31 de octubre de 2010

El chino y la patata

De pié tras la caja del supermercado, Carmen, latina y muy guapa a pesar del mono color quirófano con el que despacha a los clientes, acaba de cobrarme doce Euros por las dos bolsas repletas de vegetales saludables que acabo de comprar en uno de esos emporios de la fruta que proliferan en los barrios de Madrid. No llevo efectivo suficiente en la cartera y he tenido que echar mano de la tarjeta. Mientras pulso los cuatro dígitos de rigor fantaseo brevemente con la estupenda idea de completar esa misma transacción con la consola inalámbrica entre los pechos de Carmen, racial y desnuda como Cuauhtemoc la trajo al mundo, con sus aretes de oro, y su sombra de ojos verde serpiente. Pulso aceptar de buena gana, aún a sabiendas de que no caerá esa breva mesoamericana en la bolsa que hoy me me llevaré a casa. Me dispongo a abandonar la frutería con la compra recién embolsada cuando escucho a mis espaldas “veintiuno” y me pregunto qué surtido de frutas o verduras habrá adquirido mi sucesor en la línea de cajas para sumar cantidad tan astronómica sin apenas despeinar al lector de código de barras. Intrigado, miro hacia atrás.

Veintiúuun séeentimos” le matiza Carmen a un chino de mediana edad que la observa con desapego oriental. Sobre la balanza electrónica, la delgada bolsa de plástico semitransparente revela una patata solitaria. No hay nada en el aspecto del chino que incite a reflexiones o especulaciones de ningún tipo sobre su persona o avatares. De indumentaria absolutamente neutra, me resulta difícil evocarlo en la memoria; un secundario de documental en tránsito por alguna calle de Pekín o Shanghai, entre bicicletas y multitudes; un chino del montón. Sólo recuerdo que llevaba el pescuezo un poco rapado. Y que acababa de comprar una patata.

¿Qué significaba todo aquello? ¿Para qué una patata? La pregunta me persigue desde hace un par de días, y no consigo hallar respuesta plausible, una hipótesis más o menos razonable que halle encaje en el conjunto abstracto de mi experiencia. Estaría dispuesto a aceptar “patata” en singular como sinónimo de sustento necesario en el contexto de algún país subdesarrollado de África, por ejemplo, donde un tubérculo de más o de menos puede marcar la diferencia entre un día con algo que llevarse a la boca u otro más viéndolas venir entre polvo, moscas y vacas famélicas. Pero la Unión Europea, a pesar de la crisis rampante, aún no ha llegado a esos extremos.

Por otra parte, descarto la tesis de la patata como remedio estético para pieles grasas, que es lo que me sugirió una amiga cuando le planteé mis inquietudes existenciales; primero, por su  radicalismo barroco y, en segundo lugar, porque como todo el mundo sabe, los chinos no tienen espinillas.

Cierto que, al parecer, también es posible utilizar una patata como condensador en la construcción de radiorreceptores caseros o como pila biológica; y bien pudiera ser que fuera esa precisamente, y no otra, la intención de nuestro amigo, teniendo en cuenta que los orientales son unos fieras en cuestiones de tecnología punta y que, según estudios recientes en el campo de la nanotecnología húmeda, la estructura molecular de la patata, a pesar de su escaso valor proteico (2,5% de su masa total),  ha demostrado poseer cualidades prometedoras en el novedoso campo de la ingeniería de las  proteínas. Sin embargo, tampoco doy por buena esta hipótesis al ser la nanotecnología una ciencia cara e incipiente, aún en sus más tempranas fases de desarrollo, lo que presupone una sucesión constante de aciertos y errores en su avance. Sospechan bien: Cualquier científico clandestino le habría comprado a Carmen, como poco, varios kilos de patatas, aun cuando fuese para no despertar sospechas y, de paso, evitarle los desvelos a quien esto escribe.

Anoche, a eso de las cuatro de la mañana, entreabrí los párpados inflados de sueño para ponderar con desgana la posibilidad de que el chino fuese un émulo de Bruce Lee quien, como seguramente recordarán, y además de fluir como el agua, era capaz de ensartar patatas crudas con una humilde pajita de refrescos gracias a un explosivo y letal golpe de muñeca (la pajita flexible de Joseph Friedman aún no era popular). Un par de minutos después volví a caer dormido, y acaso soñé con guerreros kenjutsu batiéndose con pajitas de colores en una cafetería americana de los años cincuenta.

El caso es que no he llegado a ninguna conclusión. El enigma del chino y la patata permanece irresoluto en mi memoria de las pequeñas cosas que se amalgaman como un brocado de bisutería  en las entretelas de mi extraña existencia. Cuando comencé a escribir esto creí intuir una historia que a estas alturas permanece inédita, por lo que no tengo más remedio que invitar a mis improbables y voluntariosos lectores a completarla, si así lo estiman oportuno.

Por último, y para amenizar la lectura más bien plúmbea (no crean que no me doy cuenta) de estas entradas del blog, nada mejor que una canción con fundamento del bueno. Ahí va la primera:


Buenas noches.

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