Copio y pego: “Se entiende por
utilidad marginal de un determinado bien el aumento (o, en su caso
disminución) en la utilidad total que nos supone el hecho de
consumir una unidad adicional del mismo”. Y sigo
copiando y pegando: “La ley de la utilidad marginal decreciente
es una ley económica que establece que el consumo de un bien
proporciona menor utilidad adicional cuanto más se consume [...].
Se produce una valoración decreciente de un bien a medida que se
consume una nueva unidad de ese bien”. La cosa tiene bastante
más ciencia detrás, pero a mí me faltan las fuerzas para seguir
estudiando la cuestión y, como imagino se habrán dado cuenta,
polvorientos Improbables, este blog es de superficie, y quien esto
escribe carece de cualificaciones profesionales, carisma o
habilidades que confieran peso y seso a las opiniones aquí vertidas
pero -hey- al presidente de los EE.UU. le sucede lo mismo, y ahí lo
tienen, opinando de casi todo un poco, como los contertulios de los
programas de televisión. Como los jugadores de fútbol. Como los
influencers. Entiendan
que me dé por indultado. Así
que, se me ocurre que,
a la vista de las leyes macroeconómicas anteriormente citadas, la
sociedad de consumo, el tejido industrial que
alimenta bocas, engorda bolsillos y mueve los dineros del mundo se
sostiene -cada vez más a duras penas- sobre este principio de
utilidad marginal decreciente, en connivencia con la estupidez
humana, la ciencia de
los números y, más
en concreto, la estadística
porcentual. Convendrán conmigo en que uno
es menor que dos y, a partir de ahí, y por idéntica lógica
matemática, diríamos que 1 < 1,000000000000000001. Si saltamos
de las matemáticas a la filosofía aplicada al mundo que nos rodea,
podremos afirmar que más es mejor: 2
x 1 (luego
dos mejor que uno);
3 x 2
(luego tres mejor
que dos y, en caso de que ello no fuese del todo cierto, nada mejor
que apuntalar el argumento con aforismos tramposos: lo que abunda no
daña, corriendo un tupido
velo sobre el sobrante: cuando no es mal o cizaña.
En
un mundo en el que la tecnología es reverenciada como un dios, los
mercaderes teledirigen nuestros
hábitos de consumo en
función de la supuesta excelencia tecnológica de las cosas y nos
la cuelan doblada con la
promesa tácita de que la versión 2.0.1.1.9.32 de este o de aquel
cacharro nos hará inmensamente
más felices que la versión 2.0.1.1.9.31, ya se encargan los
publicistas de adornarlo con la matemática y
la ciencia que corresponda:
nueve de cada diez dentistas, el coeficiente de impacto y absorción
en la pisada, cuatro coma
noventa y nueve litros a los cien kilómetros, ofertas a 1,99 €
(antes a 2,00€), procesador de ocho núcleos, ahora hasta 500 gb
por segundo, compresa de triple
capa y triple absorción, sistema de doble cámara con sensor
principal angular de 12 megapíxeles, colchón
viscoelástico con tecnología cooler
... Querido
ciudadano del mundo, no es extraño
que después de tantas
sesiones de televisión-basura, tránsitos cotidianos por calles
empapeladas de reclamos publicitarios, cookies
delatoras de tus preferencias
de consumo, se te pongan los
dientes largos y pienses que
lo que tienes aquí y ahora
es una puta mierda y que lo bueno, lo verdaderamente bueno, está por
llegar. Y además, si los dineros no te alcanzan,
para eso está, (ejem)
Cofidis.
Lo
maquiavélicmente
perverso de todo ello
es que no estamos locos, que sabemos lo que queremos, y que vivimos
nuestras vidas igual que si fuera un sueño en el que la
quiebra de las leyes de la
lógica, los límites anestesiados
que separan lo bueno de lo malo,
la aceptación resignada de
insensatez y la necedad son
parámetros normalizados que definen nuestras vidas desde que nos
levantamos hasta la hora de dormir y soñar sueños de verdad.
Así
que, naturalmente, no les voy a contar nada que no sepan: la utilidad
marginal de cada consumo adicional del mismo bien es cada vez menor.
A pesar de lo
que les hayan contado en la
superproducción publicitaria, con su
nuevo (y caro) teléfono
seguirán reenviando los
mismos memes y
extraviando en el abismo de la tarjeta memoria aquellos
selfies (de
calidad aún más extrema),
mantendrán los mismos intercambios (prescindibles
en su mayoría)
con sus contactos
y perderán el poco tiempo
libre de que disponen gestionando las opciones de sus apps de banca.
Y no les quepa duda de que volverán a morder el anzuelo cuando
compren su próximo teléfono móvil (más caro) cuya utilidad
marginal será incluso, menor aunque sea plegable.
De
la ventanilla con manivela manual nos pasamos al aire acondicionado
y, de ahí, al climatizador, y,
salvo que la tecnología industrial
de la automoción nos
depare un sistema de
acondicionamiento ozonizado o
con propiedades viricidas adaptables a según qué pandemia se halle
en boga, esa vía muerta de la utilidad marginal decreciente será
sustituida por la de la hiperconectividad, cada vez mayor, hasta que,
¡oh, maravilla entre maravillas! podamos ver una serie de Netflix,
jugar despreocupadamente al Fortnite o
(para los transgresores extremos) fumar un cigarrito culpable
en los
desplazamientos a la oficina.
Por
desgracia, la Pachamama
ha sufrido bajas considerables, ya que por la senda de la utilidad
marginal decreciente o, mejor
dicho, en sus cunetas, se nos
han extraviado
toneladas y toneladas
de residuos
metalúrgicos,
derivados plásticos
y circuitería industrial inservibles
sobre cuyos sedimentos, como en
especie de orogénesis, se
yergue una montaña de chatarra formidable. Y en la cumbre de esa
montaña de chatarra
podemos ver a Elon Musk
enarbolando la bandera del
progreso, reivindicando un mundo más limpio, más sostenible, mejor.
Colón
lavaba más blanco. Hurgo en la memoria y se me vienen a la cabeza
conceptos como “blanco nuclear” (¡!), “triple poder
blanqueador”, “blancura sin rotura”. Probablemente haya muchos
más. Una vez agotada la utilidad marginal implícita
en el color blanco, a alguien
se le debe de haber ocurrido iniciar una cruzada publicitaria en
defensa de los restantes
colores ninguneados, y como
nos hallamos
en una sociedad inclusiva, hasta el negro, sinónimo de sucio en el
imaginario colectivo, tiene
su espacio en el mundo de los detergentes. Donde
una vez hubo una humilde pastilla de jabón Lagarto, solitaria en su
bacinilla de plástico verde en el armario debajo del fregadero,
apareció después la caja de
cartón con detergente en polvo que luego
evolucionó hasta el tambor
imperial de cinco kilos. Siguiendo
los dictados de la utilidad marginal decreciente, el armario de
debajo del fregadero tuvo que organizar el espacio para acomodar un
botellón de detergente líquido genérico, otro (generalmente más
pequeño) especial para prendas delicadas, además de los botellones
opcionales especializados en manchas rebeldes, ropa de colores,
prendas deportivas pestilentes y, por supuesto, el magnum de
suavizante (por cierto, otro
exponente de la utilidad marginal decreciente de las cosas).
Lo gracioso de todo ello es
que la ropa nos dura, por puro aburrimiento, dos telediarios, y los
contenedores de la Humana y
organizaciones similares no
dan abasto para reintroducir en el ciclo del mercado los
desechos de la cultura del shopping.
Consulto
en la Wikipedia por curiosidad quién es autor (o autriz) del
concepto, y al parecer se trata de la primera de tres leyes
enunciadas por Hermann Heinrich Gossen, al que desde aquí testimonio
mi agradecimiento al tiempo que presento mis disculpas, por haberlo
empleado en vano, porque seguramente lo hasta aquí escrito no es más
que el producto de mi apresurada -e interesada- interpretación osada
de cosas
de la ciencia con dos rombos.
Ya
concluyo. Me acuerdo del astronauta pisando la luna por primera vez,
y pienso, llegados a este punto, que
los
pasitos tecnológicos, cada vez más cortos, del ser humano quedan
transmutados, por obra y gracia de esta
especie de matrix
publicitaria en la que nos
hallamos inmersos, en grandes
saltos para la humanidad. Mientras
tanto, un maniquí atraviesa el espacio sideral
al volante de un Tesla Roadster. Cuanto
más lejos, mejor.