9 de febrero de 2015

Tapones


Existen leyendas urbanas que sobrevuelan el imaginario colectivo y de ciento en viento aterrizan en las tertulias de bar transmutadas en tema de charleta y chascarrillo mientras unas cañas se van y las otras vienen: El perrito de Ricky Martin, la niña de la curva, las hebras del plátano fumadas, las melodías satánicas de los Zeppelin vueltas del revés, el enigma de los chinos difuntos, Walt Disney congelado y otros pseudomuertos tal que Jesús Gil o el Rey Elvis. Busquen en Internet y comprobarán que los frikis han dedicado tiempo y esfuerzos para categorizar y catalogar un sinfín de bulos y patrañas que tarde o temprano acabarán, ya digo, amenizando sus momentos de ocio y patatas bravas un domingo cualquiera por la mañana.

Quisiera dedicar esta entrada a una variante de las leyendas urbanas que, a diferencia de las anteriores, no sólo abandona el territorio de la paparrucha sino que, sorprendentemente, halla una respuesta masiva en el colectivo social, y a la que denominaré leyenda urbana solidaria.

Como supondrán, queridos Improbables, el origen de la leyenda urbana solidaria admite todo tipo de especulaciones. Dejando a un lado la cuestión de su autoría, que como sucede con los chistes es lo de menos, el caso es que en algún momento, hace muchos años, en algún lugar de esta patria nuestra, algún sublime manipulador lanzó al viento la noción almodovariana de que la solidaridad bien entendida empieza por la ortopedia. Por absurda que pueda parecer a primera vista, esta ocurrencia delirante caló hondo en el inconsciente colectivo, que no tardó en aliñarla con ingredientes al gusto de los tiempos que corrían y que supongo -a su manera- aún corren; los mimbres castizos sobre los que se tejerá la leyenda urbana solidaria en sus múltiples variantes: De una parte, un niño tullido o gravemente impedido y, por supuesto, sin recursos económicos (angelico). De otra parte, la silla de ruedas entendida como sublime vehículo terapéutico que encarnaba el sueño dorado de todo minusválido más allá de la proverbial muleta de cojo: La solución bienintencionada de un país de Pepe Gotera y Otilio en el que la polio aún hacía estragos. Y por fin, el ingrediente surrealista de alto voltaje que eleva una humilde historia de buenismo parroquial a la prestigiosa categoría de leyenda urbana solidaria. Agárrense los machos: La clave para que el pobrecito niño tullido pudiera disfrutar de la silla de ruedas estribaba en reunir un kilo de esas delgadas fundas de plástico que envuelven los paquetes de tabaco (curiosamente denominados “chivatos” o “chivatas”, vayan ustedes a saber porqué). A lo largo de mi añorada juventud he tenido la oportunidad de conocer gente cabal que en uno u otro momento confesó ser coleccionista ocasional de estos chivatos y, por consiguiente, víctima del poder de la leyenda. Nadie nunca pudo darme razón del extraordinario proceso de alquimia comercial que era capaz de transmutar el plástico de la Tabacalera en ortopedia salvadora. Como suele ser habitual en el caso de toda leyenda urbana que se precie, cualquier sustrato de verdad se extravía irremediablemente a lo largo y ancho de una diabólica cartografía social de parentescos y relaciones que hace imposible contrastar los hechos. Puede que la verdad esté ahí fuera, pero tan lejos como el novio de la hermana de tu excuñado, o más allá.

El hecho de que la silla de ruedas tuviera un valor económico indeterminado -enigmático incluso- propiciaba el alivio de todo tipo de conciencias solidarias, sin distingo de clases sociales. El único requisito era fumar. Ducados o Winston daba igual; la materia prima capaz de obrar el milagro ortopédico abundaba entre las familias de los años ochenta, donde fumaba el padre, la madre, el hijo, la Tía Tula y hasta la abuela republicana.

Hoy todo eso ha cambiado. El tabaco cuesta un Congo y además es el demonio. Los niños, educados con amor en lo políticamente correcto repiten las consignas aprendidas en el colegio y chantajean sistemática y sentimentalmente a sus progenitores: Pap@ no corras. Pap@ no fumes. Si han seguido y comparten lo leído hasta ahora, queridos Improbables, entonces también coincidirán conmigo en que pareciera que la leyenda urbana solidaria de la silla de ruedas y los chivatos ha recibido una estocada mortal por la sencilla razón (como en alguna ocasión ya les he dicho que decía mi padre) de que el fin, por altruista y ortopédico que sea, no justifica el pecado nefando de fumar y fumar hasta el kilogramo reunir, aunque sólo sea por no oír la caca que dan los chiquillos con el asunto.

Sin embargo, la leyenda urbana solidaria ha demostrado una envidiable capacidad de adaptación a un nuevo entorno globalizado que ahora ensalza nuevas formas de consumo masivo comercializadas como estilos de vida saludables. En fin, que como siempre nos acaban vendiendo una moto que no sabíamos que íbamos a comprar. Ahora el padre, la madre, el hijo, la Tía Tula y hasta la abuela republicana van al gimnasio un par de veces por semana. Los mismos que antes fumaban, ahora beben agua, mucha agua, mucha litrona de Coca-Cola y también mucha bebida isotónica...

El cambio inducido de hábitos en la población genera un excedente de plásticos en general y de botellas de plástico en particular. Así las cosas, algún aventajado heredero del sublime manipulador del que les hablaba dos o tres párrafos más arriba ha perpetrado una astuta variante 2.0 de la leyenda urbana solidaria: Lo que antaño fueron chivatos son, ahora, tapones, y el pueblo noble y bruto (aunque no necesariamente por este orden), necesitado de causas facilonas por las que luchar, se lanza sin pensarlo dos veces a la colecta indiscriminada de tapones de todos los tamaños y colores destinados a costear esa silla de ruedas que salvará al pobre niño paralítico de su condena a las muletas antediluvianas.

Tapones a mansalva; toneladas de tapones usados que los bienhechores abducidos por la leyenda urbana solidaria acopian voluntariosamente con la ayuda de familiares y amigos, para después entregar con la satisfacción del deber cumplido en comercios de barrio adheridos también a la cruzada por la ortopedia. Todos esos tapones que probablemente se perderán como lágrimas en la lluvia (de desechos) en algún vertedero, como una metáfora de las buenas y pánfilas intenciones con las que los trileros alicatan el camino del infierno.


No voy a dejarles abandonar el blog esta vez sin recomendar fervientemente que hagan por ver este soberbio vídeo firmado por Beatriz Sánchez en 2011 en el que la muchacha se coloca a los Guadalupe Plata por montera y hace un faenón visual merecedor de orejas, rabo y puerta grande:


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