14 de octubre de 2023

La mirada del buen cubero

    Las veo a diario por la calle. O mejor: las miro como si me hallara bajo los efectos de un cocktail en el que se mezclan a partes iguales un vago deseo sexual reprimido y la admiración discreta de un canon estético lo suficientemente laxo como para acomodar el gusto de cualquier varón blanco heterosexual.

    Como llevo haciéndolo -de tapadillo- casi toda la vida, creo no equivocarme cuando afirmo ser experto en catalogar mujeres hermosas, tías buenas, hembras atractivas, muchachas con ángel, chicas con palmito... Llámenlas como quieran. No me considero un gran lector; apenas frecuento restaurantes y mi cultura musical no da para mucho. Del mundo natural conozco lo justo, carezco de méritos deportivos (salvo un humillante trofeo “a la constancia”) y en el mundo abstracto de los números soy un zote. Soy un tipo del montón, un humano promedio de esos que vive, produce y muere sin que el mundo deje por ello de girar. Me distraigo: tengo un blog. A este lado de la frontera del conformismo yo diría que mis niveles de autoestima son normales.

    Ahora bien, y como he dicho antes, tratándose de mujeres, entendido el sexo femenino como objeto de contemplación y de deseo contenido, me considero un experto, aunque ello no tenga, sin embargo, mérito alguno, puesto que esta especialización de la que aquí hago gala es excelencia compartida con el resto de la población masculina de la Unión Europea. Formamos una especie de colectivo secreto e incomunicado, una secta que mira, piensa y disimula so pena de incurrir en la cólera de un legislador que navega viento en popa a toda vela en temporada de huracanes pseudofeministas.

    Como casi todos los miembros de la secta, somos seres civilizados que acostumbran a mantener las distancias cuando de interacción social se trata y, por supuesto, cuando miramos a las mujeres de aquella manera, lo hacemos sin sobrepasar los límites del pudor y la vergüenza ajena (y la propia). Atrás quedaron los tiempos del pijama de saliva y otros piropos trogloditas. En lo que a mí respecta, confieso mi debilidad por la prospección visual de las mujeres con las que me cruzo por la calle: mujeres tridimensionales y al natural; esto es, sin filtros aduladores ni posados chabacanos de esos que infestan las redes sociales. Una mirada, la mía, necesariamente fugaz, siempre insuficiente, resignada a la constatación de que lo bueno, si breve, dos veces breve, como no podía ser de otra manera, por mucho que se empeñe el aforismo en convencernos de lo contrario.

    Fruto de mis observaciones puedo afirmar que también ellas son dadas al escrutinio compulsivo de su aspecto en escaparates, vidrieras y cualquier superficie urbana que se preste para ese fin, aunque sólo Dios sabe lo que ellas pensarán frente a su reflejo; acaso un juicio sumario y severo sobre su aspecto esa mañana. Es de suponer que, de puertas para dentro, donde la vista no alcanza, las mujeres -y las personas en general- son un enigma tras el que se ocultan miserias, grandezas y todo el espectro moral que transita entre esos extremos.

    A juzgar, ya digo, por lo muchísimo mirado hasta ahora, yo diría que en mi catálogo mental las hembras urbanitas integran una de las siguientes taxonomías generales, cuyos paradigmas son: aquellas de belleza indiscutida; las reinas del barrio de Salamanca, que visten bien y que probablemente huelan mejor y que, sin embargo, parecieran no haber tenido un buen día o sobreesforzarse en reafirmar su genética premium con altivez malhumorada que proclama a los cuatro vientos un porque yo lo valgo: vista al frente, labios tensionados, paso desafiante, gafotas ahumadas de marca con incrustaciones de pedrería, celular en ristre… Otro colectivo lo forman las Hermosas Pudorosas, que parecen avergonzarse de su palmito, como si caminaran a plena luz del día bajo la amenaza latente del macho cavernícola capaz de arruinarles el día con un requiebro soez limítrofe con la agresión sexual. Suelen ser muy jóvenes. Van con los hombros hundidos y mirando al suelo o a la pantalla del teléfono móvil, sin una mala carpeta de instituto que llevarse al pecho con la que parapetar sus defensas naturales. Esta actitud de humilde recato contrasta paradójicamente con su vestimenta, diseñada para ceñir y lucir curvas armoniosas -las suyas-, reveladora de espacios corporales atrevidos por los que asoma algún tatuaje tribal o de fantasía; ese tipo de trapos de franquicia de modas en los que la higiene postural es un requisito insoslayable que en el caso de estas chicas vergonzosas brilla por su ausencia. En el polo opuesto de esta taxonomía callejera están algunas muchachas poco agraciadas que, además de serlo, diría yo que se empeñan en parecerlo, con cuerpos endomorfos carentes de tono muscular, vestimenta gótica de negro deslustrado, cabellos azules, rojos o de cualquier pantone de la gama comercial de Titanlux, acné a juego con la piel mortecina, zapatones polvorientos, piercings de ferretería industrial... Por supuesto, y como he apuntado antes, estos son ejemplos paradigmáticas, extremos. En las categorías intermedias se halla la gran mayoría de mujeres abanderadas que cada día integro felizmente en mis registros visuales de discreto viejo verde. Todas esas mujeres con sex appeal que, al decir de una canción viejuna:

Las chicas tienen

Algo especial

Las chicas son guerreras

    Y luego está el colectivo de mujeres invisibles, las que la mirada no registra, que a menudo son las que entran con fuerza en la vida de uno. Pero de esas no voy a hablar aquí. Pensándolo bien, es más que probable que sea yo también un hombre invisible a la mirada femenina: es justicia poética que acato sin acritud.

    Llegado a este punto no me cansaré de remarcar que mis apreciaciones, tal vez desconsideradas, se ciñen exclusivamente a las formas externas. De los cinco sentidos que Dios me ha dado, lamentablemente ninguno está diseñado para detectar la belleza interna mientras viajo en un vagón de Metro. Lo esencial es, por supuesto, invisible a los ojos, me doy perfecta cuenta, pero eso no le resta importancia a la experiencia estética que a uno le brinda la vista. Femme fatales, viudas negras, beldades aventureras y otras sirenitas de la vida no son más que trampas literarias para hombres con pocas luces, incapaces de ver, cuando la vida les brinda la oportunidad, más allá de lo que miran sus ojos. El Soldadito Marinero de la canción no es más que un necio que se merece acabar como acabó: jubilado sin pensión y con la cartera (y la cama) vacía.

    Creo que nada legitima el absoluto demagógico que prescribe dejar de considerar a las mujeres como meros floreros u objetos de adorno. En realidad, y para ser ecuánime, esto también aplicaría a hombres tronistas y machotes de moda: a pie de calle todos somos objetos animados, como NPCs en el sofisticado videojuego de la realidad, permanentemente expuestos al juicio estético de nuestros pares en un mundo en el que sabemos -o debiéramos saber- perfectamente que las miradas sólo matan en el territorio de lo metafórico.







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