6 de diciembre de 2010

Carta a Iris Yamileth

En Madrid, a siete de diciembre de dos mil diez.

Hola, Iris. Te escribo desde España, al otro lado del mar, desde muy lejos. Si tuviera que llevarte yo mismo esta carta esto es lo que haría:  Primero, metería mis cosas de viaje en una maleta pequeña o, mejor, en una mochila pequeña en la que guardaría dos pantalones (uno corto y uno largo), cuatro camisetas, el cepillo de dientes, una maquinilla de afeitar, un impermeable, ropa interior, dos pares de calcetines, el bañador, una gorra de béisbol y unas sandalias de repuesto. Seguro que se me olvida algo, pero así son las cosas cuando viajas. Luego descubres que lo olvidado, en realidad, no hacía tanta falta; e incluso te das cuenta de que llevas más cosas de las que necesitas.

Volviéndolo a pensar,  creo que también me llevaría un libro, que no ocupa demasiado espacio en la mochila. Entre sus páginas, aprovecharía para guardar tu fotografía (la única que tengo), una muy pequeña en la que llevas una toga y un birrete azul, de esas que os hacéis en el colegio. Cuando digo birrete, me refiero a ese sombrero con una extraña plataforma cuadrada encima que, por suerte, no tenéis que llevar a diario en la escuela, porque ya me contarás para qué sirve. Yo también me puse uno, uno negro que me prestaron para la ocasión, cuando me gradué en la universidad, hace ya unos cuantos años. Por tus cartas veo que ya escribes muy bien, debes de ser una niña muy lista, y seguro que algún día no muy lejano no tendrás más remedio que ponerte otro y mandarme otra fotografía con una nota que diga algo así como Antonio, que sepas que ya he terminado de estudiar todo lo que tenía que estudiar y ahora seguiré aprendiendo cosas por mi cuenta. Eso me alegraría mucho.

El caso es que con la mochila sin las cosas olvidadas, pero ahora con el libro y tu fotografía dentro, tomaría un tren hasta la costa, lo que me llevaría seguramente tres o cuatro horas, porque si miras en un mapa, Madrid -yo  vivo en Madrid- está muy dentro de España, casi en el centro, y el mar queda lejos, a unos cuatrocientos kilómetros. Después, un barco que me llevase hasta Puerto Cortés o La Ceiba. Eso son ocho mil kilómetros más, y ahí me sería útil la maquinilla de afeitar pues sin ella probablemente pisaría tierra con una barba como la de Hernán Cortés, que creo que fue el primero  en descubrir tu país, cuando no había maquinillas de afeitar ni mochilas ni cepillos de dientes ni nada parecido. Por cierto, que acabo de mirar cuadros antiguos del viejo Cortés y he visto que en casi todas sus conquistas lucía una abundante melena y debo decir que este no es mi caso. Todo lo contrario, yo soy más bien calvo, y suelo raparme cada semana los pocos pelos que se empeñan en asomar por los lados de la cabeza. Es cómodo, porque así no tengo que preocuparme de comprar champú en el supermercado pero, por otra parte, necesito llevar un gorro de lana en invierno para no resfriarme y en verano una gorra de béisbol para no achicharrarme la cabeza, y de ahí que sea una de las primeras cosas en las que piense cada vez que tengo que hacer la maleta para salir de viaje.  Sobre todo, si tuviera que ir a Honduras porque allí, por lo que he visto, hace mucho calor, ¿no? Hoy mismo, nada menos que treinta y cuatro grados. ¡Treinta y cuatro grados! Aquí, a estas alturas del año, tenemos que conformarnos con treinta grados menos, osea,  con unos miserables cuatro grados, qué le vamos a hacer.  Cuantos menos grados, más ropa: Botas,  calcetines gruesos, camiseta, camisa, suéter, bufanda, gorro y un buen abrigo; todo muy aparatoso y, desde luego, no cabría en una mochila pequeña. No me gusta el invierno, pasar el día encerrado en casa con la calefacción puesta mirando el televisor no es, precisamente, mi plato favorito; prefiero pasear, ver gente y, sobre todo, tomarme algo y leer el periódico o algún libro sentado en las mesas que los dueños de los bares sacan a las aceras de la  ciudad cuando el tiempo acompaña. Pero aún quedan unos cuantos meses para eso, así que no me queda más que resignarme, por lo menos hasta que llegue el mes de mayo.

Así que tú y yo estamos muy lejos y, pienso, llevamos vidas muy distintas. Yo trabajo en un rascacielos blanco, todo el día sentado, pensando, con un ordenador portátil, un teléfono y muchos papeles revueltos que en ocasiones me dan dolor de cabeza; unas veces es el ordenador, otras el teléfono y cuando no, son los papeles desordenados, aunque suelen ser los tres a la vez. Pienso que me gustaría llevar una gorra especial para eso (aunque fuera un birrete), pero por desgracia aún no la han inventado. Me gusta moverme o, lo que es lo mismo, no me gusta estar quieto así que cada dos por tres bostezo, estiro los brazos, me revuelvo en la silla y, en cuanto puedo, me levanto  y me acerco a la ventana, desde la que se ven otros rascacielos, algunos con grandes letreros que se iluminan cuando llega la noche. Mucho más lejos alcanzo a ver las montañas de piedra gris, que siempre me han parecido feas, incluso ahora, que están un poco cubiertas de nieve.

He decidido enviarte esto porque creo que tienes razón; no está bien que tu hermana Yeimi reciba cartas y a ti no te lleguen noticias mías, como si no hubiera nadie aquí que se alegrase de lo bien que escribes. Pues lo hay. Ya te lo dije al principio de esta carta y debo repetirlo: lo haces estupendamente y, aunque no te lo creas, casi mejor que yo, que soy zurdo y siempre me ha costado horrores agarrar el lápiz correctamente para poner una letra detrás de otra y que después se entendiera algo de lo que había escrito. Imagínate algo así como un oso perezoso (perezocito, creo que le llamáis allí) garabateando trabajosamente palabras con la zarpa izquierda. Por suerte, un día decidí apuntarme a una academia de mecanografía donde aprendí a escribir utilizando los diez dedos en lugar de la pezuña y en un par de meses, cada dedo a su letra, menos los pulgares que supongo que por ser los dedos más fuertes son los encargados de arrearle un empellón a cada palabra terminada y colocarla en su sitio, apartada de la anterior. Te cuento todo esto para que no te resulte extraño recibir una carta mecanografiada en lugar de otra manuscrita por Antonio, alias Zarpa Zurda.

Hay un problema, y es que no sé cómo diablos voy a arreglármelas para sacar esta carta del ordenador y hacer que llegue, pero seguro que tiene solución. Desde aquí hasta Honduras (los primeros ocho mil kilómetros, parece mentira) va a ser cosa fácil: comprimida como una especie de pelotilla electrónica, viajará a la velocidad del estornudo, pero una vez allí necesitaré que alguien desempaquete las letras y las coloque tal cual te las he escrito en una hoja de papel. Si en la escuela te han hablado de Internet, seguramente que sabrás lo que es una impresora y si no, pregúntale a tus maestros, que ellos te explicarán. Desde ahí, cómo llegue la carta hasta tu escuela va a ser un misterio. Cuando leas estas letras, acuérdate de darle las gracias en mi nombre (Zarpa Zurda, por supuesto) tanto al dueño de la impresora como a quien se haya tomado la molestia de acercártela hasta José Trinidad Reyes.

Sin más por el momento, recibe dos besos (uno por mejilla) y un abrazo (medio por cada brazo). Escribe pronto.


Antonio



[Sin olvidar que esto es un blog, a veces se hibrida un poco más con la realidad. Si alguno de ustedes, improbables lectores, tuviera el amalucado impulso de apadrinar a un niño por poco más de lo que cuestan tres cañas y unos pinchos de tortilla, no tienen más que hacer unos cuantos click en:


Les garantizo que el descalabro en su cuenta bancaria va a ser, francamente, inapreciable (sobre todo si no se empecinan en puntear los extractos).]


Y la canción de hoy, vaya por los amalucados impulsivos:


Que la disfruten.

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