31 de mayo de 2015

Selfies


Somos criaturas eminentemente visuales, diseñadas para acceder y relacionarnos con el mundo que nos rodea a través de la mirada. Es la mirada el primer portal de nuestros prejuicios; la que filtra y cataloga lo bello, lo deseable y discrimina lo repugnante según patrones preestablecidos e interiorizados: venga a nosotros un jardín en primavera o las muchachas que anuncian perfumes caros en los espacios publicitarios del mobiliario urbano y no nos dejes caer en aquella caca de perro que alguien olvidó sobre la acera. Aparta, Señor, de nuestros sueños la sonrisa leporina de un expresidente del gobierno. Sí, claro, entendemos perfectamente eso de que no es oro todo lo que reluce, que las apariencias engañan y que lo esencial es invisible a los ojos, etc. Hasta somos capaces de argumentar y defender intelectualmente estas causas sin duda nobles y políticamente correctas, pero irremediablemente perdidas, porque a primer golpe de vista, lo feo, lo viejo y lo decrépito nos seguirá dando, cuanto menos, cosica, mientras que los colores alegres de un stand de gominolas o el galán de ojos verdes que coprotagoniza El Príncipe serán siempre bienvenidos al inventario de las cosas buenas que pueblan nuestro panorama mental, aunque las primeras sean un cóctel deleznable de conservantes y otros químicos (aunque legales) y el segundo trafique (en la serie de televisión, entiéndase) al por mayor con sustancias ilegales (aunque naturales).

Pero aunque el mundo nos entre por los ojos, paradójicamente, no nos es dado observarnos y juzgarnos, gustarnos y querernos de la misma forma en la que lo hacemos con nuestro entorno porque o miras o te miran, no queda otra, salvo el viaje astral. O un Selfie.

Ha llovido desde que Narciso se enamoró de su reflejo en las aguas de una fuente. Después fue el espejo que le hacía la pelota a la madrastra de Blancanieves, sin duda precursora de las MILF. Pienso también en los autorretratos de los pintores mercenarios que asimismo retrataban a sus patrones para la posteridad. Luego llegó la fotografía analógica y, con ella, la autocontemplación se transformó en posibilidad más o menos democrática y todos pudimos reconocernos como narcisos modernos en aquellos estanques químicos sobre papel plastificado que fueron las fotografías en color; un reconocimiento no exento de extrañeza -e incluso decepción- ante el descubrimiento de que nos suponíamos bastante más guapos y atractivos de lo que en realidad éramos; lo que a muchos feos (y feas) nos llevó a abrazar fervientemente las tesis de Saint-Exupéry y supongo que a otros feas (y feos) igualmente desencantados, aunque más ilustrados, las de Platón, y pertrecharse así para la batalla de las hormonas a la salida del instituto; batalla perdida de todas formas, pero transmutada en victoria moral del héroe que se rebela contra la adversidad y pierde como Dios manda. Fue entonces que el mundo empezó a poblarse de corazones rotos y románticos incurables.

Con el advenimiento de la telefonía inteligente llegan los autorretratos o la posibilidad de la gestión autónoma de la propia imagen. La era del Selfie, combinada con el virtuosismo tecnológico del retoque digital y la osadía descerebrada de los adolescentes ha resucitado vanidades latentes que ahora se ven capaces de multiplicar hasta el infinito su reflejo enamorado. Pasen y exploren la carpeta DCIM de cualquier teléfono móvil en la mochila o el pantalón cagado de un nativo digital y probablemente lo hallarán petado de Selfies cuyos propietarios se están amando locamenti, con un ego del tamaño de Godzilla comprimido en un chip de silicio.

Amar es compartir adquiere un nuevo significado de implicaciones desoladoras, casi siniestras, porque lo que ahora se comparte no son más que egos infatuados, mastodónticos e insaciables, envasados en paquetes con etiqueta mp4, jpg, avi o similar que proclaman a los cuatro vientos cuánto se aman. La solidaridad no es más que un click en “me gusta” y el prójimo se transmuta en seguidor de Twitter o amigo de Facebook; un prójimo devaluado, al servicio de quien no tiene otra ambición que convertirse en efímero Trending Topic.

El millón de amigos de Roberto Carlos ha dejando de ser metáfora musical para convertirse en objetivo mercadotécnico a la mayor gloria de Mark Zuckerberg. Miles de millones (1.000.000.000) de Selfies en busca de acólitos se autopromocionan emulando las estrategias publicitarias tradicionales pero a la inversa, porque aquí el producto estrella en oferta es el chavalote que, en pleno romance consigo mismo, se adosa cual Gnomo viajero a cualquier referente cultural con el objeto de colonizar las redes sociales por la vía de la saturación. Un Selfie con Mario Vaquerizo, embutido en un disfraz del Real Madrid o a lomos de un dromedario resabiado en Lanzarote; da igual: el caso es figurar, acaso con la secreta esperanza de invertir las tornas del juego publicitario y algún día vivir del cuento mientras dure la tontería, transmutado en reclamo-famosete por un golpe de fortuna (por ejemplo, como las hermanas Kardashian).

Por desgracia, no se puede estar al plato y a las tajadas. O miras o te miran, y el convertirse en figurante de la propia vida deja forzosamente un espacio vacío en la silla del director. Narciso se debe a su público hastiado e indiferente, dispara un Selfie detrás de otro y cada día se quiere más obiobi-obioba al tiempo que su ego se infla y flota igual que un globo de helio en una galaxia imaginaria, poblada de millones egos hipertrofiados y vistosos, igualmente huecos, predestinados algún día no muy lejano a tomar las riendas de lo real.


Puesto que igual que mis habilidades literarias mi cultura musical deja bastante que desear (no crean que no me doy cuenta, Estimados Improbables), a veces me resulta complicado seleccionar una canción para compensarles el mal trago de lo leído. En fin, quítense al Cigala de la cabeza y disfruten con las dos voces de la original.


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