7 de febrero de 2013

Crisis

Buenas noches estimados Lectores Improbables. Comienzo a escribir esta entrada en plena flojera espiritual por culpa de Bebo Valdés y su banda. Con lo que me cuesta ponerme a las teclas del ordenador, y los cubanos cabrones estos que me arrinconan en lugares de la cabeza donde las letras no significan nada, donde no hay más que desidia y deseo abstracto de convertirme en un objeto inanimado como un cenicero o un tomo del María Moliner y dejar que la música me llueva encima sin más. Ahora.

Descuiden, que no voy a explayarme a propósito de mis agonías estéticas. No es esa clase de crisis a la que me refiero con el título del encabezamiento. Les anticipo que esta noche escribiré o, mejor dicho, describiré mis impresiones sobre el mundo en el que vivo (que probablemente no coincida con el mundo en que viven ustedes) que, a mi modo de ver, se halla sumido en una crisis, entendida ésta en el mejor de los casos como situación dificultosa o complicada según la séptima acepción del término en el D.R.A.E.

Hay crisis cuando al cabo de su mandato el político -no importa su filiación- deja de servir, peor o mejor, a la comunidad y se reencarna en honrado traficante de influencias, de profesión asesor o consejero. Y esto a nadie le parece extraño, empezando por los medios de comunicación que, fieles a las verdaderas inquietudes de la ciudadanía, son mucho más receptivos, por ejemplo, a los problemas deportivos de un guardameta millonario con su millonario entrenador.

Hay crisis cuando un monarca que en sus ratos libres se dedica, entre otros ocios, a cazar de gorra y (al parecer) en buena compañía aprovecha, según murmuran, para traficar con influencias con la loable finalidad de beneficiar a un consorcio de empresas españolas del ramo de la construcción; y de ahí -digo yo- que los empresarios agradecidos le regalen un barco al monarca de vez en cuando. Curiosamente, la llaga dolorosa que levanta quejidos y lamentos en el colectivo social no es el paradero de una nube de seis mil setecientos millones de Euros que la gestión cinegética de S.M. ha desviado hacia los cielos patrios; eso al parecer suscita escaso interés, sino que el Soberano se vaya de caza y cuernos ¡con la que está cayendo! Parece como si todos intuyéramos resignadamente que esa cantidad estratosférica de pasta se quedará ahí flotando, inerte, hasta que algún viento financiero la desplace discreta e inexorablemente hacia los bolsillos adecuados; probablemente bajo la chilaba de algún miembro de la familia real saudí o en las cajas de seguridad de una cuenta bancaria en suiza u otro paraíso fiscal administrada por un testaferro fiel a la Voz de su Amo. Hay crisis cuando a la inmensa mayoría de un pueblo en paro no le importa realmente para quién o para qué trabaja un Rey y, en su lugar, se abandona dócilmente un lunes al sol sí y otro también a especular dócilmente sobre los elefantes y la entrepierna.

El mediático pulpo con dotes adivinatorias fue sólo un aviso de que lo peor estaba por llegar. Y llegó: Un perro imprime su pata peluda en el Paseo de la Fama en Hollywood sin que ningún crítico cinematográfico ponga el grito en el cielo al constatar que el animal carece de filmografía de calidad contrastada que avale ese (ya dudoso) honor. Hace dos mil años, Cayo Calígula nombraba senador a su caballo Incitatus y todos los que habíamos visto el capítulo de Yo Claudio teníamos claro que la cosa andaba mal, muy mal, por el Imperio; que al loco de Calígula le quedaban, como quien dice, dos telediarios. Como de hecho así fue, por obra y gracia de la guardia pretoriana (por cierto que, a diferencia de lo que ocurre con algún que otro infame Senador bípedo implume, el bueno de Incitatus no se dedicó durante su mandato a malversar el pecunio ajeno). Pues eso, que entre pulpos clarividentes y perros protagonistas digo yo, que también vi Yo Claudio, que la cosa debe de andar, como poco, mal.

Estamos gravemente enfermos de estupidez; y la estupidez es contagiosa. La estupidez -y no el sida, la malaria o el cáncer- se revela como la gran pandemia de este siglo. Twitter, Facebook y Whatsapp han demostrado ser focos de infección indestructibles. The Walking Dead como metáfora velada de la realidad: Una realidad en el que seres humanos de toda laya y condición deambulan absortos en la contemplación de las pantallas de sus telefonillos-intercomunicadores, en un estado de ensimismamiento apardalado, probablemente sintomático de deficiencias en el desarrollo intelectual que sin duda pasarán factura a las generaciones venideras.

Vivimos en un mundo esperpéntico en el que la historia se escribe a golpe de trending topic en los Muros de Facebook; un mundo espasmódico en el que quien no corre, vuela. Maricón el último bien sea para que asegurar una pole position ante las puertas de los grandes almacenes en época de rebajas sin tener ni puta idea de qué vaya a comprarse uno o para juntar setecientas mil o un millón firmas a toda hostia u organizar una flashmob de zombies encabronados para apedrear la sede de un partido político de cuyo nombre no quiero acordarme sin más razón que una primicia difundida por un medio de comunicación que les recuerdo que hace un par de semanas publicó también en primera página la fotografía de un dictador entubado que  tuvo que retirar a toda PRISA (píllenme el chiste, se lo ruego).

Y qué más da si donde dije digo, digo Diego [rogaría a cierto amigo no se dé por aludido]; si lo verdaderamente importante es que pasen y jueguen en esta feria global donde todo el mundo gana menos el que pierde; esto último en letra pequeña. Esa letra pequeña que esconde tanta mentira desfachatada o, según se mire, en la que acecha la verdad ratonera que nos ocultan las grandes campañas publicitarias de los comerciantes, los discursos grandilocuentes de los políticos o los exabruptos de los contertulios televisivos en el prime time de baja estofa. Un mundo de mentiras y letra pequeña hecho a la medida de los necios.

Un mundo en crisis, ya digo, en el que se da pábulo a las voces equivocadas mientras que aquellos que tendrían que hablar, los que podrían explicar y tal vez justificarse, se parapetan tras el discurso institucional, tras el comunicado oficial, tras estadísticas que avalan esto pero también, y si conviene, lo otro. O simplemente permanecen cómodamente instalados en el anonimato, mientras en la pista central el foco mediático no escatima luz ni taquígrafos ni analistas para desvelar los dimes y diretes del ciclista que se dopaba, la cantante embarazada o el futbolista descontento. Las responsabilidades, entre tanto,  fluctúan etéreas, incomprensibles e inaprensibles y se entremezclan con el montón estratosférico de pasta de tres o cuatro párrafos más arriba hasta diluirse por desinterés, aburrimiento o -no será la primera ni la última vez- prescripción.

Un mundo en crisis que nos impele hacia el consumo implacable, sin descanso, día y noche, seven twenty four ; hay que comprar más váteres para que los trabajadores de Roca no se vayan a la calle, más coches para que los amos del cotarro no deslocalicen esta o aquella cadena de montaje; adquirir más periódicos y más libros para que las editoriales y los libreros no se vayan al carajo; hay que seguir yendo en masa hasta El Corte Inglés, que a lo que parece ha empezado ya a recortar sueldos a la plantilla. Dejarnos los cuartos en los pequeños comercios, que están, como quien dice, a la última pregunta. Reavivar el tejido industrial necrosado antes de que sea demasiado tarde: más electrodomésticos redundantes, congeladoras, robots de cocina, un aire acondicionado con bomba de calor, otra televisión... y ropa, mucha ropa, que no falte la ropa; viva la República de Zara. Importar y exportar turistas para dar de comer a los empleados de las agencias de viaje, a los hosteleros y a los camareros del sector. Hay que comprar deuda pública, acciones, bonos, fondos, invertir y, en definitiva, apuntalar el statu quo financiero. El ciudadano en crisis se transmuta en especulador de poca monta que, paradójicamente, no ceja en aborrecer y denunciar esas mismas prácticas cuando, ejecutadas a gran escala con know-how y guante blanco, enriquecen a bancos, multinacionales y grandes conglomerados corporativos que, por otra parte y al mismo tiempo, proporcionan sustento a todo un ecosistema humano de secretarias, ejecutivos, burócratas y chupatintas de medio pelo entre los que me cuento.

Y la conclusión desoladora es que el consumo deshumanizado, el consumo intensivo; el consumo puro y duro, resulta ser el único lenitivo plausible para este crisis. La vida modesta y simple es insolidaria con el prójimo desempleado y sólo conduce a la quiebra de lo que hay. Rehenes del sistema, indignados o no, no tenemos otra elección que abandonarnos a esta especie de orgía infernal de shopping sin fin. La existencia parece haber entrado en un bucle infinito en el que los Siete Días de Oro o la Semana Fantástica o el Día sin IVA se repiten sin cesar. Corren malos tiempos de ruido y de furia; de ruido mediático y furia financiera. Los malos actores, los cantantes mediocres, los políticos corruptos, los monarcas anacrónicos, los aviesos banqueros y, en general,  los artistas de la pista se pavonean y agitan fugazmente ante millones de idiotas de todas las razas, religiones y extracción social que escriben la historia con minúsculas dentro de los ciento cuarenta caracteres de un Twitter.

Algún día, rebasada la última frontera de la estupidez, agotado el último trending topic, exhaustos los recursos del planeta, supongo que nos llegará la Liquidación Final por Cierre y Agotamiento de Existencias. Mientras tanto, aquí les dejo empantanados en medio de esta crisis rampante que enfrenta a estafadores y estafados del primer mundo. Esa crisis relativa que acontece en medio de un fango moral que lo ensucia todo y confunde quién es quién a estas alturas de la película. Dónde acaba una vida digna y empieza una existencia de despilfarro vergonzante. Cuándo se ha cruzado la frontera de la avaricia.  Cuánto es, en el fondo, prescindible y si el fondo de lo prescindible está verdaderamente en el bolsillo o en el corazón. Hasta pronto.



Con Vds, una hermosa canción que escuché por primera vez hace ya ¿veintitantos? años en la voz forastera de Harry Dean Stanton y que ahora devuelvo a sus legítimos orígenes. A César lo que es de César, híjole.









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