5 de octubre de 2010

Ejercicios con palabras: El Molinón

Un bar cualquiera, en una calle de un barrio cualquiera. En mi barrio, por ejemplo. Anónimo. Permanentemente embalsamado en un halo mediocre de neón como una pátina de soledad que parece transformar a quienes se adentran en el establecimiento en clientela silenciosa, melancólica y solitaria. El Molinón es como un gran túnel cuadrado que se adentra en los bajos del edificio en el que se ubica, a pie de calle. El escaparate del bar está enteramente compuesto por una cristalera relativamente transparente, enmarcada en una estructura de aluminio arañada, de apariencia raquítica y endeble, que quizá haya conocido mejores tiempos.

Un lacónico letrero ahorcado en una ventosa informa a los viandantes que el establecimiento se halla abierto, aunque tal vez nunca nadie se haya molestado en voltearlo para indicar lo contrario. En el centro de la cristalera principal, la leyenda "Tapas y Raciones", con sus letras rojas desvaídas, cuarteadas por los contornos, se suma a la penumbra sospechosa del interior, invitando a los posibles clientes a pasar de largo, camino de otros bares que también hay en la misma acera.

El Molinón está orientado al norte, pero ello no explica la falta de luz, la mortecina desazón que acecha en su interior. En la semioscuridad del fondo, un televisor mastodóntico como un inmenso armario catódico retransmite sin descanso eventos deportivos que no parecen provocar emoción alguna a los escasos parroquianos que, sentados junto a las mesas de aluminio dispuestas consecutivamente a lo largo de la pared del bar, observan con solidaridad indiferente, como una congregación muda que honra un pacto de silencio, mientras consumen tercios de cerveza o una copa de coñac barato.

Detrás de la barra, frente a las mesas, un espejo se extiende a lo largo de la pared del local hasta morir junto al vano de una puerta tras el que se adivina un habitáculo con luz de bombilla en el que una mujer vestida con un mandil oscuro estampado con flores antiguas probablemente prepare las tapas y las raciones que se anuncian en la cristalera, y que rara vez consumen los clientes. En la parte superior del espejo a la altura de la mitad de la barra, adherido por las esquinas con pedazos de cinta aislante negra, un folio amarillento reza “Abierto desde las 6:00 hasta las 00.00 horas”, una condena rutinaria e inexorable que el dueño del local se encarga de ejecutar personalmente sin fiestas ni excepciones. El dueño del local no desentona con el resto del establecimiento y no podría afirmarse cuál de ellos es el efecto y cuál la causa del otro. Delgado y macilento, el hombre atiende diligentemente a la clientela en silencio, con un cierto aire de resignación y derrota. La ropa le cae grande.

Anodino y depresivo como sólo pueden llegar a serlo esos bares con iluminación de neón gastado, adquirido bastante tiempo atrás en alguna tienda de apliques eléctricos o en una ferretería. Bares  que no han renovado una estética impersonal, carente de ilusión, que sobreviven despojados de cualquier afecto de su propietario. Bares engendrados por una inercia de negocio fruto tal vez del desempleo a destiempo. Pura desidia utilitarista, como el hijo que lógicamente toca procrear tras las nupcias de una pareja hastiada de su relación. En realidad, el Molinón no es triste ni melancólico; ni siquiera merece el beneficio de lo lírico.

A pesar de todo, o precisamente por ello, soy cliente habitual del Molinón.

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