Arrugado, roto, sucio, antipático y, sobre todo, abandonado a su
suerte, el plástico, en sus múltiples formas y colores mancillados
se alía con palomas insolentes, pintadas churreteras, meo latino y
otros desechos urbanos para disipar eficazmente cualquier recuerdo
benevolente, cualquier afecto que yo hubiera podido albergar por esta
ciudad. Era ya una mierda Este Madrid en 1978 y, la verdad, con
huelga de limpiadores o sin ella, Madrid sigue siendo una mierda a
finales de 2013.
Las cadenas de supermercados nos cobran desde hace ya un tiempo unos
centimillos por cada bolsa de plástico. Los clientes, tan
políticamente correctos, tan concienciados, purgamos en la línea de
cajas nuestros pecados contra el medio ambiente con bolsas de tela o
carritos de la compra que, curiosamente, atiborramos de productos
envasados con mucho más plástico del que el planeta es ya capaz de
digerir. Una pequeña parte de todo ese plástico sobrero acabará
engalanando el espacio urbano y, de paso, enrareciendo cada vez más
mi relación con esta ciudad cochambrosa.
Cubo de basura amarillo o acera gris parece ser el destino inexorable
de todo plástico que se desprecie, a excepción de los Tupperware
que, aún siendo igualmente prescindibles, han llegado para quedarse
por los siglos de los siglos en los armarios modulares de nuestras
cocinas. A veces, la tartera de plástico viaja, cargada de restos de
comida desde el armario modular de la cocina de la vivienda A hasta
el refrigerador de la cocina de la vivienda B donde quedará
temporalmente olvidada. Al cabo de un cierto tiempo, coincidiendo con
una limpieza de primavera, los restos de comida momificada serán
exhumados y arrojados a la basura y el Tupperware, previamente
higienizado a base de Fairy y estropajo, pasará a ocupar su sitio en
una esquina oscura del armario modular de la vivienda B, a la espera
de que el ciclo se repita. No estará solo; compartirá rincón con
otros tantos Tupperwares que en algún momento corrieron similar
suerte, aunque las circunstancias precisas de su llegada nunca
llegaran a aclararse. Nadie nunca los reclamará ni tampoco nadie
adoptará decisión alguna en cuanto a su destino. Con el paso del
tiempo los Tupperware se acumulan, desbordan los huecos modulares y
colonizan nuevos espacios en los cajones y armarios de nuestras
cocinas, pero la cosa no queda ahí. First we take Manhattan, then
we take Berlin. El expansionismo contenedor no conoce fronteras y
los Ciudadanos Empanados, presos de automatismos ecológicos, se
estrujan el magín para inventar usos alternativos bajo la premisa
fundamental de que cualquier conjunto de objetos dispersos ha de ser
sometido a la disciplina del envase porque el orden es bueno. Por
algún motivo misterioso, deshacerse de ellos de forma expeditiva
(cubo amarillo) no es una opción, y así es que aparece en nuestras
vidas el Tupperware-Costurero, el Tupperware-Botiquín, el
Narcotupperware, el Tupperware-Ferretero, el Fototupperware, el
Tupperware-Matrioska o Metatupperware, el Mementupperware (souvenirs
intrascendentes), el Geypertupperware (amarracos, parchís, Pokemons,
figurillas de ajedrez, billetes del Monopoly, Tazos...) y tantos
otros que han venido para permanecer entre nosotros.
Por
desgracia,
los
Tupperware se
reproducen a mayor velocidad que cualquier
idea creativa:
Por
mucho que intentemos improvisar almacenando en
ellos -por poner un
ejemplo-
cargadores de teléfono, cables, euroconectores, mandos a distancia y
otras inmundicias tecnológicas, las condenadas
tarteras
de plástico siguen
infiltrándose en nuestros hogares sin
prisa pero sin pausa desde
las pollerías dominicales, los
restaurantes chinos a domicilio y las cocinas de nuestras madres.
Nacidos
para durar, útiles
hasta la náusea, prolíficos, supervivientes a todo trance, el Homo
Supermercatus
está abocado a convivir con ellos.
Piensen
en tantas rupturas y divorcios en los que la media naranja descastada
suele abandonar
a su suerte
los
mementos
inservibles
de una vida anterior. Tarde
o temprano esos
objetos que perdieron su razón de ser
acabarán en
el
cubo de
la basura; aunque
no
así las
cajas
de plástico
que los contenían,
que
regresarán indultadas y vacías a la oscuridad polvorienta de
trasteros, armarios y maleteros.
Acérquense
a sus respectivas cocinas, estimados Improbables, entreabran
sus armarios modulares y pregúntense con
cansino
estupor
de dónde demontre
han podido
salir
todas esas tarteras apiladas irregularmente
junto
al rotador de pollos, las
bolsas de legumbres
o el grueso
paquete de servilletas.
Aunque
su primer impulso sea cortar por lo sano y
deshacerse de ellas,
de
sobra saben que no lo harán: Saldrán
de la cocina, regresarán a sus quehaceres y por la noche bajarán la
basura, quizás recordando vagamente los propósitos de esa mañana
para descartarlos de inmediato, envenenados
como estamos del
temor atávico,
supersticioso,
del
nunca
se sabe,
del
tal
vez algún día pueda necesitarlos,
cuando la realidad es que vamos más que sobrados de todo en
este mundo. Porca
abundancia.
Para
terminar, les diré que tras meditarlo brevemente
(este blog no se caracteriza por la sesuda reflexión ni el músculo
mental) se me ocurre que
sólo
la Solución Final (Endlösung der Tupperwarefrage)
es capaz de resetear
a cero el contador de plásticos, de
conjurar de un solo golpe la maldición de los Tupperware. Drástico
pero eficaz, el traslado a un
nuevo domicilio es mano de
santo para estos casos.
Una
mudanza es la
ocasión inmejorable para desterrar de un solo plumazo y sin
remordimientos todos esos enseres antipáticos
que han encutrecido nuestra
guarida desde tiempos
inmemoriales. Borrón y cuenta nueva, llegó el Apocalipsis
doméstico, y el entusiasmo
interiorista
de quien estrena una vivienda
no conoce límites.
Por fin, los
Tupperwares son expulsados de
sus escondrijos y acaban amontonados en el suelo de la cocina. Es
entonces, y sólo entonces, cuando nos preguntamos si merece la pena
el esfuerzo de exportarlos hasta el nuevo hogar. Si
su respuesta es a la mierda, sean bienvenidos al club. Sueca y azul,
Ikea nos aguarda.
Llevo ya unas cuantas semanas canturreando esta canción por lo
bajini y a ratitos durante mis desplazamientos por la ciudad. Me
gusta esa parte que dice the job is done, I go out, another boring
day. I leave it all behind me now so many worlds away Me
gusta el tono sádico-chulesco
que le imprime el
vocalista. Pero, sobre todo, me hubiera gustado ser
el adolescente que con la complicidad de su chica le plantaba cara a
una
ciudad implacable,
allá por los primeros
ochenta.