22 de diciembre de 2018

Darth Vader


Permítanme que me presente. Digamos que me llamo Darth Vader y, como es notorio, voy de luto riguroso por la vida: luto satinado, cueros adustos, ropones de negro sable. Para mí todo lo oscuro ha devenido en una segunda naturaleza a la que ya me he acostumbrado, mal que me pese. Y hasta diría que le he cogido el tranquillo: la épica de las calaveras, la estética de la muerte, el lujo entrópico, el ruido bronco de las motocicletas pesadas… Por contraste, no soy temido a pesar de las oscuridades, a pesar de mi poder o quizás precisamente por eso. Acaso, y sólo a veces, incomprendido. No se crean todo lo que George Lucas pueda haberles contado de mí o, mejor, no se crean nada. No me imaginen rodeado de esclavos sombríos ni de sumisos y acogotados chupatintas imperiales vestidos de gris norcoreano. Todo falsa imaginería fabricada a la medida de los niños impresionables y de algunos adultos un poco lelos, la verdad. La indumentaria oscura, sí; ya les he dicho antes. Y la Fuerza también. La Fuerza, que es la mía.

Hubo un tiempo lejano -apenas lo recuerdo ya- en el que era yo carne doblegada, huesos truncos y corazón triste; uno de tantos aplastados que andan por ahí dando tumbos como sonámbulos. Quizá tuve mala suerte, quizá busqué sin querer mi mala suerte. Encontré a quienes nunca me quisieron o puede que nunca quise, en realidad, a quienes me encontré. Fui bueno o imbécil o las dos cosas a la vez. Me aniquilaron una, dos, tres veces. Me dieron tormento. Aullé en silencio, hacia dentro, que es donde más duelen los aullidos. Sufrí creyendo merecerlo, como sufren algunos gilipollas. Y si les acabo de decir que apenas lo recuerdo ya, les he mentido.

Un día, se me rompió el alma, se partió la rosca que me atornillaba. Algo sanseacabó dentro de mí. Rompí la baraja queriendo, y sin querer me abandoné al caos de las cosas. Caí a plomo hacia ninguna parte, hacia donde todo da igual: fui nada, y entonces fue cuando me alcanzó la Fuerza de sopetón. Hubo un Gran Bang: exploté en infinitos pedazos y me dispersé violentamente por el mundo, como un torbellino de polvo enamorado, entre las cosas y las personas. Entré a saco en el Lado Oscuro y allí vi gente llena de agujeros negros: gente que hacía aguas por todas partes, malos rollos de dimensiones inabarcables, cicatrices abisales, extravíos y desorientaciones, muertos reales y muertos de opereta, ahogados en su vaso de agua o en un mar de lágrimas, orgullos heridos de muerte, autoestimas terminales... Un mundo desgastado por la Materia Oscura, como un gigantesco retablo descolorido por el suceder de las cosas tristes. Debajo, cubierto de mugre, el tapiz maravilloso y colorista sobre el que había arraigado toda esa vida enferma. Me dije que no podía yo seguir viviendo en medio de toda esa mierda dolorida, así que fundé doce o trece grupos de Whatsapp, me hice socio de un club de Basket de la Liga Oro y empecé a viajar barato a cualquier parte del mundo que se me pusiera a tiro. Y hablé. Hablé con perfectos desconocidos y escuché, sobre todo escuché, mientras bebía como un cosaco en este bar de aquí o en el de más allá. Bailé hasta reventarme, bailé hasta perder la cuenta de los omeprazoles y las aspirinas ingeridas después de tantas noches de después. Divorciado de mí mismo fui feliz sin estar en ninguna parte, y por todos los rincones del Lado Oscuro esparcí un torbellino de colores que no era otra cosa que la Fuerza. Mi Fuerza, una y otra vez, mi Fuerza nueva e inagotable, mi Fuerza destructora de sombras y miserias. Fui feliz regalando lustre y vida a quienes se cruzaban por mi camino. Fui hermoso durante un tiempo.

Después, comenzó el desgaste. Empecé a pagar el precio de batallar con el cieno de las cosas. A la par que mi aspecto, mi alma se fue ensombreciendo. Sucio y marchito, adopté la indumentaria funesta que me caracteriza: el negro ascético que oculta y disimula a la perfección el sinnúmero de cicatrices, callos y durezas acumulados a lo largo tantas escaramuzas en el Lado Oscuro. Como un siniestro botín de guerra, el expolio de las miserias ajenas se convirtió en la única recompensa que me concedía la Fuerza, una Fuerza que poco a poco comenzó a dominarme. Es cierto que continuo redimiendo a extraños tristes: recientemente he ingresado en un grupo de simpatizantes de las telenovelas de los Ochenta, me apunto a las visitas guiadas a los museos de cera y les escribo cuentos feos a mis sobrinos. Sospecho que la gente me aprecia, aunque si bien eso me hacía antes feliz, ahora cada vez me importa menos, porque creo haber hallado un equilibrio en la indiferencia. Cada vez más poderoso, más popular, soy ahora el Señor Oscuro de una inmensa red social: Lord Vader, el Redentor de los Desconocidos Tristes, el Sanador de Almas Putrefactas, el Salvador de Suicidas Emocionales.

Duermo poco. A veces creo que me quedo dormido con los ojos abiertos. Pienso en el día en que alguien me abrazó y tuve miedo. Revivo mi propia muerte, que tan cerca estuvo, pero que no llegó. También entonces tuve miedo, pero fue distinto.

Mis días de cólera son terribles, aunque esos los paso con la televisión encendida y sin salir de casa mientras los mensajes se acumulan por cientos en la memoria de mi teléfono móvil; burocracia imperial con mil bombardeos a los que apuntarme: fiestas, inauguraciones, conciertos, cursillos, deporte...

Tal vez mañana reorganice la cuadrícula cada vez más enrevesada en que se ha convertido mi vida social. Y aunque la dispersión sea brutal, todo es manejable desde la calma interior indiferente, alcanzada tras un aprendizaje bastante doloroso en el que he tenido que abandonar a este torbellino feliz que una vez fui Yo.

Creo que voy a aprender a jugar al Golf. Aunque las emociones, ya digo, han dejado de ser prioritarias, aún me queda la curiosidad, que es ahora el combustible de esta Fuerza mía insaciable. Fuera de ella, no veo más que miedo y fragilidad, y un mundo al que no quiero -tal vez no pueda ya- regresar. Mañana a las doce tengo un taller de Mindfulness para mascotas, así que, si apuro, aún puedo desayunar con X, a quien conocí en un receso, durante unas jornadas de micología, y al que no he vuelto a ver desde entonces. Pero hoy no hay en mi mundo más que televisión, sofá y horas bajas. Acaso esta noche tome otra píldora sedante, que es la única forma que conozco de que la Fuerza me abandone durante unas horas. Mi pijama, por supuesto, es de seda oscura.

No hay comentarios: