Somos criaturas eminentemente visuales, diseñadas para acceder y
relacionarnos con el mundo que nos rodea a través de la mirada. Es
la mirada el primer portal de nuestros prejuicios; la que filtra y
cataloga lo bello, lo deseable y discrimina lo repugnante según
patrones preestablecidos e interiorizados: venga a nosotros un jardín
en primavera o las muchachas que anuncian perfumes caros en los
espacios publicitarios del mobiliario urbano y no nos dejes caer en
aquella caca de perro que alguien olvidó sobre la acera. Aparta,
Señor, de nuestros sueños la sonrisa leporina de un expresidente
del gobierno. Sí, claro, entendemos perfectamente eso de que no es
oro todo lo que reluce, que las apariencias engañan y que lo
esencial es invisible a los ojos, etc. Hasta somos capaces de
argumentar y defender intelectualmente estas causas sin duda nobles y
políticamente correctas, pero irremediablemente perdidas, porque a
primer golpe de vista, lo feo, lo viejo y lo decrépito nos seguirá
dando, cuanto menos, cosica, mientras que los colores alegres
de un stand de gominolas o el galán de ojos verdes que coprotagoniza
El Príncipe serán siempre bienvenidos al inventario de las cosas
buenas que pueblan nuestro panorama mental, aunque las primeras sean
un cóctel deleznable de conservantes y otros químicos (aunque
legales) y el segundo trafique (en la serie de televisión,
entiéndase) al por mayor con sustancias ilegales (aunque naturales).
Pero aunque el mundo nos entre por los ojos, paradójicamente, no nos
es dado observarnos y juzgarnos, gustarnos y querernos de la misma
forma en la que lo hacemos con nuestro entorno porque o miras o te
miran, no queda otra, salvo el viaje astral. O un Selfie.
Ha llovido desde que Narciso se enamoró de su reflejo en las aguas
de una fuente. Después fue el espejo que le hacía la pelota a la
madrastra de Blancanieves, sin duda precursora de las MILF. Pienso
también en los autorretratos de los pintores mercenarios que
asimismo retrataban a sus patrones para la posteridad. Luego llegó
la fotografía analógica y, con ella, la autocontemplación se
transformó en posibilidad más o menos democrática y todos pudimos
reconocernos como narcisos modernos en aquellos estanques químicos
sobre papel plastificado que fueron las fotografías en color; un
reconocimiento no exento de extrañeza -e incluso decepción- ante el
descubrimiento de que nos suponíamos bastante más guapos y
atractivos de lo que en realidad éramos; lo que a muchos feos (y
feas) nos llevó a abrazar fervientemente las tesis de Saint-Exupéry
y supongo que a otros feas (y feos) igualmente desencantados, aunque
más ilustrados, las de Platón, y pertrecharse así para la batalla
de las hormonas a la salida del instituto; batalla perdida de todas
formas, pero transmutada en victoria moral del héroe que se rebela
contra la adversidad y pierde como Dios manda. Fue entonces que el
mundo empezó a poblarse de corazones rotos y románticos incurables.
Con el advenimiento de la telefonía inteligente llegan los
autorretratos o la posibilidad de la gestión autónoma de la propia
imagen. La era del Selfie, combinada con el virtuosismo tecnológico
del retoque digital y la osadía descerebrada de los adolescentes ha
resucitado vanidades latentes que ahora se ven capaces de multiplicar
hasta el infinito su reflejo enamorado. Pasen y exploren la carpeta
DCIM de cualquier teléfono móvil en la mochila o el pantalón
cagado de un nativo digital y probablemente lo hallarán petado de
Selfies cuyos propietarios se están amando locamenti, con un ego del
tamaño de Godzilla comprimido en un chip de silicio.
Amar es compartir adquiere un nuevo significado de implicaciones
desoladoras, casi siniestras, porque lo que ahora se comparte no son
más que egos infatuados, mastodónticos e insaciables, envasados en
paquetes con etiqueta mp4, jpg, avi o similar que proclaman a los
cuatro vientos cuánto se aman. La solidaridad no es más que un
click en “me gusta” y el prójimo se transmuta en seguidor de
Twitter o amigo de Facebook; un prójimo devaluado, al servicio de
quien no tiene otra ambición que convertirse en efímero Trending
Topic.
El millón de amigos de Roberto Carlos ha dejando de ser metáfora
musical para convertirse en objetivo mercadotécnico a la mayor
gloria de Mark Zuckerberg. Miles de millones (1.000.000.000) de
Selfies en busca de acólitos se autopromocionan emulando las
estrategias publicitarias tradicionales pero a la inversa, porque
aquí el producto estrella en oferta es el chavalote que, en pleno
romance consigo mismo, se adosa cual Gnomo viajero a cualquier
referente cultural con el objeto de colonizar las redes sociales por
la vía de la saturación. Un Selfie con Mario Vaquerizo, embutido en
un disfraz del Real Madrid o a lomos de un dromedario resabiado en
Lanzarote; da igual: el caso es figurar, acaso con la secreta
esperanza de invertir las tornas del juego publicitario y algún día
vivir del cuento mientras dure la tontería, transmutado en
reclamo-famosete por un golpe de fortuna (por ejemplo, como las
hermanas Kardashian).
Por desgracia, no se puede estar al plato y a las tajadas. O miras o
te miran, y el convertirse en figurante de la propia vida deja
forzosamente un espacio vacío en la silla del director. Narciso se
debe a su público hastiado e indiferente, dispara un Selfie detrás
de otro y cada día se quiere más obiobi-obioba al tiempo que su ego
se infla y flota igual que un globo de helio en una galaxia
imaginaria, poblada de millones egos hipertrofiados y vistosos,
igualmente huecos, predestinados algún día no muy lejano a tomar
las riendas de lo real.
Puesto que igual que mis habilidades literarias mi cultura musical deja bastante
que desear (no crean que no me
doy cuenta, Estimados Improbables), a veces me resulta complicado seleccionar una canción
para compensarles el mal trago de lo leído. En fin, quítense al
Cigala de la cabeza y disfruten con las dos voces de la original.