24 de agosto de 2010

El cine

Mil novecientos ochenta y cuatro. Recuerdo el calor de finales del verano, recuerdo que tal vez fueran las cuatro de la tarde. Yo aún tenía pelo, aunque esto no sea un recuerdo y más bien la imagen lógica de lo que yo debía de haber sido a principios de los ochenta. Basta recurrir a los mecanismos de la razón para recuperar un sucedáneo de un recuerdo de mí mismo tan bueno como el original, como esas falsificaciones impecables que le compras a los manteros en Sol. Y no ocupa lugar en la memoria.

Sé que nunca hubiera aprobado aquellos exámenes porque ese verano, con la flojera de rigor, ni llegué a sacar los apuntes del cajón al que los había relegado a comienzos del mes de mayo, confirmando así la crónica de una debacle académica anunciada.

Así que andaba yo podrido de remordimientos por las aceras achicharradas de Madrid camino del cine Río, en la frontera de Vallecas. El cine Río era una de las pocas salas que aún exhibía en su cartelera programas dobles: vestigios de una época anegada tiempo atrás por la marea de la transición y, con ella, las formas nuevas de entender y de vender -y de cobrar- las cosas, aunque el Euro quedase aún lejos.

Tengo en el salón de mi casa hipotecada una urnita de vidrio verde llena de entradas viejas de cine de distintos tamaños y colores; una urnita rebosante de actos de cobardía dispersos a lo largo de quince, tal vez veinte, años.

Yo he sido –soy- un cobarde anónimo del montón, un cobarde de esos que conviven en paz con tantos otros héroes anónimos ninguneados por la vida real. No hay exigencias en el guión de la vida –bien pensado, no veo yo que la vida deba tener un guión- que impongan el resplandor de la verdad aunque duela ni finales tristes que le importen a alguien. No hay espectadores solidarios ni control de audiencias. Dios no existe y cada prójimo va a lo suyo. Anónimamente.

Cobarde anónimo que siempre fue solo al cine. Durante mi adolescencia y mi temprana juventud no llegué a compartir películas con los que por aquél entonces eran mis amigos por la sencilla razón de que ellos no tenían dinero, y yo sí. Las novias (por fortuna) nunca me duraron tanto como para hacer de ello un ir por ir. Abandoné y fui abandonado, creo, de forma equitativa. El caso es que el hastío del otro nunca llegó a convertirse en cine. Volviendo a los amigos, había cosas más importantes en las que invertir los escasos recursos disponibles: tabaco y alcohol y, cuando se podía, drogas blandas y no tan blandas. Y yo tenía para eso y, además,  un excedente de doscientas Pesetas para costearme una butaca de patio. Lo cierto es que el sobrante de dinero me delataba -ante mí mismo al menos- como vástago descarriado de una familia más acomodada y más culta. Niñato y, a la vez, hijo único depositario de expectativas y esperanzas ajenas que por extraños (o vulgares, qué se yo) mecanismos sicológicos convertía yo en la fuente inagotable del remordimiento y de la subsiguiente búsqueda de olvido y alivio en la oscuridad piadosa de una sala de cine.

En algún momento el cine dejó de ser refugio; supongo que debió de suceder de forma gradual, pero lo cierto que es que cada vez menos lo que veía en la pantalla grande me transportaba a otra parte: Las salas pequeñas, el cine de autor, las V.O. subtituladas de mi última época como espectador ya no conseguían sumirme en el olvido de lo mío y mi circunstancia. Por algún ignoto mecanismo mental se me había acabado el chollo de vivir vidas ajenas y, con ello, las benditas desconexiones, los fundidos en negro de mi realidad. En su lugar empecé a pedir explicaciones a lo visto, a buscar claves útiles, mapas indicadores, vidas ejemplares, vidas paralelas: Instrucciones para ser valiente y vivir sin remordimientos.

Quizás llegó un momento en el que ya fui incapaz de dejar de ver el guión detrás de la historia, el armazón de la tramoya, los hilos de la marioneta. Una transición gradual a lo que finalmente se convirtió en desconfianza hostil hacia las razones del deus ex machina que ya no llegaba a hacer mías. Al cabo del tiempo la urnita verde dejo de rebosar al tiempo que las entradas en su interior se iban apelmazando, transformándose en una mera pila de cartulinas descoloridas apenas legibles.

Tal vez fue la corrupción progresiva de la sensibilidad adolescente, finalmente embrutecida por la realidad prosaica de las cosas, lo que me llevó a volver la espalda al séptimo arte. Envidio de corazón a todos aquellos cobardes anónimos que encontraron algo al otro lado de los fotogramas y fueron capaces de conservarlo. Aquellos que hoy tienen algo que agradecer  al cine. Yo no.

El antiguo cine Río, dice Internet, es ahora una sala de ensayo del Centro Dramático Nacional. Aunque hace ya tiempo que dejé de ser estudiante y también me he convertido en otra cosa -sin pelo, por cierto- sigo arrastrando las sandalias por las aceras achicharradas de Madrid un fin de semana cualquiera de finales de verano, con el cerebro encorvado por los mismos remordimientos, y ya sin refugio de ningún tipo.

Todavía voy al cine de vez en cuando. Supongo que mi ego acabó por suplantar a aquella novia mía que nunca llegó para quedarse. Supongo que el hastío se convierte en cine y el descontento en blog. Y vamos tirando.

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