16 de noviembre de 2010

Mirada


Helena es una mujer de costumbres. Se levanta a las siete y treinta minutos de la mañana, ni uno más ni uno menos, y se acomoda con una goma de pelo la masa de rizos desordenados a la manera griega. Fuera aún es de noche, pero en el interior de los bloques de apartamentos las ventanas comienzan paulatinamente a cobrar vida, anticipándose al amanecer en el anuncio de una nueva jornada.

Helena trastea por la habitación recién iluminada, tal vez emparejando unas zapatillas desubicadas al pie de la cama, o recomponiendo el desorden en la mesilla de noche. Sacude el edredón con violencia calculada hasta que éste se posa lánguido e impreciso en los linderos del colchón, aún tibio de sueños. El arco de su espalda es bello y perfecto.

Torpe y descalza, Helena se desvanece en la penumbra del pasillo y su cuerpo, desnudo y breve, se reviste con los ropajes agónicos del deseo en la imaginación. Al cabo de unos segundos, su silueta reaparece fugazmente en el umbral de otra habitación. Después queda el dormitorio inerte tras el marco de la ventana. Son las siete y treinta y cinco minutos.

En el exterior todo sigue oscuro y la temperatura es áspera, invernal. Abajo, en la calle, el tráfico fluye aún escaso y el pasar intermitente de los coches matiza el silencio de la ciudad dormida.

Helena reaparece envuelta en un batín satinado de color azul oscuro, coronada con una toalla de baño. Como cada mañana, alcanza el teléfono móvil y se lo acomoda con naturalidad entre el hombro y la cabeza ladeada mientras se desplaza del dormitorio a la habitación contigua y luego regresa, ensimismada en la conversación, recolocando al azar objetos aquí y allá, en una especie de ritual doméstico intrascendente. Los pliegues del batín, ceñido sin demasiado empeño, apenas excusan su vientre liso y airean a capricho el pecho en sus idas y venidas por el apartamento. Helena se detiene por un momento junto a la ventana del dormitorio y da por concluida la conferencia frente a su propio reflejo en el cristal. Su rostro resulta pequeño y escueto en todas sus facciones. Los ojos redondeados y poco vivaces confieren al conjunto una expresión de tristeza o de fracaso permanente, y no resulta fácil imaginar en su cara una sonrisa radiante, o la violencia de un orgasmo.

Ahora, de espaldas a la ventana, se despoja del batín y la toalla. Liberados, los rizos se desploman húmedos sobre sus hombros. Desliza los brazos entre los tirantes y con destreza rutinaria traba los corchetes del sostén. Apenas tapada por las hechuras delicadas del sujetador, Helena compone una figura involuntariamente obscena en el contraste brutal con la suave curvatura de las caderas desnudas y la sombra breve de un pubis escueto, probablemente recortado con esmero en la intimidad del aseo.

Del cajón de una cómoda extrae un par de bragas de licra que esta mañana resultan ser azules, y que no guardan relación alguna con el estampado del sujetador. De nuevo desaparece al fondo del pasillo. Las siete y cincuenta y dos minutos.

Cuando vuelve al dormitorio vestida de oficina, ya he dejado los prismáticos en su funda dentro de un cajón y el anorak en el armario, colgado de una percha. Más allá de la terraza, la luz grisácea del amanecer tiñe de realidad prosaica las calles y los edificios circundantes mientras huelo y espero a que la cafetera bombee con espasmos irregulares la savia oscura del primer café de la mañana.



[Por supuesto, la canción de hoy, para deleite de mis pacientes y sufridos (e improbables) lectores, propicia y justifica pasiones extrañas]

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