22 de diciembre de 2010

Tatus

Me cuesta mucho explicar la extraña desazón que me produce ver la carne tatuada. O tal vez lo que me cause angustia sea, en realidad, contemplar un cuerpo inútilmente profanado, infiltrado de colores eternamente comatosos, moribundos. No hay azul más triste que el azul de un tatuaje.

Hay algo sutilmente obsceno, inequívocamente feo, que se superpone a la excelencia artística del tatuaje desde el momento en que éste queda irremediablemente serigrafiado en la piel humana. A diferencia del lienzo, la madera o la piedra, la materia viva no es soporte adecuado para comunicar una experiencia estética. Sin embargo, y a lo que parece, existen cientos de miles de personas que, ignorantes de esta Primera Gran Verdad, se empeñan en profanar sin remedio ingles, pescuezos, pechos, antebrazos, tobillos, culos y demás topónimos de la geografía corporal humana.

No se preocupen, amables (e improbables) lectores, que no voy a dejar de referirme aquí al valor simbólico implícito en cualquier tatuaje como elemento atenuante -que no eximente- de esa especie de fiebre por el grafitti corporal que, desde el poligonero suburbial hasta el becado universitario en la multinacional de coca, corbata y conference call, está devastando de unos años a esta parte el amplio y variopinto ecosistema de la juventud española. Y es que el tatuaje encierra una Segunda Gran Verdad que se sintetiza -y me van a perdonar el perogrullo- en que detrás de la tinta siempre hay un motivo. Pero ¿qué motivo? En mi opinión, todo aquel que en un momento dado opta por inocular bajo la superficie del cuerpo pigmentos indelebles con diseños, mensajes, caligrafías o, por ejemplo, un busto de Mao Tse Tung (no sé por qué se me ha venido a la cabeza el brazo derecho de Mike Tyson) lo hace impelido por una revelación mística, una epifanía incontestable o, en otras palabras, un arrebato de debilidad mental que le lleva a confundir el presente continuo con el futuro perfecto. No digo que a mí no me haya sucedido; quienes me conocen son perfectamente conscientes de -a la par que condescendientes con- mi proverbial retraso mental de quince (o tal vez veinte) años respecto de lo esperable de cualquier varón caucasiano de similar edad y condición a la mía. He abrazado, y confieso que aún abrazo, y con fervor, causas descerebradas, hábitos inútiles y quimeras vulgarzonas. Este blog, por ejemplo. ¿Qué coño hago yo escribiendo un blog a estas alturas?

En fin, es ley de vida que de los errores se aprende, y el derecho al borrón y cuenta nueva debiera incorporarse como un inciso al artículo 18 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Hasta un imbécil como yo aún puede rectificar y mandar el Watiblog a tomar por culo, compararse un adosado en Torrelodones con chimenea y televisor plano de serie, casarse en régimen de gananciales y adoptar un niño chino (o procrear, si aún se tercia). En definitiva, puedo darle un gusto a mis padres y convertirme, por fin, en ese hombre de provecho al que se le presume el valor, la hipoteca y el monovolumen. Y aunque estoy a tiempo de flaquear por todo eso, lo cierto es que prefiero perseverar en esta extraña forma de vida ciega que me ha tocado en suerte. Pero ¿y mañana? Lo que haga mañana está por ver; no hay naves ni puentes quemados ni puertas cerradas; tal vez sólo ilusiones marchitas.

En una especie de salto de fe generacional, los tatuados de nuevo cuño (toma ya) se comprometen para siempre con una ilusión barata en alas de un romanticismo visceral y analfabeto: Cuántos tarados tatuados han arrojado miserablemente por la borda su derecho fundamental de decir digo donde dije Diego. Por amor de Dios, cuántos latinajos sin sentido, cuántos números sin cábala, cuántos coleópteros deformes, cuántos tribales orgullosos que en realidad no son más que vulgares derrapes de neumático en la piel, cuántas devociones eternas de temporada, cuántas hadas y gnomos de saldo, cuántos pictogramas de todo a cien... De aquí a veinte años vaticino un mundo habitado por un sinnúmero de hombres y mujeres resignados a portar en sus cuerpos pecados de juventud expiados tiempo atrás, pero que la tinta inmortal no olvida ni tampoco perdona.

[Y la canción de hoy. Por favor, escuchen con detenimiento la desgarradora historia que nos regala doña Concha disfrazada de magnífica copla (la historia, no doña Concha) que, sin duda, les compensará por los sinsabores padecidos en la lectura de este texto infumable. Son cuatro minutos pero, vive Dios, merece la pena]

1 comentario:

dandybrandy dijo...

más desolador es el motivo de tatuarse:

es way

mi novia (ésta no, la anterior)

aparento ser un tipo duro

soy jugador de furbo, ya sabes....