índices, economías de escala, trienios, recesos, correligionarios, inmunidades, estrategias, cargas, debates, costes, paridades, sobreprecios, comparecencias, órganos, privilegios, responsabilidades y un sinfín de conceptos desfigurados por la manipulación verbal sistemática, transmutados en desechos e inmundicias que se adhieren al tejido de lo real hasta asfixiar cualquier intento de ejercitar, siquiera mínimamente, una ciudadanía responsable. Y todo lo que nos queda es un sentimiento abstracto de indignación que apenas se traduce en artificios poéticos (mis sueños no caben en tus urnas) o en ripios toscos más propios de una competición deportiva (familia desahuciada, casa okupada). Fuegos fatuos que sólo alcanzan a iluminar un encabronamiento prehistórico, contrapunto paradójico del Mundo Feliz que acariciamos con la yema de los dedos en la pantalla iluminada de un Ipad.
El Basurero es el ecosistema en el que compiten, consumen y se pisan el cuello para sobrevivir con mayor o menor fortuna millones de ciudadanos empanados, dispuestos a sacrificar sus obtusas existencias en aras de una prosperidad mal entendida bajo la indubitada premisa de que Más siempre será Mejor para sí y para los suyos. La clase política se encarga de administrar y extender las fronteras del Basurero al tiempo que, desde sus corbatas, intentan convencer a sus votantes precisamente de lo contrario en ruedas de prensa, entrevistas, tertulias y comparecencias televisadas.
El Basurero requiere un mantenimiento cada vez más sofisticado. La montaña de basura, de proporciones bíblicas desde hace ya mucho tiempo, sigue creciendo y se hace necesario apuntalarla constantemente a golpe de legislación que ha de garantizar la expansión controlada y, a la vez, evitar que alcance una masa crítica, colapse y nos vayamos todos a hacer puñetas. En eso andan hoy, al parecer, los 17 países de la moneda única y seis de sus aliados.
Ahí tenemos a nuestros avezados políticos estrujándose el magín, para dar con soluciones que garanticen a medio plazo la sostenibilidad del Basurero, cuando en realidad a lo que tendrían que dedicarse es a diseñar fórmulas para su desmantelamiento controlado y, de paso, planificar cuidadosamente los mundos posibles que podrían surgir del reciclaje de tanta porquería. Naturalmente que esto resulta, por definición, imposible ya que de todos es bien sabido -o cuanto menos intuido- que cualquier político que se precie ha suscrito un pacto invisible con las fuerzas implacables que constituyen la esencia y la sinrazón última del Basurero. En su formulación más simplista, el pacto vendría a permutar un compromiso de acción política a cambio de un bien remunerado puesto de asesor en el consejo de administración en el seno de una multinacional planetaria (o una sinecura similar), una vez sorteado el enojoso trámite temporal que plantea la normativa en materia de incompatibilidades. Todo muy legal, faltaría más, porque, en el fondo, quién no comprende -y tolera- en su fuero más íntimo el derecho de cada cual a luchar por alcanzar la gloria trepando hasta las más altas cumbres de la miseria, aun a costa de malbaratar el futuro de millones de administrados, votantes o no.
Así las cosas, el mundo acaba transformado en una suerte de distopía orwelliana. En realidad el verdadero consumo responsable radica precisamente en consumir más; en realidad la solidaridad no conduce más que a la ruina de quienes malviven de vender aquello que filantrópicamente regalamos; en realidad el ahorro energético cierra fábricas, destruye empleo y engrosa las listas del paro; en realidad quién se atreve a negar que nuestra supervivencia está garantizada por los bancos; en realidad las empresas se sostienen y prosperan gracias a la dictadura incuestionada del patrón, si bien es también verdad que los marineros explotados, paradójicamente, vivan y voten en la democracia del Basurero; en realidad nuestra capacidad de compartir es directamente proporcional a la carencia de lo que compartiríamos; en realidad, y visto como circula el Metro a las ocho y media de la mañana, doy gracias a Dios de que las consignas municipales caigan en saco roto y gran parte del pujante lumpenproletariat del sector servicios se abstenga de utilizar el transporte público; en realidad el montante de nuestros sueldos integra el núcleo duro de nuestra más inviolable intimidad; en realidad tenemos una habilidad asombrosa para acomodar nuestra desgracia a la medida exacta de nuestra circunstancia. Todo ese cúmulo de realidades distópicas, amén de otras muchas que aquí no menciono por no aburrirles más de la cuenta, constituyen los axiomas que la clase política tiene bien presentes a la hora de llevar a cabo las labores de reparación, conservación y ampliación sostenida del gran Basurero que, salvo deflagración nuclear, meteorito, Mourinho u otra fuerza mayor imprevisible, perpetuará su existencia hasta reventarnos a todos, aunque, bien pensado, también podría suceder que por una increíble ironía cósmica lo ético se torne rentable -eso sí- a corto plazo. Recemos por ello.
Les iba a regalar una de Pink Floyd, pero bueno...
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