2 de septiembre de 2010

Gominolas

Las niñas fronterizas pronto cumplirán trece años. A la salida del Metro, en los bancos de los parques, en las canchas de basket, las niñas fronterizas portan bolsas de plástico que rebosan gominolas de todos los tamaños, formas, texturas y colores. Gominolas adquiridas en un Chino cualquiera de un núcleo urbano cualquiera. Dependiendo de su extracción social, las niñas fronterizas son solidarias o  mancomunadas y, de una u otra forma, cuentan con el músculo financiero necesario para adquirir, intercambiar y compartir huevos fritos, sandías, delfines, moras, cerezas, lombrices, gajos de naranja, plátanos, fresas, ositos, estrellas, botellas y una multiplicidad de formas posibles en las que pueden encarnarse estas proteicas chucherías.

Con la mirada extraviada en la pantalla de sus teléfonos móviles, las niñas fronterizas esperan al autobús o pasean despreocupadas entre los escaparates de las grandes superficies comerciales mientras engullen distraídamente gominolas amalgamadas con azorrubina, glucosa, quinoleína, fructosa, sacarosa, tartracina y otras sustancias prodigiosas que sus cuerpos en ebullición metabolizarán silenciosamente cuando la golosina haya desplegado ya toda su crueldad química en el interior de los estómagos adolescentes.

Las niñas fronterizas van puestas hasta las cejas de glucógeno, aunque nadie les hará soplar a la salida de la bolera o al final del recreo. Glucógeno que no podrán reciclar en un Punto Limpio, pero sí permutar gratuitamente por un cinturón de tejido adiposo, una papadita o un par de cartucheras. O tal vez unas tetas desproporcionadas. Eso sí, los trueques siempre al otro lado de la frontera.

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