Hace
unos días reverdecieron las hostilidades entre un sujeto
representante de un porcentaje indeterminado (pero sospecho que
mayoritario) de la población mundial y mi humilde persona, que se
representa a sí misma y, también, a un grupo de rebeldes
imaginados, entre los que espero se hallen ustedes, clandestinos e
Improbables Lectores. Claro que si no fuese así, siéntanse libres de desertar de este caótico lado mío e irse con el enemigo
o, mejor, a tomarse unas cañitas a pie de acera si las finanzas
acompañan.
Decía que hace unos días andaba yo improvisando la compra de frutas,
hortalizas y verduras variadas al cabo de la jodida jornada laboral,
descorbatado y con la ropa sudada del gimnasio macerándose
apelmazada en el fondo del macuto. La visita obligada a un supermercado de fruta al cabo de la jodida jornada laboral no es, como
comprenderán, santo de mi devoción; pero un Soltero Indomable como
yo no puede descuidarse con estas cosas de la alimentación:
Abastecerse en el colmado chino fuera de horario comercial o
resignarse a descongelar las pizzas del Doctor Oetkler o, peor, a
masticar un Whopper con pataticas no es bueno ni para la salud ni
para la autoestima. Uno podrá reírse de Homer Simpson y de los
gordos norteamericanos, pero la posibilidad real de convertirse en uno de ellos no
tiene ninguna gracia; así que, por favor, un esfuerzo vegetariano y
de compras a la frutería, a la mayor gloria del estómago y el cuerpo, que se lo agradecerán.
Una
vez erradicada la figura del frutero asesor que departía con uno sobre
las bondades de este tomate de aquí o aquella lechuga de más alla,
el capitalismo salvaje no nos deja otra opción más que buscarse la
vida entre el granel del género: toque, compare, envase, pese,
etiquete usted mismo y pase después por la línea de cajas, donde por
lo general será atendido por un inmigrante cuyo salario sea con toda
seguridad inmoral, aunque probablemente legal o, incluso, excesivo al
decir del superfuncionario Rehn y otros europeistas amantes de los
recortes ajenos. Ya empiezo a dispersarme, coño.
Toque,
compare, envase, pese y etiquete usted mismo el género pero -ojo-
póngase los guantes. Nunca sin los guantes puestos. Me refiero a
esos de plasticucho traslúcido de los que uno puede servirse en las
gasolineras para no mancharse las manos que, presuntamente, están
limpias. Parecería razonable pensar que ese sea el estado por
defecto de nuestras manos, al menos dentro de las fronteras de un
país civilizado como el nuestro, donde el río Manzanares no es el
Ganges ni la Sierra de Gredos el Mato Grosso. Ya no quedan plagas en
Europa como las de antiguo, esas superproducciones bacteriológicas
que se cepillaban a un cuarto de la población en un santiamén,
cuando todo eran emplastos, cataplasmas y oraciones, antes del
advenimiento de los antibióticos y, con ellos, de las gigantescas
corporaciones farmacéuticas y el Vademécum infinito de cápsulas,
pastillas, solubles, vacunas, inhalables e inyectables capaces de
curar enfermedades que ni ustedes ni yo sabíamos que existían, y
también infinidad de dolencias que de todas formas se hubieran
curado solas con reposo y un poco de paciencia, cualidades
sintomáticas del perdedor inadaptado en estos tiempos
vertiginosos de aquí te pillo, aquí te mato.
A
juzgar por los recursos que destinamos a preservarlas
frente a toda suerte de amenazas biológicas, yo diría que nuestras
vidas se venden cada vez más caras. Hoy más que nunca queremos
vivir más y mejor, y para ello estamos dispuestos a pagar lo que
haga falta para financia la revolución farmacológica que nos librará
de todo mal (lo que, por cierto, vamos a tener que demostrar, a la
vista del proceso de demolición controlada a que se está viendo
sometido el sistema de sanidad pública).
Como
decía, queremos vivir más y también mejor pero, por desgracia, la puta realidad nos coloca sistemáticamente en una encrucijada en la
que hay que elegir entre cantidad o calidad de vida que, como el
valor y el precio, son dos conceptos semejantes pero no
necesariamente equivalentes. Buena prueba de ello son esos ancianos
momificados, verdaderos mártires de la revolución farmacológica,
que languidecen en residencias y hospitales, incapaces de valerse por
sí mismos, como muertos vivientes que engordan las estadísticas de
la esperanza de vida en los países desarrollados.
No quisiera ser agorero, estimados Improbables, pero mi natural
pesimismo me lleva a aventurar un futuro no muy lejano en el que sus
hijos andarán dejándose medio sueldo y/o malvendiendo el patrimonio
que, de haberse muerto como Dios manda, hubieran heredado de ustedes,
con la muy encomiable finalidad de mantenerlos orgánica y
estadísticamente vivos. Sus estertores cronificados cumplirán con
la dudosa función social de garantizar la buena salud (nunca mejor dicho) del sector farmacéutico y de todo el ecosistema
sanitario-asistencial que lo rodea. A esas alturas, casi les
garantizo que su longeva vida será una porquería, una caca, un
colector que va a parar al mar que es el morir.
Desengáñense.
El progreso humano alcanzó hace tiempo ya un punto de inflexión en
el que calidad y cantidad de vida dejaron de ser conceptos
equivalentes para convertirse en magnitudes inversamente
proporcionales. Lean ustedes entre las líneas del cúmulo de
contraindicaciones y posibles efectos secundarios descritos en el
prospecto de cualquier medicamento e intuirán una sofisticada
métáfora del miedo obsesivo y cerval a la muerte. Es este miedo ancestral el que, en el fondo, justifica la acatación ciega de cualquier norma,
conducta o comportamiento, por mamarracho que sea, que nos complicará la existencia cotidiana un poco más, como
por ejemplo el ponerse los dichosos guantes de plástico en las
fruterías. Prueben a no hacerlo y arriésguense a incurrir en la furia de una horda
de pensionistas acomplejados y veteranísimas y relimpias amas de
casa que defienden con uñas (naturales o postizas) y dientes
(postizos en la mayoría de los casos) la Cultura de la Asepsia con
mayúsculas en la que es dogma de fe que cualquier prójimo es un presunto foco de horrendas
infecciones. Hoy se nos exigen los guantes, mañana será la
mascarilla (atención a esos turistas orientales emboquillados) y, en
un futuro plausible, el traje-preservativo integral termosellado
(puedo ver a los amantes del diseño y la moda de vanguardia
salivando).
Ya
no hay mayonesa en los bares, el tabaco produce impotencia, el
alcohol ha de consumirse responsablemente, la muerte nos acecha en
cada curva, tomar el sol sin protección nos aboca irremediablemente
al melanoma y las dietas estrambóticas y el deporte a machamartillo
contribuyen a la infelicidad íntima de mucha gente so pretexto de
una vida sana y equilibrada. Póngase los guantes, estimados
Improbables, estén atentos a la última edición revisada del
catálogo mensual de miedos, amenazas depresiones y fobias. Sigan al
pie de la letra las recomendaciones del Gobierno de España, de los
suplementos de salud y las secciones de autoayuda en las revistas.
Prolonguen su existencia hasta los límites de la esperanza de vida, y
más allá, si es que se puede. Vivan la Vida Sin hasta el final (lejano) de sus días, si es que ese es su deseo: vida descafeinada,
absolutamente depurada de vicios, pasteurizada, higienizada hasta la
náusea. Ponganse los guantes y también la mascarilla si les parece
razonable, si esa es su convicción pero, por favor, tengan mucho
cuidado de no despertar a ese Michael Jackson que todos llevamos
dentro. Y a mi, se lo ruego, déjenme comprar la fruta en paz.
Descubrí
esta canción visionando entre bostezos la tercera entrega de Resacón
en las Vegas. En un momento de la película a los guionistas parece
que se les va la olla y, en un alarde de dramatismo incongruente con
el tono general de los taquillazos de esta onda (joder, no se merece
este análisis, pero en fin...), ponen a cantar a Mr. Chow (el actor
Ken Jeong) en el Karaoke de un puticlub de inspiración country en
las Vegas esta canción originariamente de la banda de Cleveland Nine
Inch Nails (Wikipedia dixit), cuya versión interpretada por el joven
Johnny Cash les acompaño en el hiperenlace que podrán ver más
abajo. Les pido disculpas (i) por el vídeo, que es ciertamente
patético y (ii) por el anuncio publicitario que probablemente tengan
que tragarse antes de entrar en materia musical: