17 de octubre de 2010

El banco

Hay un banco en el chaflán de la esquina, frente al escaparate de la pastelería de mi barrio, que rara vez permanece desocupado. Tras la cristalera, en equilibrio sobre peanas de oropel, las  bandejas de latón exhiben bombones de colores en simétrica formación propia de un escuadrón de infantería junto a batallones de cruasanes apilados como tanques lustrosos y morenos, palmeras blindadas con glassé o chocolate, suizos y caracolas de campaña y otras armas con potencial de deflagración hipercalórica exponentes de la industria armamentística repostera, en festivo desfile militar que, sobre todo los domingos por la mañana, augura a los transeúntes la derrota inminente de la amargura cotidiana.

Al otro lado del escaparate de la pastelería, afianzado con gruesos tornillos al adoquinado gris del pavimento, el banco se convierte en improvisada plataforma en la que las gentes del barrio se reúnen a hablar de sus cosas o simplemente a matar el rato mirando pasar la vida. Dependiendo del momento del día, la congregación compone estampas diferenciadas que sintetizan perfectamente diversos estratos del paisaje social urbano. Temprano por la mañana, un par de ancianos jubilados departen tranquilamente entre sí aposentados en los extremos opuestos del banco, claro indicio de que cada cual se ha llegado hasta la esquina del banco por su cuenta y riesgo. Rara es la ocasión en la que a la pareja no se suma un tercero en concordia, con el periódico y una barra de pan en la mano, convenientemente envuelta en papel de estraza. El tercer jubilado permanece de pié, a veces con la ayuda de un bastón, equidistante de los otros dos mientras discurren livianas las primeras horas del día.

Ya entrada  la mañana, el banco puede transformarse en improvisado pantalán al que se allegan carritos de la compra pilotados por amas de casa, casi siempre acompañadas de críos pequeños, camino del supermercado o ya de regreso al domicilio familiar. Los críos se distraen engullendo gominolas o algún bollo comprado en la pastelería mientras ellas aprovechan para hablar de sus cosas. No es infrecuente que a esas horas arriben también a las inmediaciones del banco madres primerizas con sus bebés encapsulados en carritos de diseño o mucamas empujando sillas de ruedas con ancianos terminales en busca del sol del mediodía que, curiosamente, representan los límites colindantes del círculo perfecto de la existencia. Unos y otros van, vienen y se reagrupan en distintas combinaciones en torno al banco hasta la caída de la tarde, cuando la iluminación de bares y comercios empieza a sobreponerse gradualmente a la luz natural del día que ya se acaba.

Ahora desocupado, el crepúsculo comienza a revelar en su armazón de recia tablatura muescas, pintadas, garabatos, tarascadas y cicatrices varias. El banco exhibe su tosca simplicidad de mobiliario urbano baqueteado, acorde con la estética de gorra y camiseta de basket característica de las avanzadillas de latinos emigrados que ahora se hacen fuertes en la esquina de la calle. Sin prisa pero sin pausa, los ultramarinos toman incruentamente el banco sin resistencia ni derramamiento de otra cosa más que la de la cerveza que consumen en latas alargadas, evidentemente camufladas en bolsas de papel marrón. La pastelería está cerrada. Desde sus teléfonos móviles de última generación despliegan un eficaz escudo protector de bachata, reggaeton o merengue en un perímetro de diez metros cuadrados de acera alrededor del banco. Al socaire de su burbuja musical, los hispanos charlan animadamente, ríen y, a veces, vociferan exabruptos incomprensibles que provocan la extrañeza, cuando no excitan la imaginación, de los moradores de las viviendas cercanas que cenan sentados frente sus televisores de plasma. Ocasionalmente se detiene en la esquina algún vehículo, generalmente con los cristales ahumados, y el grupo intercambia cordiales saludos con el conductor que, a su vez, contribuye a intensificar el colorido musical con un chorro acústico de inusitada potencia que emana desde algún lugar indeterminado del interior del coche.

Al cabo de unas horas, el banco quedará otra vez vacío y en silencio, entre colillas, latas arrugadas, cáscaras de pipas y demás desechos del tráfago urbano. Es el turno de la avanzadilla de barrenderos municipales que anuncian la llegada del camión que esa noche purgará las aceras de Madrid con agua reciclada a presión.

Un coche de la Policía Municipal pasa despacio junto al banco desierto y por un momento alienta la esquina aún mojada con un vaho efímero de luz azul. Luego, se aleja calle arriba.

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