23 de abril de 2013

La Dictadura de los Niños


      Vaya por delante que yo no tengo, así que aquellos Improbables Lectores que en su día no hayan hecho oídos sordos al llamado de la naturaleza y se hayan reproducido podrán recriminarme ignorancia supina, típica del Soltero Indomable que, por puro aburrimiento, no tiene otra cosa que hacer que escribir lo primero que se le ocurre cuando no anda drogado o deprimido o ambas cosas. Yo, por mi parte, dejaré constancia aquí de mi más enérgica protesta, Improbables Señorías. ¡Protesto! Y, con la venia, argumentaré en mi defensa que es precisamente mi propia y yerma unipersonalidad la que me proporciona distancia ecuánime y sosiego reflexivo necesario para ponerle las peras al cuarto a todos estos progenitores insolidarios que sacrifican innecesariamente libertad y recursos económicos en aras del sueño atroz de una familia de teleserie norteamericana en la que los padres y los hijos se quieren verbal y constantemente, ejercen la honestidad sincera a todas horas, dialogan constructivamente como tertulianos en un programa de La 2, coleguean en truños deportivos auspiciados por el colegio bilingüe de turno y degustan coca-colas y hamburguesas en la barbacoa del adosado los domingos. En fin, padres e hijos que comparten artificiosamente penas y alegrías haciendo gala de un colegueo de nuevo cuño en el que el axioma sociológico cuando seas padre comerás huevos ha sido repudiado por fascistoide y carcamal.

      “Te odio papá” o “te quiero, mamá” a edades indecentemente tempranas. Retórica infantil mamada de la globalización televisiva, de tantas y tantas películas con moralina tramposa urdidas en los estudios Disney. Las vidas de los niños metropolitanos transcurren edulcoradas y empalagosas entre risas enlatadas del mundo adulto que les rodea y se desvive por ellos, procurándoles toda la logística diabólica que demandan cumpleaños, comuniones, deberes a machamartillo, tutorías y, por supuesto, las innumerables actividades extracurriculares. De unos años a esta parte, las agendas de los críos exigen dedicación secretarial que los padres, tan modernos y didácticos ellos, proporcionan aun a costa de sacrificar la cicatera cuota de vida propia que les resta descontado el curro y las horas de sueño.

      No tengo buena memoria. Mi infancia y preadolescencia no alcanza a ser más que un revoltijo de recuerdos dislocados, sin coherencia temporal. Recuerdos dispersos sin duda retocados una y otra vez por el Instagram de la memoria. Tal vez algunos domingos mi padre y yo le pegábamos patadas a un balón de reglamento en la Casa de Campo y tal vez mi madre me leyera un cuento a la hora de dormir. Y tal vez poco más. El resto fue calle, primos y tebeos, muchos tebeos. Supongo que mis viejos, que eran jóvenes por aquel entonces, harían lo posible por vivir sus vidas adultas en la España del tardofranquismo; yo sinceramente espero no haberles robado más que el tiempo imprescindible que requería mi educación estrictamente considerada. Por otra parte les agradezco, también sinceramente, que no hayan interferido más de lo necesario en el desarrollo de un tiempo de mi vida pletórico de inocencia, costras y descalabros, un tiempo de barrio en invierno y playa o pueblo en verano. Una época simplona y asilvestrada, una infancia de artesanía, en la que nos malcriábamos a nuestra manera.

      Niños apaleados, niños manipuladores y niños cabrones los ha habido siempre, claro. La diferencia es que los niños del siglo XXI son, además, niños educados en la sofisticación del consumidor de gustos complejos. Niños que habitan un mundo globalizado y prefabricado a su medida y sufragado a costa del bolsillo de sus mayores: Papá Noel, Hallow'een, semanas blancas, disfraces, sagas interminables de dibujos animados, videoconsolas y demás quincalla tecnológica infantil, pizzas o hamburguesas, chuches, yincana (se lo juro por la RAE), centros comerciales, entrenos tutelados en este o aquel deporte, juguetes ad nauseam, barbacoas, cupcakes, Micropolix, Disneyworld y sin olvidar, por supuesto, las comuniones y los cumpleaños, que de celebraciones sencillas de misa y caramelo han pasado a ser superproducciones familiares ruinosas necesitadas de apalancamiento financiero en las que los padres, algunos voluntariamente y otros a regañadientes, compiten cual magnates rusos por el fasto más hortera.

     La sobreprotección es cara, pero quién no desea un futuro mejor para sus hijos. Vivimos en un mundo donde más siempre es mejor; un mundo plagado de estadísticas diabólicas en las que la probabilidad infinitesimal se transmuta en posibilidad inminente. Por si acaso, todos nos la cogemos con papel de fumar: Defender a nuestros pequeñuelos contra los pederastas de las redes sociales, los acosadores en las escuelas, la violencia callejera, las drogas, los dientes pa fuera, las malas influencias, el lenguaje soez, el sexo a destiempo, los accidentes de trafico, se ha convertido en una cruzada que todo progenitor que se precie ha de abrazar con celo fundamentalista, cueste lo que cueste.

      Atrás quedó el despotismo ilustrado, la disciplina inglesa, el come y calla y otros anacronismos reaccionarios. Hoy, toda familia moderna y estructurada que se precie es una democracia dialogante en la que vota hasta el gato desalmado, que también tiene sus derechos el pobre animalico. Los niños manejan con asombrosa destreza la cuota de poder que les es dada y se dedican a chantajear candorosamente a sus padres que, atrapados en la pesadilla buenrrollista de la familia ejemplar de teleserie norteamericana, se las comen dobladas una detrás de otra. Parece que aquí nunca nadie con responsabilidades familiares se leyó El Señor de las Moscas; o si lo hicieron no tomaron buena nota de las consecuencias indeseables que puede acarrear la proyección del mundo adulto en el territorio de la tierna infancia.


Aprovechando que probablemente no me lean ni hoy ni mañana ni nunca, les haré partícipes -que no cómplices- de una de mis bajezas musicales. ¿Cómo pude? Y lo que es peor, ¿cómo puedo aún?


1 comentario:

Watjilpa dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.