14 de diciembre de 2014

El Trofeo



Lo que fui una vez -lo que de verdad fuimos una vez- queda irremediablemente deformado en el paisaje mental de la memoria privada. Miro, sin ver, más allá de la pantalla del portátil, y se me aparece el niño Watjilpa, que habitó confiado y feliz en la inconsciencia del presente continuo de los años setenta, protegido por unos padres que hicieron todo lo necesario para simplificar la existencia de un niño simple: días de verano, días de escuela, recreos y fútbol, tardes de tebeos, un poco de televisión y cenas desganadas (¡otra vez judías verdes!). Por la noche, el sueño fácil y profundo de un crío extenuado, sin culpa ni ansiedad, amparado por aquella luz piadosa del cuarto de baño que conjuraba mis temores y los de tantos otros niños. El miedo a la oscuridad, quizás como una metáfora infantil de la muerte, enquistada hasta una mejor ocasión, muchos años después, ante cualquier pelotón de fusilamiento que la vida nos depare...

Eso vino a ser, a grandes rasgos, el niño Watjilpa al que evoco en estas líneas sirviéndome de un recuerdo desgastado mil veces por el oleaje del tiempo. Un niño con el pelo cortado a tazón, de esos que al decir de padres, monjas y maestros eran listos pero faltos de ese mínimo esfuerzo, esa punta de velocidad académica que les hubiera permitido descollar en la escuela.

Hasta ahí la historia oficial de mi infancia, cristalizada en un relato uniforme que, supongo, podría ser la historia de cualquier niño. En abstracto, no fui más que un niño del montón. No guardo recuerdo de anécdotas destacables ni de aventuras o travesuras de las que fuera protagonista. Ningún libro asombroso me transformó ni tampoco hubo suceso feliz o traumático que me haya ayudado a comprender un poco mejor al adulto que aquí y ahora escribe estas líneas.

Al filo de los trece años, me dieron un trofeo en la clase de judo a la que acudía un par de días por semana por aquél entonces: una copa de latón corrugado atornillada a la base de un zócalo de madera barnizada, en una de cuyas caras había una chapa en la que rezaba la inscripción “a la constancia”. Aún lo conservo.

Supongo que aquella humillación bienintencionada (así decidí entenderlo mucho tiempo después) supuso el punto y final de mi infancia en el libro de la memoria. Segunda parte: Dejé el judo aparcado, hice nuevas amistades peligrosas y, con ellas, empecé a vivir una adolescencia de barrio gregaria y rebelde de pellas, drogas y pelusilla oscura en el labio superior que, combinado con los pitillos que les escamoteaba a mis padres, componían la estampa del menor suburbial con ínfulas de madurez a finales de los setenta: el niño Watjilpa ya tenía edad para montar solo en ascensor y ver programas dobles de según qué películas en cines que hoy son gimnasios, supermercados, franquicias de moda o espacios de coworking.
 

El trofeo de judo ha arraigado en mí como una metáfora explicativa de mis relaciones con el mundo. Creo que fui un niño que quiso -en abstracto- y no pudo. Cuarenta años después nada parece haber cambiado: aún sigo queriendo, pero sin saber exactamente qué y, por tanto, sin poder. Si bien ya nadie me dará un trofeo a la constancia, es posible que la existencia aún me depare afrentas similares. Se me ocurre, por ejemplo, ser un Empleado del Mes; otro dudoso honor del que, por fortuna, aún no he sido merecedor. Veremos.

La versión oficial del pasado impresa en mis escasos recuerdos no me ofrece otras pistas que las que he esbozado más arriba; pistas incapaces de revelar otra cosa más que el tránsito de niño del montón a hombre del montón. Sin embargo, estoy seguro de que todos tenemos una historia secreta. Un relato disgregado en una diáspora de recuerdos, revueltos e inconexos, que contiene hechos, claves y matices capaces de componer un retrato fiel y compacto de lo que fuimos y, por tanto, ofrecer respuestas a lo que ahora somos. Desgraciadamente, las piezas de esa suerte de rompecabezas yacen enterradas en la memoria de aquellos que nos conocieron en algún momento de nuestras vidas. Hombres y mujeres tan dispersos en el tiempo y en el espacio -algunos muertos ya- que se hace imposible cualquier trabajo de restauración de un ego plagado de goteras, grietas y agujeros.

Hace ya un tiempo me encontré en el supermercado de un centro comercial con mi antigua maestra, la Señorita Mari Luz, que durante aquellos años de la Enseñanza General Básica impartía asignaturas diversas a un grupo de críos que aún no intuían las maldades del instituto ni mucho menos la tómbola que vendría después. Imagínense: un adulto cuarentón y una maestra jubilada, abocados a condensar en el espacio de cuatro o cinco minutos de charla un paréntesis de cuarenta años, al pie de un mega-refrigerador industrial lleno de pizzas y embutidos envasados al vacío. Recordamos a los niños y niñas con los que compartí pupitre a principios de los setenta, y en aquel intercambio breve de memorias convergentes pude evocar a mis antiguos compañeros a través de los ojos grises y aún intensos de la Señorita Mari Luz, una maestra joven por aquel entonces, encargada de nuestra disciplina escolar y, por ello, testigo privilegiado de lo que fue nuestro pequeño mundo simplón de juegos y afanes infantiles. Encaramado a la memoria de mi antigua Señorita pude atisbar fugazmente el panorama de nuestra infancia en las aulas y el patio de recreo de aquel colegio en miniatura; a la infancia reinterpretada en clave adulta, con atributos y cualidades que mi mirada de niño nunca alcanzó a ver, pero que indudablemente estaban ahí. Así, Mari Luz me contó que, años después, Carlos G. había ido a visitarla con su hijo para que conociera a su maestra, la Seño que le daba clase cuando él era niño, y pensé que en verdad hay cosas que el dinero no puede pagar. Me acuerdo de Carlos G., que venía de familia culta de izquierdas. Arreciaba el Destape, y su hermana mayor había salido desnuda en la portada del Interviú. Claro que, por aquél entonces, y para mí, Carlos G. era el portero de nuestro equipo de fútbol de patio de colegio y, además, era más fuerte, porque era un año o dos mayor. Recordamos a Sebastián S. alias Sebi, un verdadero cerdo en la cancha de fútbol que, además de mayor, era hijo del director del colegio y, por tanto (aunque sobre todo por lo primero), investido con el poder de patear el culo de cualquier disidente de los cursos inferiores (yo, por ejemplo). Sebi, en el relato de Mari Luz, no era más que un niño inseguro. ¡Inseguro! Coño, quién lo hubiera dicho... Por falta de tiempo, en el baúl de recuerdos compartidos se quedó el resto de los niños. No hablamos de Rodolfo y Alberto G, los hermanos chapuzas, hijos de un prestigioso arquitecto y víctimas de un drama familiar soterrado de proporciones escalofriantes; ni tampoco de José Manuel O. aquel niño gallego tan ingenioso que, aunque me zurraba un poco más de la cuenta (cosas de críos, nada más), fue mi mejor amigo durante aquellos años de inocencia, inventos locos y correrías descafeinadas. También, entre otros, quedaron inéditos el manso Fernando L., Maria Dolores P., alias Loli o Lolaza la Gordaza (así la motejaba Sebi con la cruel connivencia de todos), Alfonso C., un crío rubio de reflejos increíbles, rápido como un rayo, imposible atajar en el regate y, también, Marián B, de la que anduve secreta y castamente enamorado durante aquellos años, hoy funcionaria cincuentona, y a la que nunca he vuelto a ver para confesárselo. Sobra decir que, por pudor (mío), no hablamos de mí. Una lástima, pero así han de ser las cosas.

Me despedí de ella con dos besos y continué comprando ya con desgana, invadido por esa especie de tristeza difusa que yo identifico con la nostalgia. Conduciendo de regreso a casa pensé en voz alta "Señorita" y me di cuenta que el sustantivo de otro tiempo le encajaba aún como un guante. Para Mari Luz fuimos críos transparentes, probablemente catalogables en una serie de perfiles objetivos: críos extrovertidos, inseguros, distraídos, nerviosos, disciplinados, imaginativos, tímidos, nobles... Críos, a fin de cuentas, transparentes a los ojos del mundo adulto. Desde aquella tarde en el supermercado creo que si alguna vez alguien hubiera podido explicarme el porqué de la placa en aquel trofeo desangelado, esa habría sido mi maestra durante aquellos seis años de bendita y pánfila ignorancia.

De aquel encuentro conservo un pedazo de papel manuscrito con su dirección de Gmail y un borrador de correo electrónico dirigido a ella sin texto ni anexos titulado Un par de fotos fechado el veintiuno de diciembre de 2011.








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