No me gusta meterme en jardines ajenos
ni abrir ese o aquel melón de temporada, entre otras cosas porque en
los medios de comunicación de este país abundan prestigiosos
jardineros paisajistas y hortelanos profesionales ante cuya formación
y experiencia me quito el sombrero: quién soy yo para opinar, qué
puedo yo aportar en los asuntos de candente actualidad que no hayan
abordado ya exhaustivamente comunicadores e influencers desde
las abigarradas trincheras del espectro político.
Me
refiero, claro está, a la presunta agresión sexual perpetrada ante
las cámaras de televisión de medio mundo por el ahora expresidente
de la Real Federación Española de Fútbol. A estas alturas de la
película, la víctima del atropello, a la sazón capitana de la
Selección Española de fútbol ha hecho mutis por el foro tras
interponer denuncia ante la Fiscalía: testificará desde México
lindo, supongo, a través de videoconferencia, como los políticos de
alcurnia. Por su parte, el exdirigente concede entrevistas a medios
extranjeros, a la manera del prófugo Puigdemont. En mi opinión, el
inglés macarrónico del entrevistado no es buen aliado si lo que
pretende es ofrecer urbi et orbe su visión exculpatoria de
unos hechos presuntamente constitutivos de delito. En fin, Ana
Botella en su día lo hizo peor.
Cual
tertuliano de bar reconozco mis carencias intelectuales. Soy de
natural perezoso: nunca me ha dado por indagar en las exquisiteces
jurídicas que apuntalan la legitimidad de la Ley de Garantía
Integral de Libertad Sexual ni en las filosofías complejas que
subyacen a la dialéctica del movimiento feminista. Gracias a Dios,
son cuestiones que, a diferencia, por ejemplo, de la gasolina o el
aceite de oliva, no tienen incidencia directa en mi día a día. De
hecho, mi conocimiento y experiencia del 99,99% de la realidad es de
oídas y de pasada: el mundo es así en la medida en que así me lo
han contado. Consciente de ello, es natural que escepticismo y
sentido común sean, al menos para mí, herramientas muy útiles a la
hora de interpretar el porqué de las cosas. Y la víscera. También
la víscera.
Me
declaro, por tanto, culpable de la escasa profundidad con la que
abordo de las cuestiones objeto de este blog de pachanga. En
particular, el asunto de hoy está escrito un poco con la mano tonta
pero, parafraseando a Jesucristo, el que se haya leído la exposición
de motivos de la Ley Orgánica 10/2022, de 6 de septiembre que arroje
la primera piedra.
Así
que, en lugar de analizar las implicaciones jurídicas y filosóficas
del caso hasta sus últimas consecuencias -ya digo, no podría por
pura pereza-, abro la navaja de Ockham y araño la superficie de los
hechos en busca de explicaciones simples, y esto es lo que me
encuentro: el presidente de la Real Federación Española de Fútbol
pierde los papeles tras el gol que dio la victoria a la selección
femenina en el campeonato mundial de fútbol. En un arranque emocional impropio de su
cargo, confunde el palco de autoridades con los vestuarios del club,
a la reina de España con el fisioterapeuta y no se lo piensa dos
veces antes de agarrarse el paquete y celebrar: ¡¡uno a cerooooo!!
¡¡Toma toma, Inglaterra, cómeme el nabo, oe oe oe!!
Si
me piden enjuiciar prima facie el comportamiento de Luis
Rubiales, la víscera me grita que hace falta ser gilipollas, el
sentido común se abstiene de opinar y el escéptico que habita en mí
me susurra que de los cargos políticos puedes esperarte cualquier
cosa, incluso que un primate se haya alzado con la presidencia de la
RFEF. Cosas veredes, amigo Sancho...
Por
supuesto, y como es bien sabido, la cosa no acaba ahí: en pleno
subidón emocional (más agravante que atenuante, considerando la
dignidad institucional del cargo), el presidente-primate, embriagado
de felicidad heteropatriarcal, inmoviliza y propina a Jennifer
Hermoso, capitana de la selección española, un besote de esos que
se dan -y se reciben- con los labios y los dientes apretados. Un
besote quizá sin vicio, pero también a prueba de cobras.
La
sarta de descalificaciones proferidas por el expresidente en la
entrevista postpartido para cauterizar el primer chispero de críticas
(pringaos, tontos del culo, gilipollas)
confirman, de nuevo, mis impresiones sobre un personaje de magna
prepotencia, por cuyas venas corre la sangre caliente de Jesús Gil,
Donald Trump, Elon Musk y demás histriones soberbios, ebrios de
poder.
Al
otro lado de la ecuación están los hechos de Jennifer Hermoso;
primero -esta vez sí- en el vestuario y, después, a bordo del
autocar. El primer vídeo me muestra a la capitana amorrada sin
complejos a un botellón de champán, aún vestida con el uniforme de
la selección; la chavala está celebrando sin atisbo de traumas ni
mala sangre que acaba de ganar un campeonato del mundo. Con la boca
llena de migas, Jenni farfulla un “ehhh... pero no me ha gustao,
¿eeeehhh?” a propósito del beso, y después
continua zampando pasteles a dos carrillos como si no hubiera un
mañana. Jolgorio de instituto a su alrededor. En el segundo vídeo,
ya en el autobús, sus compañeras de equipo corean con retranca
juvenil “¡¡beso, beso, beso, besooo!!” y después
jalean “¡presi, presi..!”. Pienso en cómo, días
después, rodarán cabezas federativas por aplausos similares a Luis
Rubiales.
Hasta
ahí creo yo que la trascendencia de los hechos según se nos
presentan, por obvia, no precisa análisis sesudos ni dobles
lecturas. No hay que darle más relevancia al asunto que la que
evidencia el testimonio gráfico de las apariencias. No cabe duda de
que Luis Rubiales es un gañán con cargo, un orco con mando en las
altas esferas del deporte, pero no es menos cierto que Jennifer Hermoso
no es precisamente una delicada flor necesitada de un galán que
defienda su honor mancillado. El suceso no es más que una anécdota,
desafortunada en las formas pero sin enjundia de fondo que, en mi
opinión, no justifica la deriva catastrófica de los acontecimientos
posteriores.
La
tormenta perfecta, el shitstorm, se gesta después, cuando
toman cartas en el asunto el sindicato de jugadoras, los políticos,
los juristas, la prensa especializada, los tertulianos, las redes...
Empiezan a cocinarse los conceptos que aportarán sabrosura mediática
a la polémica: “beso no consentido”, “agresión sexual”,
“coacciones”.
Imagino
a la pobre Jenni atrapada entre la espada y la pared: a un lado del
teléfono, Luis Rubiales, o su entorno, calentándole la cabeza para
que matice unos hechos, pidiéndole -tal vez exigiendo- mentiras
piadosas: cómete ese marrón por el bien del deporte español,
campeona. Luego la llama el sindicato de jugadoras y le tienta con un
puente de plata: déjalo en nuestras manos, que tú no sabes ni debes
gestionar estas cosas.
Yo
en su lugar hubiera hecho lo mismo: quitarme de en medio y dejar que
Luis Rubiales se coma sus propios marrones -a César lo que es de
César-, dando carta blanca al sindicato de jugadoras para liarla
parda en mi nombre. A mí plim, yo me voy pa Ibiza a continuar
celebrando con el resto del equipo.
Y
así fue que el sindicato dijo lo que dijo a propósito del asunto a
golpe de comunicado oficial, difundido y ampliamente glosado en todos
los medios de comunicación. Mientras tanto, Jenni se apretaba su
tercera piña colada en la cubierta de un yate alquilado por la
Federación, probablemente planificando algún tatuaje conmemorativo
de su gesta mundialista.
Después
llegaron las mareas jacobinas: el populacho iracundo, puesto hasta
las cejas de Agresión Sexual, ofreciendo inopinadamente solidaridad y
apoyo a una víctima a propósito de algo que ni fue agresión ni
tuvo componente sexual alguno, al menos tal y como yo entiendo el
significado de esos términos sin necesidad de recurrir a la Real
Academia.
Aquí
se acaban las explicaciones simples. Cerremos la navaja de Ockham y
dejemos que corra la sangre.