21 de diciembre de 2011

Lotería

Todos los años igual, no escarmentamos. Venga a jugarse los cuartos, por si toca. Mucha crisis, mucho paro, la Unión Europea a un tris de irse a tomar viento, pero aquí parece que le sobra el dinero a todo el mundo. Dice la prensa estadística que las familias españolas se van a gastar la friolera de 622 Euros a cuenta de las celebraciones navideñas (menos que el año anterior, ojo al dato). Luego, esas familias seguirán inyectado pasta en la cuenta de resultados de los grandes almacenes con la peregrina excusa de las rebajas de enero. Llegará después la primavera, que por cielo, tierra y mar se espera e, impasible el ademán, esas mismas familias acudirán en tropel a esos mismos grandes almacenes a profanar con sus tarjetas de crédito las bocanas insaciables de los datáfonos a cambio de ropas, complementos y cachivaches que sustituyan a las ropas, complementos y cachivaches obsoletos que adquirieron doce meses antes con ocasión de las mismas rebajas estacionales. Les parecerá una tontería, pero tengo la impresión de que, en realidad, la gente no paga por las cosas que compra. La gente paga por el puro placer de comprar en abstracto. El gusto está en aforar la pasta, llevárselo puesto y a otra cosa, mariposa. Al final voy a tener que darle la razón al eslogan ripioso de una cadena que vende productos tecnológicos a mansalva: La Avaricia Me Vicia. Víctimas del inconformismo crónico, nos dedicamos todo el año a acaparar más de lo mismo -aunque sea la misma mierda inútil- pero de otro color y con novedosas prestaciones  irrisorias. ¿Que ya tiene una plancha? No importa, porque ahora hay una que es capaz de planchar... ¡plástico! Para amas de casa estrictas, sin duda. Ipad, ya de por sí capaz de colmar impecablemente nuestros deseos injertados, cuenta ahora con doscientas chuminadas extras; llamémosle incremento exponencial de nuestras fuentes inexploradas de felicidad. Relojes, relojes, relojes y más relojes; cámaras fotográficas que nunca llegamos a entender del todo son reemplazadas por otras aún más complejas, caras e ininteligibles. Prendas defenestradas por el vértigo de la moda se amontonan en los contenedores de las parroquias, vehículos prematuramente repudiados por sus dueños en venta como ganado viejo en los concesionarios de segunda mano, muebles en perfecto estado de revista acaban abandonados a pie de calle, junto a los cubos de basura comunitarios. Nada alcanza ya el final de su vida útil por obra y gracia del dinero que fluye incesante desde nuestros bolsillos y nuestras nóminas. Alimento y frontera mezquina de nuestros sueños, el dinero nos hace libres en el vasto territorio imaginado por una legión de artistas, políticos, mangantes, mercaderes y fabuladores. Peones supersticiosos en un juego de rol diabólico, la ciudadanía acude cada año por estas fechas a Doña Manolita o a la Bruja de Oro con la legítima esperanza de alzarse por la patilla con un botín redentor de todas esas pellas y pufos que les traen por el camino de la amargura. Sospecho que en la mayor parte de los casos un Premio Gordo, aunque suficiente para conjurar hipotecas y otros débitos más o menos acuciantes, no basta para tapar el boquete existencial o ese abismo de ocio en el que, botella de cava en mano, se precipitan cada año los afortunados del 22 de diciembre. Aquejados de miopía consumista, los premiados serán en su mayor parte incapaces de plantearse la existencia al margen de la cartografía fabulosa programada en el TomTom de la sociedad de consumo, y acabarán forzando la delicada maquinaria de sus vidas hasta amoldarlas al estereotipo del nuevo rico, heredero natural del reino de los horteras infelices. Luego está el resto de los desafortunados que, cuentan las estadísticas, se ha gastado nada menos que setenta Eurazos per capita a cambio de nada y que, curiosamente, son los mismos que ponen el grito en el cielo porque el pan, el pollo o el Metro  suben unos céntimos; y que también son exactamente los mismos que, a falta de premio, no tendrán más remedio que rascarse los bolsillos como sea para acudir en plena forma a las rebajas de enero pero -eso sí- una vez cumplimentado el trámite de los décimos del el Sorteo del Niño que, por supuesto, tampoco tocará este año.

Y sí, estimados Lectores Improbables, suponen bien. Tampoco yo escarmiento. También yo vivo rodeado de porquerías repetidas y prescindibles. También he fundido la tarjeta de débito primero y después la de crédito a la mayor gloria de los días de vino y rosas. No negaré que más de una vez he sucumbido a la fascinación de las rebajas y saldos de temporada. Conozco de primera mano la vaga sensación de cumplir con los designios inapelables del destino al comprar la lotería de los distintos departamentos de la empresa (les aseguro que en el caso de las multinacionales esto puede convertirse en un serio problema). Pero, en fin, qué les voy a contar; si escribo esto, por algo será. Así que este año se me ha ocurrido que, puestos a tirar el dinero a cambio de nada, igual podría ponerme el mundo por montera y, sólo por una vez en la vida, sólo por el puro y simple placer de saborear lo prohibido, he decidido ser egoísta y, en un alarde de incorrección política, he dejado de adquirir y compartir con mis semejantes esos billetes de lotería transmutados en ilusiones y felicidad gracias a las esmeradas campañas de marketing navideño. En su lugar, he destinado igual importe a una fundación o tal vez a una ONG, ahora mismo no lo tengo claro. La pasta no la voy a recuperar, pero igual me hubiera pasado con los niños repelentes de San Ildefonso y su bombo gordinflón. Por otra parte, me consuela pensar que con Urdangarín fuera de juego, las posibilidades de que a algún pobre desgraciado le  caiga algo se han incrementado un poco. Así que no me deseen suerte mañana. Para ustedes, que sin duda la merecen, toda la del mundo.

Les presento a un amor de juventud. Les recomiendo no escucharla más de la cuenta por sus efectos adictivos. Quedan advertidos.



1 comentario:

Miembra del Ejército de Salvación dijo...

^_^