Permítanme que me presente. Digamos que me llamo Darth Vader y, como
es notorio, voy de luto riguroso por la vida: luto satinado, cueros
adustos, ropones de negro sable. Para mí todo lo oscuro ha devenido
en una segunda naturaleza a la que ya me he acostumbrado, mal que me
pese. Y hasta diría que le he cogido el tranquillo: la épica de las
calaveras, la estética de la muerte, el lujo entrópico, el ruido
bronco de las motocicletas pesadas… Por contraste, no soy temido a
pesar de las oscuridades, a pesar de mi poder o quizás precisamente
por eso. Acaso, y sólo a veces, incomprendido. No se crean todo lo
que George Lucas pueda haberles contado de mí o, mejor, no se crean
nada. No me imaginen rodeado de esclavos sombríos ni de sumisos y
acogotados chupatintas imperiales vestidos de gris norcoreano.
Todo falsa imaginería fabricada a la medida de los niños
impresionables y de algunos adultos un poco lelos, la verdad. La
indumentaria oscura, sí; ya les he dicho antes. Y la Fuerza
también. La Fuerza, que es la mía.
Hubo un tiempo
lejano -apenas lo recuerdo ya- en el que era yo carne doblegada,
huesos truncos y corazón triste; uno de tantos aplastados que andan
por ahí dando tumbos como sonámbulos. Quizá tuve mala suerte,
quizá busqué sin querer mi mala suerte. Encontré a quienes nunca
me quisieron o puede que nunca quise, en realidad, a quienes me encontré. Fui
bueno o imbécil o las dos cosas a la vez. Me aniquilaron
una, dos, tres veces. Me dieron tormento. Aullé en silencio, hacia
dentro, que es donde más duelen los aullidos. Sufrí creyendo
merecerlo, como sufren algunos gilipollas. Y si les acabo de decir que
apenas lo recuerdo ya, les he mentido.
Un día, se me rompió el alma, se partió la rosca que me atornillaba. Algo
sanseacabó dentro de mí. Rompí la baraja queriendo, y sin querer
me abandoné al caos de las cosas. Caí a plomo hacia ninguna parte,
hacia donde todo da igual: fui nada, y entonces fue cuando me alcanzó
la Fuerza de sopetón. Hubo un Gran Bang: exploté en infinitos
pedazos y me dispersé violentamente por el mundo, como un torbellino
de polvo enamorado, entre las cosas y las personas. Entré a saco en
el Lado Oscuro y allí vi gente llena de agujeros negros: gente que
hacía aguas por todas partes, malos rollos de dimensiones inabarcables,
cicatrices abisales, extravíos y desorientaciones, muertos reales y
muertos de opereta, ahogados en su vaso de agua o en un mar de
lágrimas, orgullos heridos de muerte, autoestimas terminales... Un
mundo desgastado por la Materia Oscura, como un gigantesco retablo
descolorido por el suceder de las cosas tristes. Debajo, cubierto
de mugre, el tapiz maravilloso y colorista sobre el que había
arraigado toda esa vida enferma. Me dije que no podía yo seguir
viviendo en medio de toda esa mierda dolorida, así que fundé doce o
trece grupos de Whatsapp, me hice socio de un club de Basket de la Liga Oro y empecé a viajar barato a cualquier parte del
mundo que se me pusiera a tiro. Y hablé. Hablé con perfectos
desconocidos y escuché, sobre todo escuché, mientras bebía como un
cosaco en este bar de aquí o en el de más allá. Bailé
hasta reventarme, bailé hasta perder la cuenta de los omeprazoles y
las aspirinas ingeridas después de tantas noches de después.
Divorciado de mí mismo fui feliz sin estar en ninguna parte, y por
todos los rincones del Lado Oscuro esparcí un torbellino de colores
que no era otra cosa que la Fuerza. Mi Fuerza, una y otra vez, mi
Fuerza nueva e inagotable, mi Fuerza destructora de sombras y miserias. Fui
feliz regalando lustre y vida a quienes se cruzaban por mi camino. Fui hermoso durante un
tiempo.
Después, comenzó el desgaste. Empecé a pagar el precio de
batallar con el cieno de las cosas. A la par que
mi aspecto, mi alma se fue ensombreciendo. Sucio y marchito,
adopté la indumentaria funesta que me caracteriza: el negro ascético
que oculta y disimula a la perfección el sinnúmero de cicatrices, callos y
durezas acumulados a lo largo tantas escaramuzas en el
Lado Oscuro. Como un siniestro botín de guerra, el expolio de
las miserias ajenas se convirtió en la única recompensa que me concedía la Fuerza, una
Fuerza que poco a poco comenzó a dominarme. Es cierto que continuo redimiendo a
extraños tristes: recientemente he ingresado en un grupo de simpatizantes de
las telenovelas de los Ochenta, me apunto a las visitas guiadas a los museos de cera y les escribo cuentos feos a mis
sobrinos. Sospecho que la gente me aprecia, aunque si bien eso me hacía antes feliz, ahora cada vez me importa menos, porque creo haber hallado un equilibrio en
la indiferencia. Cada vez más poderoso, más popular, soy ahora el Señor Oscuro de
una inmensa red social: Lord Vader, el Redentor de los Desconocidos
Tristes, el Sanador de Almas Putrefactas, el Salvador de Suicidas
Emocionales.
Duermo poco. A veces creo que me quedo dormido con los ojos abiertos. Pienso en el día en que alguien me abrazó y tuve miedo. Revivo mi propia muerte, que tan cerca estuvo, pero que no llegó. También entonces tuve miedo, pero fue distinto.
Duermo poco. A veces creo que me quedo dormido con los ojos abiertos. Pienso en el día en que alguien me abrazó y tuve miedo. Revivo mi propia muerte, que tan cerca estuvo, pero que no llegó. También entonces tuve miedo, pero fue distinto.
Mis días de cólera
son terribles, aunque esos los paso con la televisión encendida y
sin salir de casa mientras los mensajes se acumulan por cientos en la memoria de mi
teléfono móvil; burocracia imperial con mil bombardeos a los que
apuntarme: fiestas, inauguraciones, conciertos, cursillos,
deporte...
Tal vez mañana reorganice la cuadrícula cada vez más enrevesada en que se ha convertido mi vida social. Y aunque la dispersión sea brutal, todo es manejable desde la calma interior indiferente, alcanzada tras un aprendizaje bastante doloroso en el que he tenido que abandonar a este torbellino feliz que una vez fui Yo.
Creo que voy a aprender a jugar al Golf. Aunque las emociones, ya digo, han dejado de ser prioritarias, aún me queda la curiosidad, que es ahora el combustible de esta Fuerza mía insaciable. Fuera de ella, no veo más que miedo y fragilidad, y un mundo al que no quiero -tal vez no pueda ya- regresar. Mañana a las doce tengo un taller de Mindfulness para mascotas, así que, si apuro, aún puedo desayunar con X, a quien conocí en un receso, durante unas jornadas de micología, y al que no he vuelto a ver desde entonces. Pero hoy no hay en mi mundo más que televisión, sofá y horas bajas. Acaso esta noche tome otra píldora sedante, que es la única forma que conozco de que la Fuerza me abandone durante unas horas. Mi pijama, por supuesto, es de seda oscura.
Tal vez mañana reorganice la cuadrícula cada vez más enrevesada en que se ha convertido mi vida social. Y aunque la dispersión sea brutal, todo es manejable desde la calma interior indiferente, alcanzada tras un aprendizaje bastante doloroso en el que he tenido que abandonar a este torbellino feliz que una vez fui Yo.
Creo que voy a aprender a jugar al Golf. Aunque las emociones, ya digo, han dejado de ser prioritarias, aún me queda la curiosidad, que es ahora el combustible de esta Fuerza mía insaciable. Fuera de ella, no veo más que miedo y fragilidad, y un mundo al que no quiero -tal vez no pueda ya- regresar. Mañana a las doce tengo un taller de Mindfulness para mascotas, así que, si apuro, aún puedo desayunar con X, a quien conocí en un receso, durante unas jornadas de micología, y al que no he vuelto a ver desde entonces. Pero hoy no hay en mi mundo más que televisión, sofá y horas bajas. Acaso esta noche tome otra píldora sedante, que es la única forma que conozco de que la Fuerza me abandone durante unas horas. Mi pijama, por supuesto, es de seda oscura.