11 de septiembre de 2023

Coñazo de niños

    

     El censo estival de mis vecinos de adosado incluye a dos hermanos y sus respectivas esposas, los abuelos -probablemente los dueños de la vivienda- y dos críos de corta edad cuya autoría biológica atribuyo por mitad a cada pareja. Presumo que como los salarios hoy día llegan hasta donde llegan, cada verano el clan se apelotona sin remedio al otro lado de la valla del patio-jardín que separa nuestras viviendas. Dada la extraordinaria acústica de la calle, que ya quisiera para sí la Ópera de París, mi sosegada vida estival se ve sometida a una especie de podcast inmersivo que me hace partícipe involuntario de la vida de los otros. En tiempo real, mientras escribo esto a altas horas de la noche; esto es, fuera de horario infantil: “Florentino Pérez vive en la calle Velázquez, justo intersección con Francisco Silvela…”. Y, no, decir que no son vecinos gritones; sus conversaciones mantienen un tono normal pero, ya digo, en esta calle la acústica es inmejorable, “(…) y se me han olvidado las llaves, por eso estaba preguntando (…)”. Imposible sustraerse.

    Debo insistir en que el popurrí familiar del adosado colindante no forma vocerío, y que la culpa de las reflexiones de este blog no la tiene el exceso de decibelios sino el indigesto contenido de la murga con la que me vienen atormentando desde el patio de al lado, día sí y día también, desde que comencé mis vacaciones.

    Son los niños -pobrecitos- la causa de todos mis quebrantos veraniegos; niños soportando la injerencia constante de los adultos a cargo de su cuidado y educación, como torpes quintacolumnistas haciendo esfuerzos y sacrificios estériles para infiltrarse en un mundo infantil al que no pertenecen.

    Para mí que la culpa de todo la tienen las teleseries y películas americanas para todas las audiencias, aquejadas por un insufrible y crónico trauma de guion en el que una relación paterno (o materno) filial fallida o amenazada condiciona indefectiblemente los derroteros de la trama. El mensaje subyacente es que la familia unida jamás será vencida, y de ahí el modelo de padre norteamericano: ese padre-héroe divorciado que lleva a sus hijos al béisbol o que acude a la función de teatro del colegio o a la ceremonia de graduación con un balazo en el estómago tras salvar al mundo y que muere heroicamente después, pero no sin antes haberse reconciliado con su mujer (en el fondo aún enamorada) y los retoños (eres el mejor papá del mundo). Y lo mismo vale para la madre: ex-prostituta o drogadicta rehabilitada, agente undercover de la CIA, superheroína con problemas domésticos, también divorciada o a punto de malograr su sacrosanto matrimonio con un marido pánfilo que la adora y unos churumbeles echándose a perder (malas calificaciones, malas compañías...) por culpa de su quehacer profesional Al final, triunfa el bien, muere el mal y la familia unida jamás será vencida: God bless America.

    Al modelo de progenitor de corte norteamericano hay también que sumar la pujanza de la psicología de revista de modas -con presencia creciente en las secciones de la prensa generalista- que, frente a la cachetada educativa de tiempos pasados, nos anima a tender canales de comunicación racionales, argumentativos con el niño, con resultados que a mi juicio dejan bastante que desear. Así, no es infrecuente que en la búsqueda de un ámbito común de entendimiento con el querubín, los padres de hoy en día, pasados de frenada, depongan incondicionalmente las armas de la autoridad frente a un pequeño adversario más listo que los ratones colorados, y que toma el mando en plaza en un abrir y cerrar de ojos: tras la bochornosa claudicación, el Rey de la Casa somete a quienes son ahora sus súbditos balbucientes a las leyes y convenciones de su mundo infantil de caprichos, berrinches y despropósitos.

    Dicho todo lo anterior, regreso a mis vecinos de adosado y a sus dos Imperiales Criaturas. Regreso con desazón a la turra distópica que me veo obligado a soportar, como ya he apuntado, por obra y gracia de las excelentes condiciones sonoras de esta calle vecinal. Pareciera que los cuatro adultos (más un número indeterminado de comadres que van y vienen en horario infantil y la esporádica presencia de los consuegros, todos ellos partícipes de la conspiración) nada tuvieran que conversar entre sí en presencia de las Imperiales Criaturas. Como en una diabólica catarsis de retraso intelectual colectivo, el patio contiguo se transforma en un jardín de infancia de pesadilla en el que progenitores, abuelos, consuegros y comadres se calzan los pañales, aflautan la voz y empiezan a proferir sandeces, probablemente con la loable intención de entablar una dialéctica constructiva con los niños. El pandemonio es incesante hasta que, gracias a Dios, se los llevan a la playa o a dormir. O a donde sea, pero se los llevan.

    Triunfa el modelo norteamericano de progenitor comprensivo, devoto y protector de sus hijos, dialogante hasta el absurdo, condenado a un sinfín de actividades extraescolares que le privan de su escaso tiempo propio y, de paso, esquilman su bolsillo. Triunfa el intervencionismo woke en la infancia de los críos. Triunfa el empoderamiento descerebrado que dinamita los límites del respeto y que otorga voz y voto a quienes aún no saben hacer una o con un canuto. Y, en lo que a mí respecta, triunfan las formas de comunicación empalagosa, invasivas de un universo infantil al que los adultos no pertenecen. En vez de dejar que los niños estén a sus cosas, que jueguen con su amiguito imaginario si fuera menester, mis vecinos -sobre todo las abuelas y las comadres- se empecinan en calzarse el disfraz de subnormal para realizar una inmersión patética en los mundos de Peter Pan y allí abanderar intercambios sonrojantes con los que sabotean sistemáticamente mis lecturas, mis cervezas y mis ratitos pasmados a pie de porche.

    Y lo más triste es que pensarán que lo están haciendo bien, que ser padres y abuelos consiste en eso: no sólo desfilan dócilmente como ovejas al matadero de los constructos sociales importados sino que, para mayor inri, hacen lo posible por bordar el desfile (y a fe mía que lo consiguen) dejando el listón de la estupidez aún más alto para los borregos que vengan detrás

 

*** 


    P.s. Cuando termino de escribir esto, ya en los estertores del verano, mis vecinos y las Imperiales Criaturas se han esfumado. La calle retoma su cacofonía habitual, inclusive la progenie adolescente de los Neocatecuménicos, dos adosados más allá. En verdad que Dios les ha dado muchos... pero eso ya es otra historia.

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