2 de diciembre de 2013

El retorno de un traidor


Buenas noches, apreciados Improbables. Intuyo que al cabo de unos meses de sobrevenida e injustificada ausencia habrán ustedes perdido la escasa fe depositada en este Watiblog. No les culpo; les confesaré que también yo he estado a punto de renegar de la mía y reconvertirme en un cómodo Redactor Improbable que publica sin cesar en trayectos laborables, paseos solitarios y otros ratos muertos de esos que tanto abundan en mi vida. En mi vida mental, se entiende. 

No sé la suya, pero la mía es una vida mental simple y efímera en la que, aunque todo siga sucediendo, poco o nada permanece. Me inclino a creer que Dios me concedió una cuota limitada de experiencias, afectos y recuerdos que debió de agotarse un día que empecé a hacerme viejo. A partir de entonces se acabó atiborrar el macuto de vivencias indiscriminadas y ya cualquier progreso exigía un intercambio de rehenes: Podía escoger esta o aquella canción, sí, pero, a cambio, había de eliminar otra de la BSO de mi vida. Reciclar unas memorias inservibles si es que deseaba retener un atardecer y dos cervezas felices en una isla lejana. Abandonar un ideal obsoleto si quería contentar mi corazón de forma alternativa. 

Envejecer es quedarse poco a poco sin rehenes prescindibles hasta alcanzar un punto en el que cualquier canje es cruzar el umbral de la traición a uno mismo. Releo entradas antiguas y no me reconozco, como si este Watiblog lo hubiera escrito otro que no soy yo. Mi facilidad para extrañarme ante textos pasados denota una fidelidad perruna a mí mismo o, por ponerlo de otra forma, delata al carcamal en el que debo de haberme convertido. 

Así, durante estos meses de inactividad he oficiado como Redactor Improbable publicando incesante y silenciosamente mis apuntes y notas mentales en andenes, parques y siestas, pero no en este blog, sin darme cuenta de que al hacerlo así los condenaba al saco roto; los dejaba caducar y pudrirse, privándome de la sorpresa de no reconocerme, de discrepar conmigo mismo y, también, del equívoco placer de mirar al espejo y reflejarme en los ojos de un traidor que se resiste a envejecer.

Les veré (o, mejor, me verán) pronto. Hasta entonces, les regalo una canción de Tracy Chapman. Sencilla y bonita, y poco más, que dirían por ahí:


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