23 de octubre de 2010

Una tragicomedia insignificante

Un emigrante de algún lugar del África profunda, del Corazón de las Tinieblas, que diría Conrad, se materializa un día cualquiera en la entrada sur del centro comercial Moda Shopping en el distrito financiero de los Nuevos Ministerios (en cierto modo, otro corazón de las tinieblas) con un único ejemplar de La Farola convenientemente plastificado bajo el brazo.

Nuestro africano ocupa su nicho en el estrato más bajo de la cadena del comercio minorista y se aposta, hierático y diligente, a un lado de las puertas de cristal de acceso al templo consagrado al consumo de productos de factura exclusiva, exquisitos y caros. Muchos son los llamados, y pocos los elegidos. Aun cuando un ejecutivo encorbatado pudiera atravesar el ojo de la aguja, portátil incluido, las leyes del mercado son exactas e inexorables y relegarían al portador de La Farola al lugar que ahora ocupa, al otro lado del Reino de los Cielos. Incluso en temporada de rebajas.

El blanco lechoso de los ojos de Dominique contrasta poderosamente con los iris torrefactos y el resto de la piel oscura de su rostro. Probablemente de forma involuntaria, la materia oscura condensada en esos ojos posee la exótica virtud de aprisionar el vuelo distraído de las miradas de Los Elegidos y arrastrarlas hacia un purgatorio subliminal de culpabilidad y remordimientos no asimilados gracias a procesos depurativos de higiene mental que garantizan el vacío existencial  tolerable, sólidamente cimentado con Blackberries insaciables, osos de Tous, yoga dinámico y un coche ambientalmente correcto.

Con anticipación calculada, Dominique desplaza servicialmente la puerta, franqueando el paso de Los Elegidos al interior del centro comercial sin mayor esfuerzo, en la esperanza de percibir a cambio una pequeña contraprestación económica que le ayude a sobrellevar los inconvenientes de una vida cotidiana desprovista de papeles o de futuro a corto plazo. Y si bien nadie espera o demanda que le abran una puerta en tales circunstancias, la oferta de servicios, aunque poco ortodoxa y no homologada, es libre.

Como fuere, nuestro personaje acude a diario a bregar al pie de su improvisado negocio, tal vez por falta de algo más productivo en lo que emplear el tiempo, y así transcurren los meses, hasta que un día a finales del verano un pelotón de operarios enfundados en monos de trabajo con el logotipo de una contrata hacen su aparición, cargados de herramientas. En los días que siguen, Dominique hace mutis por el foro y, siempre con su ejemplar de La Farola a la vista, halla refugio provisional a las puertas de un supermercado en el barrio de Pacífico. Durante ese tiempo su merma de ingresos se ve compensada con cantidades ingentes de comida envasada, generalmente de marca blanca. Dominique, aunque bien alimentado, hace malabares para conseguir pagar su parte alícuota de la pensión del extrarradio de Madrid en la que pernocta con otros seis manteros subsaharianos.

Han transcurrido dos semanas desde que acudió por última vez al Moda Shopping. Hoy, a las nueve de la mañana, coincidiendo con el horario de apertura del centro comercial, Dominique regresa al distrito financiero para encontrarse cara a cara con una flamante puerta giratoria que con suave rotación mecánica absorbe el tránsito desganado de las primeras hornadas de profesionales que ese día han optado por atajar a través del edificio, de camino a sus lugares de trabajo en las entrañas modulares de los rascacielos circundantes.


[Nota aclaratoria para lectores extranjeros o nativos despistados: La Farola es una iniciativa editorial que bajo el lema “El periódico que da pan y techo” buscaba proporcionar una fuente de ingresos alternativa a una minoría no tan minoritaria de personas que, por unas u otras razones, carecía de otros medios de subsistencia. La idea era sencilla: Distribuir gratuitamente la tirada de ejemplares entre los necesitados para que éstos a su vez pudieran ofertarlos a los ciudadanos de primera por su precio nominal más la voluntad, y así hacer unos eurillos extra que lo mismo valían para un roto que para un descosido. Este humilde trabajador fijo discontinuo del Watiblog, ciudadano de primera por mero determinismo geográfico, ha tenido la oportunidad de acceder en varias ocasiones a los contenidos de La Farola y se halla en condiciones de afirmar que la calidad periodística del material que nutre sus páginas deja bastante que desear.  Es por ello que con el paso del tiempo el hecho de intercambiar o no un ejemplar de La Farola con el transeúnte solidario que abona su precio con mayor o menor largueza ha perdido relevancia para transformarse en una modalidad como cualquier otra de practicar la caridad de toda la vida, que nada exige a cambio. La Farola ha dejado de ser una publicación mediocre para convertirse en un símbolo, un ícono que da carta de naturaleza a su portador callejero: las credenciales del desheredado, por lo general expuesto a las inclemencias del tiempo, que éste se afana en preservar del deterioro ambiental impermeabilizando el único ejemplar de batalla con plásticos transparentes.

Aquellos que deseen profundizar un poco más en la historia y vicisitudes de La Farola hallarán de interés el siguiente artículo publicado en el diario El País: http://www.elpais.com/articulo/madrid/sombras/Farola/elpepiespmad/20100207elpmad_9/Tes ]

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