12 de octubre de 2010

Reflexiones sobre un cursor (o el heraldo de un dios menor)

Metamorfoseado en una cabeza de flecha aerodinámica, el cursor sobrevuela un sinnúmero de espacios bidimensionales idénticos, cálidos y luminiscentes en los que no existe inercia, gravedad o rozamiento alguno. El cursor es libre de desmaterializarse y teletransportarse al interior de los distintos compartimentos de un disco duro y, a la vez heraldo y ejecutor de un poder omnímodo, de crear, modificar o destruir lo que allí existe: de abandonar la génesis de una creación intelectual en el seno de un editor de textos y emerger en un ecosistema de imágenes catalogadas para clonar a capricho la visión de un recuerdo; o de infiltrarse a través de un atajo improbable hasta un recinto poblado por una multitud de iconos inertes y ordenados, pequeñas cajas de música que liberan su melodía obedientes al impulso silencioso de una voluntad inescrutable.

Encerrado en una caverna rectangular de dimensiones inmutables el cursor todopoderoso es capaz, sin embargo, de conjurar y atraer hacia sí una variedad inconcebible de ecos imperfectos: percute un hipervínculo cualquiera y  la pared retroiluminada de la caverna le devuelve un tapiz pixelado con la representación gráfica y multicolor de una sombra de la realidad desposeída de gusto, tacto y olfato.

El cursor percute una y otra vez, y el tapiz reverbera con los ecos imperfectos de tantos mundos como pueden caber en el mundo real: ecos ramplones de las existencias mezquinas de millones de hombres y mujeres desconocidos, ecos inquietantes de lugares devastados por la miseria, ecos del cosmos más lejano que ya fue, ecos premonitorios de las mil caras de una misma muerte, ecos explícitos de encuentros sexuales imperfectos, ecos irritantes de finanzas condenadas al desorden interesado de la especulación, ecos de meteorología caprichosa, ecos de una vida social deforme y perturbada, ecos deslumbrantes que proclaman el triunfo tecnológico de lo incomprensible, ecos categóricos de esto y de lo otro y, también, de todo lo contrario.

Frontera entre dos mundos, lo que anoche eran los pechos oscuros y pequeños de una joven oriental que por la mañana olvidó llevarse el rastro tibio de su olor bajo el edredón en mi dormitorio es ahora una sucesión ordenada de código lingüístico que emerge misteriosamente del parpadeo indiferente del cursor: código dúctil, maleable y replicable hasta el infinito, susceptible de traslación instantánea hasta los dominios de cualquier otro dios menor en un Olimpo de límites crecientes e imprecisos que podrá disponer a su albedrío de la sombra de una noche que ahora ha dejado de pertenecerme.

Encarnación visual del los ceros y unos que constituyen la fibra más recóndita de un universo artificial y paralelo en el que los seres humanos proyectan y ejecutan sus designios cotidianos, el cursor es y no es en intermitencia sucesiva y eterna.

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